Ahora que los Legionarios de Cristo han pronunciado un mea culpa público por causa de la triple vida de su siniestro líder y fundador, me gustaría toparme con mi escuálida amiga Lucía Gómez, quien los defendía con tanta vehemencia.
Fuimos juntos a la secundaria del colegio Americano, escuela privada famosa por su alto nivel de exigencia, pero menos excluyente en cuanto a la condición social de sus alumnos.
Esto último disgustaba mucho a Lucía, quien soñaba con cambiarse a una institución de monjas pretenciosas que, en aquel tiempo, se daba el lujo de seleccionar escrupulosamente a sus alumnas.
Mi amiga, por supuesto, había sido rechazada. Bajo el criterio de las seguidoras de Santa Teresa de Jesús, el apellido Gómez carecía totalmente de alcurnia. La pobre nunca llegó a cumplir su anhelo de portar la falda café a cuadros y los grotescos suecos del uniforme de las niñas bien de la ciudad.
Quizá por eso, con el paso del tiempo, cuando tuvo la oportunidad –y el dinero – de inscribir a su único hijo en un colegio privado, escogió el Instituto Cumbres, el más exclusivo de todos. Su nene no iba a padecer las frustraciones que ella había vivido.
– Para que se relacione desde chico – me dijo, cuando coincidimos en la estética donde me cortan el pelo y le hacen a ella la pedicura.
– Es una escuela maravillosa – agregó, sin dejar de tomar su coca light. (Lucía es adicta a todo lo bajo en calorías) -.Tratan a tus niños súper bien, las clases son bilingües, estudian con pura gente conocida, el nivel académico altísimo. Ah, y lo más importante: inculcan unos valores in-cre-í-bles. Deberías considerarlo para tus hijos.
Sin voltear a ver, porque hacerlo significaba arriesgarme a un tijeretazo, solté:
-¿Con esos pederastas? ¿Qué no sabes lo de Maciel?
De no ser porque la detuvieron las señoras allí presentes, estoy seguro que ella me hubiese hundido las tijeras en el cuello. Parecía que hubiese ofendido al mismo Jesucristo. Me puse de pie y salí aprisa, sin esperar los cortes finales.
Ese fue el punto de quiebre de nuestra amistad. Después de esa tarde, cada vez que me la topaba, Lucía evitaba abiertamente mi saludo.
Pasado un tiempo coincidimos en la sala de espera del aeropuerto de la capital. Vino directamente hacia mí.
– ¿Sin rencores? – Me saludó de beso en la mejilla
– ¿Lucía? – dije, sin poder evitar mi asombro.
– No me veas así. Vengo de un maravilloso congreso de la familia legionaria.
– Ya veo.
– Saber perdonar es una de las enseñanzas de nuestro Padre.
– ¿Jesús? – pregunté, inocente.
– ¿Cómo crees? Marcial Maciel. ¡Acaba de darnos una hermosísima conferencia sobre el poder purificador del perdón!
Quedé en silencio. Supe, desde ese momento, que estaba totalmente enajenada. La habíamos perdido. Llamarle “nuestro padre” a ese cabrón cuando se habían ventilado ya las primeras demandas de sus abusos, era demasiado. Me dio lástima. La vi alejarse por la escalera eléctrica, graznando, junto con otras señoras tan flacas como ella, y a las que sólo faltaban picos y plumas para trocar en garzas.
Han pasado unos meses desde ese encuentro. Esta mañana el espejo me increpó. Tengo el pelo demasiado largo.
– Qué casualidad – dijo, con calculada ironía, la recepcionista de la estética de siempre – La señora Gómez también viene esta mañana.
Y mientras la espero, escojo las mejores palabras para consolarla. No quiero que suenen a burla. Después de todo, el perdón allana el camino al cielo.