Cuento

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Zona libre

«En casa esperaron las noticias del viaje (Agustín Labrada)» Una mujer de vestido rojo levanta el pulgar pidiendo aventón. Era peligroso detenerse en aquella desolada carretera; él lo sabía, pero prefiere arriesgarse antes que continuar el viaje cabeceando. Las cervezas del almuerzo, sumadas al calor de la tarde, comienzan a provocarle un sueño graso como el puchero de tres carnes que recién ha comido en la fonda con techo de paja que le recomendaron. Y ni siquiera pensar en un descanso. No puede llegar tarde a la cita. El presidente municipal de Río Hondo fue muy claro: tres en punto, amigo, si llega después, olvídese del negocio. Sin analizarlo mucho, detiene el auto en una cuneta y espera con el

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Autoservicio

La Cherokee está detenida a un costado de la vieja carretera que lleva al puerto. Es una vía poco transitada, perfecta para las intenciones que llevan. Ya de salida, a instancias del muchacho, el hombre se animó a comprar una botella de tequila barato y unos vasos desechables. El sabor terroso de la bebida ha invadido sus papilas y comienza a marearlo. Fervoroso por el alcohol, el muchacho no ha parado de hablar desde que subió a la camioneta. Llegó hace unos días de la capital con la intención de seguirse a Playa del Carmen. Allá, dice, lo espera un empleo que le hará ganar muchos billetes verdes como animador en un All Inclusive de cinco estrellas. Bebe con avidez,

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Cabriolas

Para Beatriz Espejo Le parecen repugnantes y sucios; dice que está cansada de limpiar las heces que dejan caer desde los abanicos de techo y de oírlos durante la madrugada. Es realmente tonta mi mujer; debería estar contenta: gracias a ellos no me he ido de la casa.          Ayer, durante la cena, Ofelia hizo un berrinche mayúsculo. Un pequeño excremento blanquecino en el borde de su taza de café con leche desató su histeria. Aporreó las manos sobre el cristal que recubre la mesa:          —¡Estoy hasta la madre de esos bichos asquerosos! No hice caso. Me esforcé por no sonreír y me limité a engullir, sin levantar la vista del plato, un bocado del delicioso omelette

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Convenios

Para Raúl Rodríguez Cetina, i.m.                                                                                                                                           Stephen ha dejado una nota en el lobby del hotel avisando que vendrá a las siete. Laura me mira y, por la manera que aprieta los labios y levanta las cejas, intuyo lo que no se atreve a decirme. Entramos al ascensor en silencio. Una camarera negra

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De vuelta a La Negrita

Espigo entre mis recuerdos uno muy vívido, en tonos blanco y negro, en una época desvaída en que los años transcurrían con una lentitud incorpórea.  Trata de un sábado al mediodía, en una cantina atestada de gente  donde el barullo de los parroquianos se confunde con el chocar de las botellas sobre mesas de metal,  los arpegios de guitarra y las voces de un trío que canta melodías yucatecas. Reconozco las estrofas de Quisiera de Guty Cárdenas. El propietario del bar, un hombre robusto y de pómulos hundidos, y al que todo mundo conoce por el sobrenombre de el “Chino” Escalante, atiende desde la barra a la clientela. A pesar del calor meridano, viste guayabera blanca de mangas largas; supervisa

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El cielo perdido

Para Mónica Lavín  Iracema permaneció de pie unos segundos junto a la escalerilla del aeroplano, masajeándose las sienes, ajustándose los lentes oscuros en el calor de la tarde, sin aceptar la ayuda de su marido para descender. “Sabía que iba a afectarme”. Se pasó la mano por la frente, quejándose de un intenso dolor de cabeza que atribuyó al cacofónico zumbido del motor y al reflejo del sol desde el océano.          Ya en el bungalow, Romero fue a la ventana, aspiró el aire puro de la isla y, recostándose en el alféizar, se felicitó por su elección. Desde ahí, el exuberante jardín sembrado de buganvillas, el sendero de las orquídeas recortadas; mas allá la playa pringada de cocoteros, y

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PISO 17

Para Patricia Garma Montes de Oca   Con el primer, sorbo el capuchino que acaban de servirte se amarga en tu boca. Ricardo no te había ahorrado ningún dolor: —Acabo de verla salir del motel Venecia, iba con su jefe, en el Audi del tipo. Con el pinche sarcasmo de siempre al que llama sinceridad, dio la estocada final a tu relación. Puta madre. Ahora entiendes los pretextos de Irene, sus malos humores, las frecuentes llamadas telefónicas con la madre a altas horas de la noche, los llantos irracionales, sus largos silencios, la causa de tanto rechazo. ¿Cómo fuiste tan pendejo? Ya era extraño que en esa compañía publicitaria, en la que sólo la emplearon por ti, se interesaran tan

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Día de feria

Cuando sales del cine, el sol te pega de lleno en los ojos saturados de tres horas de matiné.  Después de todo, valió la pena, piensas mientras palpas en los bolsillos de tus pantalones cortos lo que resta del dinero que tomaste de la cartera de tu papá.  La tarde de domingo es tuya: habrás de gozarla plena. Con sólo cruzar la calle te encuentras inmerso en la feria; ríes e imaginas la cara que pondría tu mamá al verte comprar ese enorme algodón de azúcar  antes del almuerzo.  Se te antoja subirte a la rueda de la fortuna, pero no te atreves porque no sabes con  quién podría tocarte.  En la  fila, una  pareja en pantalones de mezclilla, tres

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El murmullo del frío

Aquí está otra vez el frío. Viene de mi interior, lo sé. Desde ese día no he vuelto a ser la misma, aun cuando en esta ciudad la temperatura sobrepase los cuarenta grados, esta hiriente sensación no me abandona, me recorre el cuerpo, se adentra en mi torrente sanguíneo y, aunque han pasado dos años, me obliga a recordar a diario los hechos, a rememorar  la mañana, la mala hora en que te dejé en aquella trampa.       Nada más escuchar el timbre del reloj despertador y despegar los párpados, lo primero que hago es mirar tu rostro; alzo la mirada y busco tus ojos en el retrato colgado en la pared. ¡Qué me importa que lo desanconseje el psicólogo!

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Memorial de la danza del vientre o breve repaso de lo bailado

Dice Norman Mailer que los tipos duros no bailan. Quizá no he de serlo tanto, porque desde que tengo uso de razón, recuerdo haber tenido debilidad por mover el cuerpo al compás de la música. Cuenta mi madre que de recién nacido, nada más escuchar los chachachás de Jorrín amplificados en la consola Admiral de la casa, movía mis piecitos como si tuviera cosquillas. Lo mismo, oí decir, me sucedía con las cumbias  que, en tanto mis progenitores laboraban, sintonizaba la niñera en su radio portátil traído desde Chetumal. Ya en el jardín de niños, las profesoras del colegio Americano acostumbraban elegirme como el personaje principal de las verbenas, por algo que ellas llamaban “mi facilidad y gracia natural” para

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