Cuento

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Helena o la Anunciación

Antes de Helena odiabas el piano. Había que estar en punto de las siete de la tarde, cada último viernes de mes, con el pelo arreglado, el vestido vaporoso y las zapatillas bien lustradas, en las tertulias musicales. El piano era una tradición en la familia. Tu abuela llegó a ejecutar con éxito en un teatro de la capital a Brahams cuando éste aún no era conocido en la provincia. De ello daba cuenta el programa de mano, un pedazo rectangular de papel brilloso, elegantemente impreso, que adornaba una de las paredes de la sala de música. El primer recuerdo que tienes de Helena es el de una mujer etérea, sentada con laxitud en la silleta de mimbre del recibidor.

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Todas las tardes

A las dos de la tarde, cuando el calor obliga a todo el pueblo a refugiarse en la siesta y hasta los perros de la calle buscan el cobijo de los corredores del palacio municipal, Catalina Salum aprovecha para cerrar durante una hora las puertas de El cuerno de la abundancia y solazarse con su juego preferido. Acaba de tomar un baño y, sin embargo, el sudor le escurre por el cuerpo confundiéndose con el agua fresca que aún moja su piel. Huele a sándalo y a esencia de flor de naranja, las únicas fragancias que al llegar a la adolescencia le fueron permitidas y a las cuales poco a poco se habituó. Ni lo sueñes, hija, son demasiado caras como

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Donde camina la nostalgia

Siempre me pareció que esa era la cuadra más larga del barrio. Uno pasaba primero el bar de la esquina, luego el local de baile, enseguida unas viejas casonas color pastel de techos altos, hasta toparse con la figura de la anciana.  Había que aminorar el paso, pues su equipaje acaparaba casi todo el espacio reservado para andar.  Todas las tardes, al regresar del colegio, nos la encontrábamos.  Vieja, flaca, con la mirada perdida, lanzando a los transeúntes aquella sonrisa de dientes cariosos. Solíamos caminar de prisa al pasar junto a ella y hasta mi hermano, que se preciaba de no temerle a nada, inclinaba la cabeza. Lo cierto es que, bajo el sol de la una de la tarde,

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El ornitólogo

          Era una sombra refulgente sobre la arena humedecida; el hombre detuvo sus pasos y se agachó para observar de cerca: se fijó en el brillo del plumaje, en los pequeños espolones de las patas y, sobre todo, en el afilado pico que lo remitió al de los cuervos dentirrostros. Las manchas de sangre le hicieron pensar que la criatura estaba muerta.  A punto de retirarse, el ave alzó la  cabeza, entreabrió las canicas de sus ojos y soltó un largo chillido de súplica, casi humano. Minutos antes, mientras bebía sentado frente al océano, el hombre, quien se congratulaba de haber venido a esta isla casi virgen donde abundaban fantásticas especies, había visto cómo el pájaro, que navegaba muy bajo

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Saldos

Lo valía, claro que lo valía. Bastaba ver el departamento, abandonado, con la  computadora siempre encendida. Cuatro meses habían transcurrido desde la tarde del rompimiento y, salvo por algún telefonema para acordar trámites legales, no volvieron a encontrarse. Tenía que recuperarla. Tomó valor y con el pretexto de aclarar detalles pendientes de la separación, la invitó a almorzar al restaurante italiano que tanto les gustaba. No había regresado a ese lugar después de la ruptura, pues le provocaba ansiedad pensar que el dueño, un viejo veneciano que solía sentarse a platicar con sus clientes habituales, pudiera cuestionar los motivos del divorcio. Encendió un cigarro, dio una honda chupada que le llenó los pulmones con el sabor familiar de los Benson

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