Soy un charlatán de éxito —continuó—. He
conseguido hacer circular mi mercancía. Pero
¿sabe usted qué es? Es carton-pierre.
Henry James, La lección del maestro
No era la misma, el tono de su voz la delataba —lento, pausado—, haciendo sentir que, a pesar de la tranquilidad impuesta a sus palabras, podía hurgar bajo mi apariencia para dar con el verdadero estado de ánimo.
—Sea honesto, Joaquín. ¿No le intimida encontrarse con ella?
Un silencio incómodo se estableció entre nosotros. Pude escuchar en la bocina el ritmo de su respiración. Debí haber salido con la verdad: las momias nunca me han asustado y menos una como su madre, prócer de Guanajuato. Pero no iba a poner en riesgo la posibilidad de relacionarme con Patricia Santiesteban, multipremiada, doctora Honoris causa por varias universidades de la Ivy League; única mexicana, según la solapa de su novela más reciente, traducida al ruso, al bretón, al zulú, al euskera y a algunos idiomas más de los que en la vida había oído nombrar.
—Que sea una escritora de éxito, en vez de ponerme nervioso, me entusiasma.
—Algunos se cohíben —insistió Jimena, con una vocecita aguda, infantil.
Pinche promotora cultural tercermundista… ¿Cómo te atreves a pensar que no seré capaz de alternar las sesiones de un taller de literatura con tu célebre mamacita? ¿Y mi último libro, Las tentaciones del ave y otras historias, una colección de relatos eróticos que la crítica capitalina calificó de “botones literarios que rompen con la forma tradicional del género”?
Hice acopio de paciencia y, modulando la voz, solté a la fundadora del centro cultural “Patricia Santiesteban” mi supuesta admiración por su progenitora. Le dije cómo coleccionaba sus obras desde mis años universitarios y que me habían fascinado.
—Fue su Elegía al hombre la que me llevó a convertirme en escritor. La novela cayó por casualidad en mis manos. De no haberla encontrado —añadí con calculadas pausas—, pasaría la vida en una triste oficina como muchos de…
—Ya sé —cortó de improviso mi discurso—, algo similar dijo la otra escritora, esa que pertenece a tu grupo y, ya viste, me dejó plantada, nunca llamó.
Contuve la risa. Estuve a punto de soltar la verdad, que nada tuvo que ver Yolanda —una poeta de nalgas apetitosas a la que le sobra dinero y falta talento— y que yo, para agenciarme esta oportunidad, me había encargado de evitar ese telefonema. Pero no estaba loco, así que una vez más escogí la cortesía.
—Sabes cómo son los poetas… enamorados, soñadores… no sabemos si los excitan la luna, las mareas o los trenes… todo se les olvida. En cuanto a las poetas, el alma femenina siempre las pierde. En mí puedes confiar, no es la primera ocasión que realizo un proyecto de este tipo.
Suficiente.
El tono de su voz se dulcificó y volvió al tema que realmente le interesaba a la muy mercenaria: el precio a cobrar a las viejas ociosas que ya habían confirmado su asistencia, atraídas por el nombre del candil literario de su madre.
Cuando colgué sentí como si hubiera ganado por puntos el primer round de una pelea de box. Fui al cuarto y escogí una combinación de ropa que ayudase a dar la impresión de ser un intelectual de buena cuna, como los falsos personajes construidos por Patricia en sus novelas: camisa blanca de algodón egipcio, pantalones beige de gabardina, mocasines italianos. Me acerqué a la ventana. Ya era hora de ir pensando en dedicar más tiempo a la literatura. Encendí, como despedida, el resto de una bacha de marihuana. Afuera, el cielo comenzaba a tornarse grisáceo.
Pensé en Patricia. Traté de entender por qué alguien que hereda una fortuna, vende libros como zapatos en barata y cobra un dineral por presentar sus “cápsulas” anodinas en el noticiero de más rating de Multivisión insiste en navegar con esa bandera rojilla que causa tanta controversia entre sus seguidores. No parece importarle que sus contemporáneos hayan abandonado el barco de la izquierda ni que estemos en pleno siglo XXI. Tal vez lo hace, reflexioné, porque sigue obedeciendo la regla principal de la vieja intelectualidad burguesa: despotrique en contra de la oligarquía, pero hágase de un pisito en París o un penthouse en Nueva York, desayune huevos con caviar y beba sólo Perrier. En realidad cómo viva me tiene sin cuidado. Detesto sus novelas y nunca la he considerado más que una escritora light.
