Cuento

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Round de sombra

Soy un charlatán de éxito —continuó—. He                                                                                                        conseguido hacer circular mi mercancía. Pero                                                                                                                      ¿sabe usted qué es? Es carton-pierre. Henry James, La lección del maestro No era la misma, el tono de su voz la delataba —lento, pausado—, haciendo sentir que, a pesar de la tranquilidad impuesta a sus palabras, podía hurgar bajo mi apariencia para dar con el verdadero estado de ánimo. —Sea honesto, Joaquín. ¿No le intimida encontrarse con ella? Un silencio incómodo se estableció entre nosotros. Pude escuchar en la bocina el ritmo de su respiración. Debí haber salido con la verdad: las momias nunca me han asustado y menos una como su madre, prócer de Guanajuato. Pero no iba a poner en riesgo la

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Revancha

Carlos Martín Briceño   Había pasado más de una hora desde que se fuera el último paciente de la tarde, pero al doctor James Tennyson le costaba trabajo abandonar su consultorio para dirigirse a casa. Le resultaba imposible dejar de darle vueltas al asunto. ¿Para qué había luchado tanto en un país que no era el suyo? ¿Para qué tanto sacrificio? ¿Para que ella acabara  con un maldito negro? Tenía ya cincuenta y nueve años y un marcapasos que a duras penas le ayudaba a conservarse activo; su Carolyne había muerto el año anterior con el estómago devorado por el cáncer, y ahora esto: Elizabeth, su única hija… Abrió una botella de scotch y estuvo bebiendo en la penumbra de

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Corazonada*

2 de octubre de 1927   —Vamos a ver, Augusto, ¿adónde crees que vas a ir en ese estado? ¿Ya viste cómo está el tiempo? ¡Tan siquiera espera que amaine! Desde el vano de la puerta de la habitación, los brazos en jarras, doña María trataba de convencer a su hijo de no salir de casa. Guty, que había comenzado a vestirse y a preparar su maleta, la miró entre azorado y divertido. Le costaba trabajo entender que a estas alturas, a sus casi veintidós años, cuando comenzaba a cosechar en la capital sus primeros éxitos como artista, ella lo siguiera tratando como a un niño. Cierto, tenía una gripa del carajo, una infección que hasta hace unas cuantas horas lo

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Made in China

Para Raúl Ferrera Balanquet El pueblo, y sólo el pueblo, es la fuerza motriz que hace la historia mundial Mao Tse-Tung La guitarra de Pat Metheny y el rítmico movimiento del Honda eran un alivio para su agotamiento. Estirado en el asiento del copiloto, Federico escuchaba los juegos de cuerdas entrecerrando los ojos. Era su tercer día en China y no lograba reponerse del jet lag. Diecinueve horas de vuelo en clase turista, en un Boeing 757 atestado de chinos e indios fue demasiado. A mitad de la travesía, el olfato se le había impregnado de sudores ajenos. Ni siquiera el enigma del más reciente libro de Henning Mankell, y su insaciable sed de vodka, habían podido aminorar su incomodidad.

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Dios los cría

No alcanzaba a comprender cómo es que Ivette era tan fresca. Le parecía mentira que esta noche pudiera beber y departir con los demás como si nada, cuando los niños se hallaban al cuidado de esa extraña que, desde el primer día, se mostró excesivamente cariñosa. —Están encantados, doña Luz es una bendición. No sé por qué cuestionas todo, envejeces antes de tiempo. Quizá su esposa tenía razón. Ya no le entusiasmaban como antes estas reuniones de seudointelectuales en las que se daba cita “todo el mundo”. Tampoco le seducía escuchar las peroratas de las “grandes figuras” que llegaban de la capital invitados por el organizador de estas tertulias. Ivette, en cambio, parecía necesitar cada vez más de esta parafernalia:

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Juan Villoro en Yucatán o los motivos del ornitorrinco

Avenida Colón 501. La casa de doña Estela Ruiz Milán, madre de Juan Villoro. Me sorprende descubrirla todavía de pie, en medio de los escombros que la circundan. El Gobierno ha decidido demoler varias de las antiguas residencias cercanas al Paseo de Montejo para construir un nuevo Centro de Convenciones. Está intacta: su fachada amarilla, el balcón de piedra y el pequeño porche que a Juan lo hicieron pensar en Nueva Orleáns. Pregunto a un albañil cuándo la tirarán. Tenemos orden de respetarla, dice, y sigue su camino sin reparar en mi asombro. Faltan el flamboyán encendido y la mata de mango calcinada, pero en su lugar, una altiva palma real, agitada por una repentina y fresca brisa, se yergue

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45 grados: crónica de mi primer viaje a Uxmal

Evoco, ahora que la ocasión es propicia, la primera vez que visité Uxmal. Tendría ¿seis?, ¿siete años? Para el caso es lo mismo, los recuerdos de la infancia, al llegar a la adultez, se difuminan y entremezclan en los matorrales de la memoria. Recuerdo el viaje familiar a Chetumal en el Chevelle dorado, la salida al amanecer y el griterío de los káues que habitaban las copas de los tupidos flamboyanes de la Avenida Aviación. Entonces no había autopistas en el sureste de México, y para llegar a nuestro destino, papá debía conducir por una angosta carretera de doble vía esquivando tráileres, zigzagueando ante los cráteres lunares de la carpeta asfáltica, aminorando la velocidad cada tanto por causa de los

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La utopía extraviada

                                                                                                                   Para Óscar Sauri  Me pregunto qué negocio es éste en que hasta el deseo es un consumo.  Silvio Rodríguez   —¿Le gusta? Yo estuve allí, en la Plaza de la Revolución, el día en que Korda tomó esa foto. La voz del viejo se dirige al hombre que, vaso en mano, contempla absorto el retrato iluminado por las veladoras sobre el esquinero de caoba convertido en altar. —Me la obsequiaron después, en una celebración del partido. Un año que logramos una zafra histórica —agrega el viejo. El hombre sonríe, se acomoda los lentes y se acerca para ver mejor. Observa la boina con la estrella, los ojos extraviados, la melena rebelde, esa camisa cerrada hasta el cuello, y le

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Una larga estación de felicidades

Nada más atravesar la puerta, Adolfo se topó con los ojos cafés, vivos y grandes, de una joven de tez oscura y sonrisa fácil que lo miró de arriba abajo y con tono complaciente soltó buenas tardes, siéntese, el doctor lo recibirá en unos minutos. En ese momento, como si esa voz abriera un dique que liberara un río dentro de su organismo, el corazón le comenzó a bombear con fuerza, haciendo que la sangre fluyera, rápida, por sus venas. Nunca fue de su gusto ir al médico, menos ahora que el fantasma de una enfermedad aparecía terco, amenazante, presto a carcomerle el organismo, listo para acabar con ese cuerpo que comenzaba a parecerle distante y que solía cuidar desde

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«Quizás, quizás»

Entonces tenía diecinueve, estudiaba Derecho igual que tú y recién me habían contratado en la misma dependencia de gobierno donde Elsa asistía al Delegado, un dinosaurio de la vieja guardia priista —gordo, sudoroso, velludo, siempre de guayabera—, al que apodaban el Mataperros, de quien se contaba que había asesinado, a punta de batazos, con todo y dóberman, al peor de sus detractores cuando éste hacía jogging en la reserva ecológica. Más tardé en invitarla a tomar una copa y Elsa en responder “un día de estos” —sin levantar la vista de su Olivetti ni dejar de escribir en su cuaderno de taquigrafía— que mi jefe en advertirme: no te metas con ella, yo sé lo que te digo. Sin mayores

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