Comentario literario

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Juan García Ponce o la supremacía del erotismo

Tenía doce años cuando leí Encuentros de García Ponce. El libro, una edición rústica del Fondo de Cultura Económica, que incluía los relatos El gato, La plaza y La Gaviota, llegó a mis manos inesperadamente, tal como el gato gris – leimotiv de la primera historia– llega a la vida de D, el protagonista. Cito: “El gato apareció un día y desde entonces siempre estuvo allí. No parecía pertenecer a nadie en especial, a ningún departamento, sino a todo el edificio. Incluso su actitud hacía suponer que él no había elegido el edificio, haciéndolo suyo, sino el edificio a él, tal era su adecuación con la que su figura se sumaba a la apariencia de los pasillos y escaleras. Fue así

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Las letras yucatecas más allá de la Internet

En Noviembre del año pasado, Editorial Dante – empresa yucateca empeñada desde hace más de 30 años en distribuir buena literatura a los habitantes del sureste mexicano- publicó nueve libros surgidos de su segundo Concurso de Creación Literaria. En palabras del narrador Adolfo Fernández Gárate, director editorial de dicha empresa librera, este certamen tiene como propósito “promover y dar a conocer el trabajo de los creadores literarios de la Península de Yucatán”. Siguiendo el consejo de Adolfo, y habiendo sido el que esto escribe miembro del  jurado que seleccionó a los vencedores, me atrevo a recomendar como lectura de verano dos cuentarios que forman parte de los libros ganadores. Me refiero a “Cuentos de sexo, drogas y rock and roll”,

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La bipolaridad de Elena

Suele suceder que, gracias a la internet, la gente es capaz de cultivar amores o amistades duraderos sin siquiera salir de casa. La taza de azúcar, el recibo de luz, el correo postal equivocado y otros artilugios que solíamos utilizar como pretexto para conocer a nuestra (o) vecina (o), han pasado por completo al olvido. Mucho más fácil resulta valerse de las redes sociales para establecer contacto con quién se nos antoje. Siguiendo este patrón del nuevo siglo, puedo decir que tengo el honor de haber conocido a Elena Méndez primero, a través del Hotmail, y luego, por medio del Facebook. Hemos cultivado, con ayuda de la cibernética, una amistad basada en intereses mutuos: el cine, la política, la economía

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Apuntes y otras digresiones

Viaje al centro de las letras

– Papá, ¿qué es copular? Era la voz de Emilio, quien desde el asiento trasero del automóvil me hacía la pregunta con la terrible naturalidad de sus ocho años. El momento había llegado, quizá más pronto de lo que esperaba. Repasé en mi cerebro un guión que mi mujer y yo teníamos listo para cuando se presentara esta circunstancia. Emilio tenía en las manos una versión original, nada edulcorada, del El Diario de Ana Frank. Esteban, a su lado, abandonó por un instante sus historietas de Mafalda dispuesto a escuchar mi respuesta. Me vino a la memoria un domingo caluroso de verano, por la noche, cuando  mis padres nos llamaron a la sala a mi hermano y a mí, entonces

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El mal de la taiga* o nadie sabe a ciencia cierta por qué se va

No había vuelto a recordar la taiga hasta que cayó en mis manos el nuevo libro de Cristina Rivera Garza. Entonces, con solo leer el título, mi cerebro viajó a la adolescencia, a las clases de geografía en la escuela secundaria, a la lección de ecosistemas del planeta. Con sus altos árboles de troncos rectos, cónicos, y su luminoso cielo boreal, las ilustraciones de la taiga me hipnotizaban, me remitían a historias lejanas de hadas, lobos y acogedoras cabañas con chimenea. Lejos estaba de saber que en un sitio así, donde reinan la soledad y el silencio, y las temperaturas rozan los 40 grados bajo cero, lo único que puede encontrar el hombre – si decide incursionar bajo su propio

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El ruvalcabiano arte de musicalizar las palabras*