Desde La solidez del espectro —y en esto un montón de gente estamos de acuerdo— no ha escrito nada que valga la pena. Todo mundo sabe que su dinero le permite contar con la ayuda de ghost writers, negros encargados de rescribir sus libros, que dejé de leer con la aparición de su soporífera Isolda, la historia de su alter ego y por la cual recibió el ¡Premio Nacional de Literatura!, como si las letras mexicanas pudieran resumirse en la vida de una vieja artista libertina que contrata a un novel escritor para transcribir sus memorias.
Mi principal interés era que su nombre apareciera junto al mío en la publicidad del curso, que los periódicos nos sacaran fotos juntos, que diéramos entrevistas al alimón, que los críticos me identificaran con ella. Me serviría para conseguir una extensión de la beca del Consejo de Cultura y acercarme a Venera, la editorial española que imprimía cuanta intrascendencia escribiera o recomendara la diva. Mi novela Los territorios de la noche, a la cual dediqué cinco años, estaba lista y relegada desde hacía tres. Una recomendación de la Santiesteban y la editorial se interesaría en ella.
¿No fue así como lograron entrar por la puerta grande los mediocres Cristina Sotomayor y Juan Camilo Fernández?
Di el último toque al resto de la diminuta bacha que sostenía entre los dedos y abrí la ventana para que la habitación se ventilara. Comenzaban a encenderse las luces de la calle. El aire fresco circuló por el departamento. Miré mi reloj: tenía menos de una hora para llegar a la cafetería que acordamos.
De cerca, enfundada en un vestido escotado de manta cruda —lechosa, casi cerúlea por el maquillaje, el pelo escaso y platinado, los ojos dormidos—, Patricia lucía mucho más vieja de lo que las cámaras televisivas dejaban ver. Con aquel estrafalario collar de lapislázuli pendiendo de su apergaminado cuello parecía un decadente personaje de Fitzgerald. Ella misma era su Isolda. Dije buenas noches, me acerqué a Jimena para darle un beso en la mejilla y me abstuve de hacer lo mismo con la momia para evitar un desaire, pues noté que mi llegada no le mereció dejar el flan napolitano que ella y un niño rubio de ojos dormidos —la inequívoca marca Santiesteban— devoraban con avidez.
—¿Y este muchachón? ¿Es tu hijo? —le pregunté a Jimena y tomé asiento junto a su madre.
—La gente dice que nos parecemos.
—Igual de guapo que la mamá y la abuela —agregué, con ánimo de halagar el oído de la matriarca; no obtuve resultado.
—Mamá —tuvo que intervenir Jimena—. Joaquín de Pedro, el escritor del que te hablé.
—Ah, mucho gusto —dijo la grande, sin soltar la cuchara y dirigió un momento el azul cielo de sus ojos de borrego hacia mi cara, casi sin mover el rostro.
Esbocé una sonrisa obsequiosa que fue correspondida con una mueca forzada. Entonces Jimena, acostumbrada a lidiar con los desplantes de su madre, intervino. Comenzó por hablar del Poliforo Cultural, de las funciones de teatro alternativo, de las clases de yoga y cocina macrobiótica que tenían cada vez más adeptos. Yo, ocasionalmente, aportaba frases que reforzaban sus comentarios, pues me di cuenta de que la luminaria nacional no había sido informada de nuestros planes. Ella y el nieto, mientras tanto, se ocupaban de un segundo flan. La cuchara iba y venía con un ágil vaivén. Así transcurrieron unos minutos hasta que Jimena tocó el tema del círculo literario.
Dijo que un grupo de señoras había solicitado insistentemente un taller de letras. Subrayó, como era de esperarse, que estaban dispuestas a pagar lo que fuera con tal de que Patricia Santiesteban lo impartiera.
—Mueren por conocerte, mamá —finalizó.
Fue en ese momento cuando la insigne dejó de ocuparse del postre y dirigió a su hija una mirada punzante.
—¿Por qué me ves así? Ya sé cuánto te molesta que haga compromisos sin consultarte.
—No lo parece.
—Déjame terminar, he pensado que Joaquín sea el titular del curso. Sólo tendrías que venir una vez por bimestre a supervisarlo y, de paso, a convivir con las alumnas.
—Entonces, ¿para qué me necesitas, hijita? ¿No basta el currículum de tu amigo?
