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De vuelta a La Negrita

6negrita81Espigo entre mis recuerdos uno muy vívido, en tonos blanco y negro, en una época desvaída en que los años transcurrían con una lentitud incorpórea.  Trata de un sábado al mediodía, en una cantina atestada de gente  donde el barullo de los parroquianos se confunde con el chocar de las botellas sobre mesas de metal,  los arpegios de guitarra y las voces de un trío que canta melodías yucatecas. Reconozco las estrofas de Quisiera de Guty Cárdenas. El propietario del bar, un hombre robusto y de pómulos hundidos, y al que todo mundo conoce por el sobrenombre de el “Chino” Escalante, atiende desde la barra a la clientela. A pesar del calor meridano, viste guayabera blanca de mangas largas; supervisa que a ninguna mesa le falte botana, y mucho menos bebida. A través de un agujero en la pared que une el salón principal con la cocina, como si se tratara de un mágico cuerno de la abundancia, brotan sin descanso charolas rebosantes de jícama con chile, remolacha curtida, papa con chorizo, chicharra en salpicón,  empanaditas de frijoles y pequeñas raciones de “sikilpak”. Nada que empance a los bebedores, a La Negrita se viene a beber, no a almorzar, suele decir el “Chino” cuando alguien le reclama que allá, por el rumbo de la Plancha, acaban de abrir La Prosperidad, un bar donde el queso relleno y los lomitos de Valladolid son cosa corriente en el menú botanero.

Me veo sentado en una silla grande, ante una mesa que me queda alta, en un rincón de este salón cerveza ubicado en la confluencia de las calles 49 por 62, acompañando a mi padre que apura ya su segunda León Negra de la tarde y está a punto de pedir un Madero cinco equis “pintado” o tal vez un whiskie Ballantines, bebidas de moda entre los profesionistas de esa época.

Papá viste aún con su bata blanca; acaba de salir de su consultorio y no tuvo tiempo de – o más bien no quiso –  pasar a casa a cambiarse de ropa.  Se le mira contento, satisfecho. Ni siquiera las noticias de los muertos por “El Halconazo” han alterado su rutina de los fines de semana. Puedo adivinar en sus gestos, en el gusto con el que espumea de cerveza su bigote, en la forma en que conversa con el cantinero, en el modo en que sonríe y saluda a las personas cuando lo llaman doctor, una inequívoca expresión de triunfo. Me han servido un refresco de toronja pero como siempre, él permite que yo tome algunos tragos de su cerveza que me saben a gloria. Y nadie parece tomar en cuenta mi presencia…, ni siquiera papá que ahora conversa animadamente con un hombre mayor al que por su atuendo blanco, supongo también médico. Los veo platicar con buen ánimo, deteniendo su charla únicamente para disminuir el nivel de sus vasos jaiboleros, como viejos amigos que hace mucho no se encuentran y saldan una cita pendiente.

Mi padre sonríe y creo descubrir, entre la bruma provocada por los sorbos de cerveza y el dulzor de mi segundo refresco de toronja, como los semitas bíblicos, los egipcios faraónicos, los antiguos persas y los hindús del Ramayana, que no hay mayor felicidad que ésta: la del hombre que ha alcanzado el privilegio de beber y conversar con sus semejantes, sin que le preocupe absolutamente nada de lo que sucede a su alrededor.

Más tarde, cuando el humo de los cigarros empieza a enrojecerme las pupilas y las botanas se circunscriben a platos de cacahuates y pepitas de calabaza, papá mira su reloj de pulsera y suelta un lacónico ya es hora que anticipa el fin de nuestro edén. Apura el resto de su trago y le hace señas al mesero para que  traiga la cuenta. Y es, precisamente en este momento de la evocación, al reconocerme a punto de partir de La Negrita, en que todo cobra sentido. Lo miro ponerse de pie y pasarme el brazo por los hombros mientras tararea Pensamiento, el último bolero que habremos de escucharle al trío.

Antes de cruzar la puerta abatible de la cantina de mi memoria, echo una última mirada al sitio y alcanzo a ver, con un sabor a pérdida impregnado en la boca, cómo a mis espaldas empieza a oscurecerse la imagen de aquel territorio de felicidades.

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