para Lucía Deblock
—Quiere firmar el martes. La gringa se enamoró de la casa pero exige un clóset vestidor en la recámara. Llamé a una arquitecta… amiga mía… en una hora irá a verte.
Afuera, una mañana luminosa contrasta con el humedal de la casa semivacía. Es sábado, tiene la boca seca, plomo en los párpados y en la cabeza que se consume sobre los hombros. Anoche, como todo el mes, estuvo bebiendo hasta la madrugada. Después de colgar, abandona la aridez de la king size y se dirige al baño. Cierra los ojos y permanece quieto, como sostenido por los hilos finos del agua fría que cae a presión sobre su piel. Se enjabona mecánicamente mientras mira, fijo, la cenefa de mosaicos de talavera que ella escogió para adornar las paredes del baño.
Azul, amarillo, flor; azul, amarillo, flor; azul, amarillo… repite bajo la regadera, en tanto esboza una mueca de ironía. Su vista alcanza las hojas marchitas de la buganvilla que crece junto a la ventana: desde que Loreto se marchó, nadie se ocupa del jardín. Tensa la mandíbula, comienza a soltar puñetazos contra la pared: las gotas que escurre se tornan rojas.
La arquitecta resulta ser una rubia espigada más o menos de su edad. La recibe en la sala, donde ya no queda ningún mueble. Hay algo en ella que lo molesta. Tiene la piel bronceada y los huesos largos. Ese aire de seguridad que emana, la impertinencia cítrica de su perfume. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo. Será porque se ha aparecido interrumpiendo su tercera cerveza, justo cuando se disponía a terminar de curarse la cruda. Grandes lentes oscuros le cubren buena parte del rostro.
—Bonita casa. Entiendo que la va a rentar y necesita hacer unos arreglos de urgencia.
—No se fije en el desorden
Mientras camina, la mujer se despoja de los lentes y cruza los brazos sobre el pecho. Avanza por el pasillo con cuidado para no tropezar con los cuadros descolgados que se apoyan contra la pared. Recorre las estancias, entreabre puertas en los baños, se detiene en la cocina donde admira la campana forrada de mosaicos amarillos; asoma al patio y se toma un tiempo para observar el diseño de la alberca vacía; pasa los dedos sobre la superficie de cedro de los ventanales cerrados, imaginando, tal vez, cómo luciría la casa antes, cuando el jardín verdeaba, la cocina rezumaba olores de guisos y el sol bullía en las habitaciones.
Al tiempo que apura el resto de su cerveza, él también inspecciona. Se fija en la redondez de las nalgas, en los senos que apuesta duros bajo la blusa de lino, en la tersura de las pantorrillas moldeadas, quizá, por el ejercicio.
—Bonita casa —repite al cabo con voz tenue, pero lo bastante clara como para ser escuchada—. ¿Y exactamente qué necesita?
—Pensé que doña Teresa le había puesto al tanto.
—Bueno —titubea—. Algo me comentó —evade, tratando de ser amable.
—¿Sobre el clóset? ¿O mis razones para largarme de aquí? —con la segunda frase, el tono del hombre se ha vuelto amargo.
Ella guarda silencio y recuerda las advertencias de la corredora, como si eligiera con cuidado su respuesta: trátalo con pinzas, anda malhumorado, dolido. No desea perder al cliente, pero tampoco está dispuesta a soportar groserías.
—Falta ver el dormitorio, pero si prefiere dejamos el trabajo para otra ocasión.
El rostro del hombre se torna serio. ¡Son tan parecidas!, piensa. Con una sola frase he conseguido sacarla de sus casillas. Porque en el fondo, Loreto, la arquitecta… todas iguales, y no quería darme cuenta.
Impasible, congelada la sonrisa, permanece varios segundos hasta que, con fingida docilidad, suelta:
—Disculpe. No me siento bien. Pasé muy mala noche.
Ella simula no escuchar. Observa la venda manchada que cubre la mano del hombre.
—¿Se lastimó?
—¡Ah!, esto —levanta la mano—. No es nada —ríe abiertamente como si el malestar de la cruda hubiera cedido, por fin, al efecto relajante de las cervezas. Casi puede imaginar un “atiéndase” o “cuídese” en la mente de la mujer y disfruta su pequeña victoria, suponiendo a la arquitecta interesándose por él. Y aprovechando ese instante de vulnerabilidad, por la simpatía momentánea que cree percibir, se atreve a contar detalles de su vida cotidiana hasta al punto de insinuar la infidelidad de Loreto.
Al principio ella escucha con genuina atención, pero al darse cuenta del giro que toma la plática, se inquieta. Mira repetidas veces su reloj e interrumpe:
—Se hace tarde. ¿Vemos la recámara para tener idea de lo que necesita?
Flexómetro en mano, la mujer intenta dirigir la plática exclusivamente hacia la remodelación: las dimensiones, el espacio, el diseño…
—Que armonice con el entorno, no rompa con el estilo de esta alcoba.
A él nada de esto parece importarle. Cada vez que ella sugiere algo, se limita a encogerse de hombros con indiferencia, pero cuando explica con detalle lo que piensa hacer, el tipo corta:
—Constrúyalo como se le pegue la gana. Odio esta casa.
La atmósfera se ha enrarecido, y él nota con satisfacción cómo el temor empieza a transformar el semblante de su interlocutora.
—No necesito pormenores —espeta, tajante.
Pero el otro continúa:
—Los roperos fueron idea suya; la decoró a su antojo; quería que la casa tuviera un aire del México porfiriano. Miles de caprichos cumplidos y total, se largó. Se fue con un inglés viejo, inteligentísimo según ella. ¡Imagínate! Vino aquí mismo a cenar. ¡A beberse mi tequila!
La mujer no contesta. No se ha movido desde que su cliente empezó a hablar. Con la mirada busca la puerta anticipando una partida urgente.
—¿Por qué tan callada?
—Tengo que irme.
—Todavía no puedes irte. Me agrada conversar contigo —dice al tiempo que cubre con su cuerpo la puerta de la habitación—. No hemos terminado.
Ella da signos de perder la compostura, estruja con fuerza el flexómetro que lleva en la mano, retrocede unos pasos, no deja de ver hacia la puerta y trata de salir por un lado.
—Me esperan en el auto.
—Sólo quiero que me escuches un momento.
—¿Me permite pasar?
—Un minuto…
—¿Me permite?
—¡Te digo que es sólo un momento!
—¿Quiere hacer el favor de quitarse del camino? Me esperan —repite pausadamente, alta la voz, tratando de mantenerse firme, sin despegarle la vista de encima al tipo— en el auto.
El hombre se le acerca, le impone la mirada como si la obligara a verlo de frente. Sonríe. Le llega un vaho de ese perfume que ahora reconoce exactamente igual al de Loreto: cítrico, cínico. “Igual de puta y mentirosa.”
—¡Déjeme pasar, se lo exijo!
Pero no hace caso, oye el ruego de la mujer como a lo lejos. Experimenta el agobio de los celos y el ritmo de su respiración se acelera. Hay calor en el rostro y las orejas. Tiene la sensación de que esto le está sucediendo a otro, que no es él quien se interpone entre la mujer y la puerta, sino alguien con los puños colmados de despecho. Una ola densa lo revuelca, entume sus sentidos, mientras escucha, desde algún lugar remoto, la súplica distante, inútil, de su Loreto.