Cuando escuché esta frase decidí intervenir. Era lógico que la diva cuestionara mi trabajo, pero, ¿por qué carajos ni siquiera se dirigía a mí? Rápidamente hurgué en mi portafolio y coloqué sobre la mesa Las tentaciones del ave y otras historias. El libro brilló con sus tonos azulosos sobre el mantel blanco.
—¿Tuyo? —lo ojeó sin esperar contestación.
Expectante, apoyé mis codos sobre la mesa, entrecrucé los dedos de las manos y me puse a girar los pulgares, uno alrededor del otro, a la espera del veredicto.
Jimena se levantó a darle el postre al niño que había comenzado a emitir chillidos y a aporrear la cuchara. Patricia continuó revisando el volumen. Rasgó la portada con sus garras, leyó atenta mi exigua biografía en la segunda de forros, y la síntesis y comentarios —pagados— de mis colegas en la contraportada. Escogió algunas páginas al azar y se abstrajo leyendo, sin prestar mayor atención a la perorata con la que Jimena intentaba romper su silencio. Sólo despegó sus párpados dormidos un instante del libro para limpiarse, con un gesto de repugnancia, una gota beige con la que el chillón había pringado el ribete artesanal de su vestido.
Tras unos minutos habló el oráculo:
—Hay talento, no necesitan de mi ayuda.
Quedé boquiabierto. ¿La gran Patricia Santiesteban me estaba dando el espaldarazo o simplemente quería librarse del compromiso?
Nada más escuchar a su madre Jimena arremetió enseguida:
—Te equivocas, mamá. Aunque Joaquín fuera el mejor escritor de México, necesitamos que vengas. Lo sabes perfectamente. Tu nombre aparece ya en los pósters y en los anuncios del periódico.
Patricia suspiró, dirigió nuevamente las pupilas al rostro de su hija y meneó lentamente la cabeza. Jimena buscó mi mirada. No hubo necesidad de decir más, el trato estaba hecho. Me alegré al pensar en todos los beneficios que podría obtener con la cercanía de la escritora. Acto seguido, llamé al mesero y pedí un helado doble. Eran la ansiedad y el monchis.
El martes siguiente me presenté en el Poliforo Cultural para impartir la primera sesión. La sede, una casona de fines del siglo diecinueve, recién restaurada por el despacho de Augusto H. Álvarez —con el dinero de la diosa, por supuesto—, había quedado a la altura de las pretensiones de su dueña. Pisos de pasta, techos de teja francesa, pesados ventanales de cedro rojo que lucían como si el andar del tiempo nunca hubiera transitado sobre ellos. Jimena apareció con una cafetera humeante y una bandeja de panecillos de linaza en las manos.
—Servicio para tus alumnas —comentó.
Instantes después tomé asiento en la cabecera de una larga mesa donde me aguardaban siete mujeres maduras. Las carnes magras, el pelo recogido al estilo de las bailarinas del Royal Ballet de Londres, los labios abultados y el rostro anguloso, como si todas hubieran sido tasajeadas por el mismo cirujano plástico: el tipo de señoras que hace pilates y frecuenta clínicas de rejuvenecimiento. Rápidamente hice cuentas. Si lograba mantener interesadas a estas pájaras cobraría nueve mil pesos al mes por cuatro horas de trabajo a la semana, mucho más de lo que ganaba en el periódico, rajándome el lomo el día entero.
Para esa tarde escogí los relatos “Paraíso celeste”, de Tabucchi y “Tierra dorada”, de Faulkner. Con el primero, ambientado en La Toscana, y que transcurre en la residencia de campo de una pareja de aristócratas, mis discípulas, acostumbradas a leer nada más que a Isabel Allende y a Coelho, quedaron complacidas. La cruda historia del segundo, acerca de un businessman del Beverly Hills de los años treinta, las perturbó. La que parecía la más sagaz, María Alejandra Bostelmann, una rubia cincuentona con la mirada envolvente de Michelle Pfeiffer, que dijo haber pasado la mitad de su vida en San Francisco y ser devota lectora de Sidney Sheldon, los calificó de “deliciosos”.
—Nada de indios o folklorismos —me había advertido Jimena—. Se trata de que disfruten, no vienen aquí a cambiar el mundo.
“No, claro que no, vienen a hacerte más rica, judía…”
Preferí callar y seguir el consejo. Mi objetivo era otro. Y ella conocía mejor que nadie a las ovejas: llevaba meses trasquilándolas sin problema.
