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Los miserables, virtud y fuerza

Sucede con Los Miserables lo mismo que con otros clásicos que han sobrevivido al juicio del tiempo: la mayoría de la gente, aunque jamás haya leído el libro, conoce la novela, sabe quien es el autor, recuerda la trama, ha visto u oído hablar del musical o la película;  es capaz, incluso, de rememorar con detalle pasajes de la historia.

– ¿Los Miserables? ¿No es aquella de la huérfana y el hombre que roba una hogaza?- preguntan -pese a que la palabra hogaza nunca aparece en la novela- cuando a la mitad de una tertulia surge el tema.

– Sí, la del rebelde y el  preso perseguido eternamente por un policía obsesivo – contesta alguien que acaba de regresar de Nueva York, donde tuvo la oportunidad de disfrutar en Broadway, de Les misérables, el musical más premiado de todos los tiempos.

Y en un instante, en lo que vacían los habladores sus copas de vino, la  obra maestra de las letras francesas del siglo XIX se ve reducida a una mezcla de Anita la Huerfanita y El fugitivo, aquel filme gringo de los años ochenta donde actuara Harrison Ford.

No es que esté en contra de popularizar las letras a través de otros medios; de hecho, el primer acercamiento que tuve con esta genial obra de Víctor Hugo fue por medio de la televisión. Corrían los años setenta y recuerdo haber visto una interesante adaptación mexicana producida por el extinto canal 13, cuando éste, dicho sea de paso, era propiedad del gobierno y sus directores intentaban hacer algo distinto a los deprimentes culebrones y reality shows de ahora. Lo que pasa es que, muchas veces, en nuestro afán por subirnos al tren de la tecnología del siglo XXI, acabamos eligiendo la facilidad en lugar de la profundidad.

Ahora bien, existiendo excelentes versiones cinematográficas de  Los Miserables, estoy seguro que más de uno se preguntará: ¿vale la pena invertir mi tiempo en leer las casi dos mil páginas del libro? Sí, por una sencilla razón: a pesar de que la literatura y el cine son artes hermanas, cada una tiene su propio código narrativo. Y así como no imagino la manera en que el director pudiera recrear las detalladas escenas de la batalla de Waterloo descritas por Víctor Hugo, tampoco puedo pensar en este último definiendo con la pluma las expresiones del actor que interprete al inspector Javert. Cine y Literatura. Cada una se disfruta de manera diferente, ninguna supera a la otra, y  a pesar de lo que digan algunos críticos pedestres, no existen reglas claras para augurar el éxito cinematográfico de alguna novela.

Los Miserables es, ante todo, una de las más ambiciosas empresas literarias del XIX. Es la gran novela romántica de Francia por excelencia. Y así como los ingleses tienen a Shakespeare y los españoles a Cervantes, los franceses, en mi opinión, tienen en la figura de Víctor Hugo, al más importante narrador en su lengua.

Compuesta  por varias anécdotas paralelas cuyos personajes en algún momento acabarán cruzándose a causa de eso que llamamos destino, la novela comienza describiéndonos la vida del obispo Myriel, un hombre bueno que, sin proponérselo, estimula la redención de Jean Valjean, el ex convicto y ladrón de panes por necesidad, que parecía destinado a morir siendo nada más que un miserable.

Pero el tema principal, contrario a lo que se piensa, no es la regeneración de Jean Valjean. Hay mucho más. Es la historia de Fantine, quien carga a cuestas el peso de la discriminación social hacia las mujeres; de  Cossete, la hija de ésta, que es la imagen misma del amor y el desamparo; de Marius, el idealista revolucionario, un espíritu liberador que antepone sus sueños por encima de todo, de Javert (el personaje que a mí más me seduce), ese gendarme que vive, literalmente para seguirle la pista a Jean Valjean. Pero sobre todo, es la historia de la Francia del siglo XIX. En sus páginas, con una poderosa fuerza narrativa, discurren acontecimientos históricos ligados a la trama, tales como la Batalla de Waterloo o la Revolución de Julio.

Los miserables es también una novela social, una fábula de denuncia que se adelanta a su época y que a casi 150 años de su publicación, sigue vigente. Tan vigente como la injusticia y la desigualdad que rige este mundo, cada vez más desigual,  en el que treinta y cinco mil niños mueren a diario por hambre.

¿Podemos vivir sin leer esta novela? Por supuesto que sí, pero quien lo haga, estoy seguro, ya no volverá a ser el mismo. Esa es la virtud y la fuerza de la verdadera literatura.

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