Cada vez que aparece un nuevo libro de poesía uno celebra. La poesía,  género desdeñado por las editoriales, parece andar siempre a ciegas pues para existir tiene que hallar al lector que vibre, al ser humano capaz de comulgar con el poema y dejarse llevar por la seducción de la metáfora. Ya lo dijo el chileno Gonzalo Rojas, que la poesía es “aire, un aire, un aire nuevo, no para respirarlo, sino para vivirlo, un ejercicio respiratorio que intenta la libertad, la vivacidad”.       Por eso celebro haber sido invitado a este convite a dar fe de la aparición de La música, el nuevo libro del escritor Eusebio Ruvalcaba, a quien me une, además de una gran amistad, la devoción

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Por los laberínticos caminos de las letras

Conocí a Álvaro Ancona hace más de ocho años, en un diplomado literario que se impartió en el desaparecido Instituto de Ciencias Sociales de Mérida, y adonde recalamos una decena de amantes tardíos de las letras. La nómina de maestros, cómo olvidarlo, era de lujo: Sara Poot Herrera, Elena Poniatowska, Emmanuel Carballo, Beatriz Espejo, Eduardo Antonio Parra, Edith Negrín,Jorge Laray otros que no me vienen a la cabeza, no por menos importantes, sino porque después de los cuarenta, la memoria comienza a volverse escurridiza. Entonces Álvaro ya era un autor conocido: había publicado algunos libros y obtenido el premio estatal de novela 1997 que organizaba el Instituto de Cultura de Yucatán. Recuerdo que me gustaba conversar con él durante los

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De paso, o esa extraña fascinación por los vestíbulos

Hay algo en lo que Tayde Bautista y yo estamos de acuerdo: los lobbys de algunos hoteles son fascinantes, ejercen una atracción extraña a la que resulta imposible sustraerse. Hablo, no solo de los fastuosos recibidores de esos hoteles de cinco estrellas con sus relucientes pianos de cola y lánguidos músicos de corbata, sino también de los de aquellos pequeños y antiguos establecimientos que intentan sobrevivir al nuevo siglo, con cierta dignidad, en los centros históricos de provincia. De estos últimos, recuerdo especialmente el lobby del Colón, un hotelito frente al cual solía pasar, todos los días, de la mano de mi madre, camino a la escuela primaria. Principiaban los setenta y Mérida, por fortuna, aún no figuraba en el

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El elogio de la Academia

Fue La ciudad y los perros la primera novela de Mario Vargas Llosa que llegó a mis manos. Recuerdo bien el libro, tanto por la edición  -un sobrio ejemplar de pastas duras y portada modernista, de la editorial Bruguera – como por el impacto que me produjo la trama. La historia, que poco tenía que ver con alguien como yo que crecía en un tranquilo hogar yucateco de clase media en los años setenta, no me la podía quitar de la cabeza. El Jaguar, Alberto, el serrano Cava y el Esclavo, todos ellos estudiantes del Colegio Militar Leoncio Prado en Perú fueron para mí, en aquella época, algo más que personajes de ficción. Los sentía tan reales que constantemente regresaba

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Bestiaria vida o la vida en las alfombras

Por Carlos Martín Briceño Tuve, alguna vez, durante mi adolescencia, la impresión de que me convertía en un monstruo. Observaba mi rostro ante el espejo y la imagen devuelta me erizaba la piel: granos supurantes, pómulos hundidos, el pelo hirsuto, los dientes chuecos. Era, en verdad, repugnante. Con esta facha, pensé, estoy destinado a quedarme solo. Lo curioso es que, a pesar de mi angustia, nadie en mi familia parecía notar aquella transformación. A mi alrededor la vida continuó como si nada. Y mientras, resignado, asimilaba mi irremediable destino onanista, mis familiares continuaron embebidos en sus ocupaciones. Llegué a odiarlos. Lo anterior se los cuento, porque, cuando terminé de leer el libro de Cecilia Eudave, “Bestiaria vida”, volví a esa

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