Dos martes fueron suficientes para darme cuenta de que cualquier escritor que no hubiera sido entrevistado en Marie Claire valía menos que un cero a la izquierda para mis alumnas. Pérez Reverte, Ángeles Mastretta, Antonio Muñoz Molina, Dan Brown y la mismísima Patricia Santiesteban figuraban entre sus autores de cabecera. Quedaban excluidos, de acuerdo con una broma que soltó la Bostelmann, Onetti “por depresivo”, Rulfo “por rústico” y Borges “por complicado”.
Voraces lectoras de aeropuerto, las garzas esperaban con verdadera devoción, año con año, el lanzamiento de la novela ganadora del Premio Internacional Venera, galardón que ya le había sido conferido a Patricia por su Ronda al viento. ¡Les parecía tan chic discutir la trama en sus clubes de lectura!Por ende, aunque durante tres horas estuvieran atentas a mis explicaciones en el curso, yo no existía como autor. Era sólo el ayudante, el patiño de la afamada a quien habrían de conocer tarde o temprano. En cuanto a Las tentaciones… ni por asomo habían oído hablar del volumen. Tampoco intenté endilgárselos: ya habría tiempo.
Jimena —aunque ahora lo desmienta— no se podía quejar de mi actuación. Desde un principio logré el propósito para el que fui contratado: que las madames se la pasaran bien, que desentumieran sus facciones gélidas y, sobre todo, que aguantaran el lapso necesario antes de la visita de la gloria de las letras mexicanas. La prueba de mi éxito fue que al término del primer mes, todas, sin excepción, refrendaron con billetes su voluntad de continuar.
No fue sino hasta la séptima sesión cuando la insigne se dignó a aparecer. Estábamos a la mitad de la lectura de “Un canario como regalo”, de Hemingway, cuando Jimena irrumpió en el salón y avisó que su madre acababa de llegar a la ciudad.
—Viene para acá —dijo, asumiendo nuevamente su papel de mesera complaciente para dejar una fuente con zarzamoras deshidratadas sobre la mesa.
—¿Por qué no nos avisaron con tiempo?
—Mira nada más en las fachas que nos va a encontrar.
—Pudimos haber traído algo para obsequiarle.
—Al menos sus libros para el autógrafo.
—Una cámara para sacar una foto del grupo.
Estaban desconcertadas, sobre todo la Bostelmann, que alegó falta de organización; parecía que Jimena hubiera dicho: señoritas, alístense que vamos a recibir al Papa, y como a ninguna pareció interesarle ya el destino de la elegante estadounidense que viaja en tren hacia París, cerré el libro y dije que podían tomar un descanso. Minutos después, vestida de lino blanco y con un collar de perlas en el pescuezo, hizo su aparición la estrella.
Confieso que fui el más sorprendido con su charm y elocuencia cautivadora. Sabe bien el cerdo dónde se rasca, pensé, cuando la vi departir con esa sonrisa permanente y una disponibilidad total para contestar cuanta insulsez le fue referida. No había en ella rastro que recordara la insolencia de nuestro primer encuentro. ¿Abandonaba en verdad su pose de diosa o sólo la disfrazaba en consideración a su hija? Al término de la charla, luego de empalagosos besos, abrazos e interminables despedidas, aprovechando que Jimena daba instrucciones al velador del recinto cultural, resolví dirigirme a Patricia. Era hora de comenzar a ver por el futuro de Los territorios de la noche.
—Le agradezco su paciencia, los autores de su nivel no suelen ser tan accesibles —dije con un tono de voz estudiado que intentaba ser amable.
—No tengo ningún mérito. Son lindas pero ¡tan naives! Me hicieron las preguntas de siempre.
Sabiendo que no hay autor que se resista a hablar de él mismo, comenté:
—¿Y qué tal le ha ido a su último libro?
—Va en la sexta edición.
—¿Sexta?
—Sí… en menos de un año. Y eso que no quedé satisfecha con el desenlace, pero a veces hay que hacer concesiones con la editorial.
Al oír la palabra editorial de su propia boca tuve que contenerme para no brincar de gusto. La diosa allanaba el camino.
—Bueno, ellos cuidan su inversión. Sobre todo Venera, que es el sueño de cualquier narrador…
—Supongo que sí, nunca me he detenido a pensar en eso —soltó como si estuviéramos hablando de cuál supermercado vende las frutas más frescas.
—El libro lo disfruté mucho —mentí, pues sólo había leído la destructiva reseña de Palabras en rebeldía—. Es una de sus mejores obras.
—¿Te parece?
