Cuento

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El murmullo del frío

Aquí está otra vez el frío. Viene de mi interior, lo sé. Desde ese día no he vuelto a ser la misma, aun cuando en esta ciudad la temperatura sobrepase los cuarenta grados, esta hiriente sensación no me abandona, me recorre el cuerpo, se adentra en mi torrente sanguíneo y, aunque han pasado dos años, me obliga a recordar a diario los hechos, a rememorar  la mañana, la mala hora en que te dejé en aquella trampa.       Nada más escuchar el timbre del reloj despertador y despegar los párpados, lo primero que hago es mirar tu rostro; alzo la mirada y busco tus ojos en el retrato colgado en la pared. ¡Qué me importa que lo desanconseje el psicólogo!

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Memorial de la danza del vientre o breve repaso de lo bailado

Dice Norman Mailer que los tipos duros no bailan. Quizá no he de serlo tanto, porque desde que tengo uso de razón, recuerdo haber tenido debilidad por mover el cuerpo al compás de la música. Cuenta mi madre que de recién nacido, nada más escuchar los chachachás de Jorrín amplificados en la consola Admiral de la casa, movía mis piecitos como si tuviera cosquillas. Lo mismo, oí decir, me sucedía con las cumbias  que, en tanto mis progenitores laboraban, sintonizaba la niñera en su radio portátil traído desde Chetumal. Ya en el jardín de niños, las profesoras del colegio Americano acostumbraban elegirme como el personaje principal de las verbenas, por algo que ellas llamaban “mi facilidad y gracia natural” para

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Cabeza de tortuga

Desde aquí alcanzo a escuchar a las palomas que revolotean en su patio. Como cada domingo aguardo su señal. Tuve que correr hacia la puerta y salir de inmediato, abandonando sobre el piano, los merengues que, el capricho de Obdulia embarazada, me hizo comprar. Y aún trasminado por el tufo a orines y mierda, mientras subía al auto, retrocedí hasta el momento en que crucé frente a esa casa y lo descubrí en calzoncillos y camiseta sin mangas —flaco, pequeño, calvo, pálido—,  haciéndome señas desde su diminuto jardín de caricatura, en el que a duras penas sobrevivían un rosal sin hojas y un trío de raquíticos helechos en macetones de barro. Suelo dejarme llevar por lo imprevisto. La situación, además,

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Se renta

para Lucía Deblock   —Quiere firmar el martes. La gringa se enamoró de la casa pero exige un clóset vestidor en la recámara. Llamé a una arquitecta… amiga mía… en una hora irá a verte. Afuera, una mañana luminosa contrasta con el humedal de la casa semivacía. Es sábado, tiene la boca seca, plomo en los párpados y en la cabeza que se consume sobre los hombros. Anoche, como todo el mes, estuvo bebiendo hasta la madrugada. Después de colgar, abandona la aridez de la king size y se dirige al baño. Cierra los ojos y permanece quieto, como sostenido por los hilos finos del agua fría que cae a presión sobre su piel. Se enjabona mecánicamente mientras mira, fijo,

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La llamada del abismo

Para José Baqueiro, quien me contó esta historia Nel mezo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura chè la diritta via era amarrita Dante Sólo había transcurrido un mes desde que lo contrataron cuando recibió la noticia: – La cosa anda mal, no puedo darme el lujo de pagar un administrador. Mañana es tu último día. Espero que entiendas. ¿Entender qué?, pensó, mientras observaba las orejas llenas de pelos de  su interlocutor, ese cerdo libanés que se aparecía en su cantina únicamente los domingos por la noche para ver cómo iba el negocio. Tamborileó con los dedos la superficie lisa de la barra de madera y estuvo a punto de hundirle al tipo en la frente

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La elección de Lucía

Ahora que los Legionarios de Cristo han pronunciado un mea culpa público por causa de la triple vida de su siniestro líder y fundador, me gustaría toparme con mi escuálida amiga Lucía Gómez, quien los defendía con tanta vehemencia. Fuimos juntos a la secundaria del colegio Americano, escuela privada famosa por su alto nivel de exigencia, pero menos excluyente en cuanto a la condición social de sus alumnos. Esto último disgustaba mucho a Lucía, quien soñaba con cambiarse a una institución de monjas pretenciosas que, en aquel tiempo, se daba el lujo de seleccionar escrupulosamente a sus alumnas. Mi amiga, por supuesto, había sido rechazada. Bajo el criterio de las seguidoras de Santa Teresa de Jesús, el apellido Gómez carecía

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Salón Bach

Guty Cárdenas, in memoriam ¿En qué momento el cantaor y los Peláez se agregaron a la fiesta del yucateco?  Roberto Miranda no lo sabe con exactitud. De lo que sí está  seguro es que habían bebido demasiado cuando, al entrar a servir la botella de Martell, los descubrió formando parte de una extraña escena en aquel reservado donde la bohemia solía prolongarse hasta la madrugada: dos hombres, recogidas las mangas, se enfrentaban a las vencidas; esos que ahora comparten el suelo rojo del Salón Bach, en Madero 32. Miranda se agacha, levanta y sostiene la cabeza del herido y, con la mano libre, trata de aflojarle la corbata. Durante el alboroto alcanza  a ver cómo  Rosita, Arturo Larios y el

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Los fines de semana

De esa noche recuerdo, sobre todo, la sonrisa del arlequín. Cada cierto tiempo doña Evelyn renovaba el decorado de la casa de campo y en esa ocasión, por tratarse de la época de carnaval, decidió que al cuarto de visitas le vendría bien aquella figura de cerámica cuyas pupilas resplandecían en la oscuridad. Me gustaba pasar los fines de semana con Emilio porque su madre, aparte de permitirnos beber durante todo el día mientras nadábamos en la alberca, acostumbraba tomar baños de sol portando bikinis de colores fosforescentes que hicieran juego con su piel bronceada y sus collares de madera. Nos sentábamos en las tumbonas de teka, a la sombra de los cocoteros enanos, para platicar de cine mientras la

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Abismos

Nadie podrá decirle que no estuvo al pendiente de la salud de su madre. Ahora mismo prepara los ingredientes para la papilla del almuerzo: carne limpia de puerco sazonada con hojas de orégano, verduras cocidas al vapor, un diente de ajo, pimienta y aceite de oliva; bien licuado, como le ordenó el geriatra. “No vaya a ser, Julia, que a la hora de la comida se le atore a su mamacita el bocado en la garganta y le venga uno de esos terribles ataques de tos que pueden causar la muerte”. A su lado, el teléfono con forma de labios permanece en silencio. Lo mira de reojo. ¿Hace cuánto tiempo que no sentía en el estómago el hormigueo de la

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Domingo

Por el ardor que sintió en las mejillas supuso que tendría un poco de fiebre. Distinguió en la penumbra los hombros llovidos de lunares de su mujer y se llenó de tristeza: lucía tan hermosa en la placidez del sueño que tuvo la seguridad de que cualquier hombre sería capaz de amarla. Con cuidado, se puso de pie y fue hasta el baño con la esperanza de encontrar, detrás del espejo, el frasco de las aspirinas importadas. Estaba de suerte, así que ingirió dos píldoras de un solo golpe. Luego se entretuvo buscando una revista de la canasta de mimbre y se sentó en el inodoro. La voz aguda de Rebeca vino desde el cuarto: Qué pasa, por qué te

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