—Sí, es una gran novela. El poder de su prosa me sorprende. Asombra la manera en que va dibujando los personajes y cómo sostiene la intriga a lo largo de sus casi trescientas páginas —añadí, utilizando las mismas frases que empleé para reseñar recientemente, en Travesías Sur, la última novela de Ian McEwan.
—¿Qué vuelta de tuerca le hubieras dado tú al final? —preguntó y, por primera vez en toda la tarde me miró directo a los ojos con sus pupilas azul cielo cargadas de malicia.
Tragué saliva, me sentí como alumno en examen de grado. Casi podía sentir la sudoración de mis sobacos. La vieja, indudablemente, me estaba poniendo a prueba. ¡Qué carajos iba yo a saber! En nada estuvo que reventara a nerviosas carcajadas frente a ella. Recordé la feroz crítica de Robert Domínguez Limberth y me aferré al único personaje que al tipo le pareció rescatable de la historia: la sirvienta que cuenta algunos sucesos como un narrador omnisciente, pero sin tener conciencia de lo que dice.
—Quizá yo hubiera terminado con la voz de la sirvienta… —aventuré a comentar.
—¡Exactamente! ¡Así es como lo había hecho! —alzó emocionada la voz—. Pero a los de Venera no les pareció. Querían, cómo decirlo, algo más esperanzador… y quedó tal cual lo habrás leído. Te felicito. Confirmo lo dicho: hay talento.
Sonreí abiertamente. La suerte estaba de mi lado. Había triunfado también en este round. El adversario había hecho una finta, un jab con la zurda para que la diestra acabara enterrada en mis costillas, pero logré eludir el golpe con agilidad. Patricia me dedicó una sonrisa y vi cómo se le marcaron aún más las patas de gallo alrededor de sus ojos. En mi mente le di gracias a San Robert y me preparé para soltar lo de mi novela. Difícilmente iba a encontrar mejor ocasión en el futuro.
—Maestra, no quiero parecer encajoso, pero lo que dije sobre el asunto de Venera es cierto: es el sueño de cualquier narrador. Alguna vez tuve contacto con ellos, pero sentí que todavía no estaba listo. El caso es que ya he construido una trayectoria, tengo lista una novela…
—Para, muchacho, para. Ya sé hacia dónde vas. Mándasela impresa a mi asistente. Veré qué puedo hacer. Por lo pronto hazme un favor: ve a buscar a mi hija, estoy cansadísima.
Llegué a mi departamento poco antes del amanecer. Emocionado por la posibilidad de ingresar al catálogo de Venera me entretuve bebiendo en un bar del centro histórico hasta que cerraron. Los planes bullían por mi cerebro. Si las cosas se daban favorablemente pronto iba a salir del anonimato al que están condenados cientos de escritores en provincia. Por fin dejaría de gastar parte de mi sueldo en DHL, pues no tendría que enviar nunca más Los territorios de la noche a ningún concurso. No obstante lo odiosa que era Patricia, no me pareció del tipo de gente que ofrece algo nada más para salir del paso. ¿Qué necesidad podría tener de quedar bien conmigo? ¿Hablaría en serio cuando me dijo lo del talento? Pese a lo borracho, no podía conciliar el sueño. En mi cabeza flotaban como burbujas sus palabras: hay talento, hay talento, hay talento. Casi amanecía cuando me dormí.
Después de aquel encuentro acudí con mayor interés a mis sesiones en el foro cultural. Mi relación con Jimena se hizo más sólida y el círculo literario cobró cierta importancia en la región. Incluso llegaron a inscribirse señoras de una ciudad cercana, atraídas por la fama de la Santiesteban. Jimena habló de editar un cuadernillo con los mejores trabajos de las alumnas, el cual estaría, por supuesto, cobijado por un prólogo firmado por su madre. El diseño, en papel reciclado, lo haría Vicente Verde. Eso motivó a las pájaras a esforzarse más y, debo aceptarlo, surgieron algunos textos rescatables. En cuanto a mi novela, con frecuencia recibía mensajes por correo electrónico del secretario de Patricia que, lejos de tranquilizarme, me ponían de mal humor. Aleccionado seguramente por la arpía, nunca se obligaba abiertamente a nada.
—Paciencia, señor, paciencia, estos asuntos toman tiempo, la maestra anda un poco delicada de salud y muy ajetreada con su próximo libro —solía escribir el tipo, al cual visualicé como una loca de carroza, pues acompañaba los recados con caritas sonrientes e íconos que usan las mujeres cursis en el internet.
Transcurrió un par de meses hasta aquella medianoche en que fui despertado, abruptamente, por el repiqueteo insistente de mi teléfono celular.
—¿Joaquín?
—¿Sí?
—Soy María Alejandra Bostelmann. Murió Patricia Santiesteban.
Tardé todavía un rato en reaccionar. Murió, murió. El verbo tamborileó en mi cabeza unos segundos hasta que su reverberación terminó por espabilarme. Murió. Quedé en silencio unos instantes. Murió. Encendí de inmediato la luz de la lámpara y me senté en la cama.
—No puede ser. Si estaba perfectamente bien, aún ayer la vi en el noticiero —alcancé a decir.
—Infarto fulminante, acaban de anunciarlo —respondió con una voz contenida que luchaba por no desbordarse en sollozos.
—Qué desgracia —dije con tono solemne—. ¿Ya le hablaste a Jimena?
—Sí, recién le di mis condolencias. Está destruida.
—Me lo imagino, Alejandra. Ahora mismo la llamo. Gracias por avisar.
Marqué el número de Jimena. Una voz tranquila me contestó enseguida. Su bueno reflejaba hastío.
—¿Jimena? Soy Joaquín. Me acabo de enterar. No sabes cuánto lo siento.
—Gracias, Joaquín. Ella te apreciaba mucho.
—Sentía por tu madre un cariño especial —mentí con descaro.
—Lo sé, Joaquín, lo sé.
—¿Te puedo ayudar en algo? —agregué por puro compromiso, acumulando más monotonía en ese intercambio de falsedades.
—Gracias. Salgo para la capital en unas horas, en el primer vuelo. Ya te imaginarás la que me espera. Chao, te hablo al volver.
La que me espera, la que me espera, repetí al apagar el teléfono. ¿A quién quiere engañar? En lo único que ha de estar pensando esta cabroncita es en la herencia y en las regalías. ¡Si hasta a la Bostelmann se le oía más afligida! En cuanto a mí… pinche momia, maldita ruca, ¿cómo se le ocurre morirse ahora? ¡Carajo! ¡Puta madre! ¡Puta madre! Apreté los puños y comencé a golpear la pared hasta que me sangraron los nudillos. Luego salí del cuarto y busqué el tequila. Necesitaba un trago con urgencia. Ya con un cuarto de litro entre pecho y espalda resolví que tenía que actuar sin alterarme. No podía permitir que la muerta, después de todo el esfuerzo que puse para mantener un buen trabajo defensivo, me ganara este pugilato por knock out. Mi última esperanza era el secretario maricón. Una vez que todo esto pasara, iría a verlo a la capital.
No tuve necesidad de viajar. Una semana después el marica se encargó de disipar mis expectativas enviando a mi domicilio un paquete. Dentro de la caja venía una carta escrita en papel de arroz en la que se me informaba, con toda diplomacia que, debido al lamentable e inesperado deceso de la llorada, quedaba sin efecto cualquier asunto pendiente con la artista. En caso de alguna duda, el firmante proporcionaba el teléfono de Jimena Santiesteban, heredera universal de los derechos de la obra de Patricia Santiesteban. En el mismo paquete venía también un ejemplar de su libro póstumo y una invitación al Palacio de Bellas Artes para la ceremonia de presentación. El acto, rezaba la invitación, estará presidido por el director de la editorial Venera, el secretario de Cultura del país y el cronista de la capital, Carlos Lascuráin.
Del olvido y más allá, un título que no dice nada, pensé al tomar el libro en mis manos, típico de la Santiesteban. Fue entonces cuando, llevado por la curiosidad, me puse a hojear el primer capítulo y sentí cómo el estómago se me iba revolviendo. Cada párrafo era un gancho dirigido a mis entrañas. Seguí leyendo y el fuego comenzó a transitar con rapidez por mi torrente sanguíneo. Descubrir aquello fue como recibir un uppercut que me dejó un buen rato inconsciente en la lona. Cuando reaccioné tiré la carta junto con todo lo demás a la basura y me senté frente a la computadora. Por mí, Lascuráin y compañía se podían meter sus ceremonias por el culo. Patricia estaba muerta, bien muerta la hija de puta plagiaria. Entonces me dediqué a escribir esta historia que, hasta el momento, ningún periódico ni revista importante ha aceptado publicar. Mis colegas capitalinos se niegan a enfrascarse en una lucha “inútil” —así es como la llamaron— contra la impostora. Culeros. No tengo otro remedio que subir estas letras al reducto del ciberespacio. Me lleva la chingada. En este país nadie habla mal de los muertos.