Saldos

Lo valía, claro que lo valía. Bastaba ver el departamento, abandonado, con la  computadora siempre encendida. Cuatro meses habían transcurrido desde la tarde del rompimiento y, salvo por algún telefonema para acordar trámites legales, no volvieron a encontrarse. Tenía que recuperarla.

Tomó valor y con el pretexto de aclarar detalles pendientes de la separación, la invitó a almorzar al restaurante italiano que tanto les gustaba. No había regresado a ese lugar después de la ruptura, pues le provocaba ansiedad pensar que el dueño, un viejo veneciano que solía sentarse a platicar con sus clientes habituales, pudiera cuestionar los motivos del divorcio.

Encendió un cigarro, dio una honda chupada que le llenó los pulmones con el sabor familiar de los Benson y ya en calma, paseó la mirada por este parque colmado de fresnos a cuya sombra se guarecían amantes, paseadores de perros, ancianos practicantes de tai chi. El ruido del motor de un trailer que cruzó por la calle lo sustrajo de la placidez de esta isla vegetal que parecía flotar en el concreto. Exhaló. Desde la banca de hierro donde decidió esperar en tanto llegaba Julieta, podía observar cómo iniciaba el movimiento en el Vucciria: el ir y venir del dueño dando órdenes a los meseros todavía en mangas de camisa, la lucha de un mozo contra dos grandes sombrillas para resguardar del sol al único par de mesas donde era posible comer al fresco, la meticulosa labor de una joven de audaz melena roja encargada de limpiar las copas antes de colgarlas en el techo acanalado del bar. Sí, había cambiado. Era capaz de fijar la atención y disfrutar detalles que antes le hubieran pasado desapercibidos y Julieta tendría que notarlo. Aspiró con fuerza su cigarro, lanzó el humo hacia arriba y visualizó la primera vez que vino con ella: jovencísima, sonriente, la hilera de dientes de blanco hielo, perfecta, el pelo recogido en una cola de caballo, de nuevo llevándose a unos labios muy pintados la primera copa de Brunillo.

A punto de encender otro cigarro con la colilla del tercero la descubrió. Vestía de rojo, el rostro cubierto por grandes lentes oscuros. Con esa falda cuya abertura dejaba sus pantorrillas al descubierto, el cuerpo del hombre reaccionó.  Evocó el aroma de su pelo, el olor de su piel, el manso sabor de sus muslos. Sólo pensar que en caso de perderla otros gozarían de esa visión de labios húmedos y pródigos pechos, su respiración se agitó. Conteniéndose se puso de pie, aplastó con el zapato la colilla encendida y caminó al encuentro de su exmujer. Tenía que recuperarla.

Escogió la mesa de siempre, la que miraba hacia el parque, junto al ventanal permanentemente abierto. Te ves muy bien, dijo, mientras la ayudaba a tomar asiento. Ella esbozó una sonrisa tensa, acompañada de un gracias que él interpretó como un buen augurio y se alegró de haberla llamado.

Por eso no se alteró cuando, al encender un cigarro, el mesero le hizo señas de que lo apagase. Observó al muchacho de arriba abajo: ya he fumado antes aquí, reclamó en tono cortés pero firme. Es por la nueva ley, sólo se permite afuera, dijo, y señaló las mesas que para entonces, ya estaban ocupadas. El hombre quedó en silencio, pensar que no probaría tabaco durante toda la comida le hizo sentir una repentina sudoración. Intentó calmarse: «Soy un individuo superior a mis emociones, dueño de una inteligencia y serenidad suficientes para aceptar las cosas imposibles de cambiar», tal como había aprendido en sus sesiones de terapia grupal.

Si quieres nos vamos, intervino Julieta, al percibirlo incómodo, pero él se negó, argumentando que no era para tanto. Eso sí, en caso de que alguna mesa de afuera se desocupe, cámbienos, le advirtió al mesero.

Ordenaron los platos de siempre. Ñoquis en salsa gorgonzola para él, Tagliollini frutti di mare para ella. El camarero sugirió un tinto suave que el hombre aprobó sin consultar a su pareja. Previsiblemente, al descubrirlos, el veneciano vino a sentarse con ellos y permaneció largo rato enfrascado en una conversación intrascendente. Julieta  parecía disfrutar en verdad la plática del viejo; de cuando en cuando reía con sus ocurrencias. El hombre, en cambio, escuchaba sin el menor interés, desviando ocasionalmente la vista hacia el parque, llevándose la mano al bolsillo para apretar el Zippo y la cajetilla de Benson. Finalmente, cuando llegaron las pastas y el italiano abandonó la mesa, el hombre sorbió un largo trago de vino y soltó en voz alta: Por fin se largó, ya no aguantaba a ese pendejo, que hizo voltear al resto de los comensales. El silencio se esparció en la suave atmósfera del bistro como un peligroso derrame de amoníaco. Por segundos, la música lastimera de Cassandra Wilson, sin rumores ni bisbiseos, fue lo único que se escuchó. En el rostro de Julieta el reflejo de su vestido parecía haberse acentuado. ¿Para esto había venido?  ¿Para volver a pasar vergüenzas? Al momento cruzó por su cabeza la idea de levantarse y dejar al que fue su marido con la palabra en la boca, pero hacerlo significaba echar a perder esta oportunidad. Prefirió mantener los labios sellados y mostrar con su mutismo que entre ellos, desde la ruptura, venía abriéndose un irrevocable abismo.

El silencio predominó durante el resto de la velada. Él casi no comió. Necesitaba un cigarro. Las manos inseguras, las axilas humedecidas, la atención distraída en la actividad de las mesas de afuera. No recordaba ya las cuidadosas palabras que había pensado utilizar para hacer convincente su propuesta de reconciliación. Infructuosamente trató de aferrarse a las normativas de su programa de recuperación, pero su plática quedó reducida a leves asentimientos. Le urgía fumar. Y justo cuando se hallaba más ansioso, como si se tratara de despejar la mesa para un tema de negocios, la mujer alejó su plato y puso sobre el mantel una factura y su Montblanc. Él la miró extrañado, interrogante. Julieta explicó con voz pausada que lo único que pretendía era evitarle problemas. Necesitaba que le endosase la factura del Bora.

¿Había escuchado bien? ¿Le estaba pidiendo que le regalara formalmente el auto? Se limpió la frente sudorosa con el paño, sorbió de su copa y permaneció con la vista fija en el escote donde nacía el deseo. Tomó la pluma y, sin decir palabra,  estampó su rúbrica en el reverso del documento, seguro de que esta acción tendría su recompensa en la cama.

Mañana mismo hago el cambio de propietario, anunció ella, altiva, guardando con parsimonia la factura en su bolso. Él imaginó que muy pronto volvería a gozarla, a dominar esas caderas, a saborear su sexo. Y como si hubiera despertado de un letargo, tomó la mano de Julieta, le acarició el dorso, se inclinó para besarla y dijo: Cuánto te he echado de menos.

La mujer rehuyó la caricia. No quería ninguna confusión. Pero él, sin acusar el rechazo, insistió: ¿Vienes al departamento? Hubo una larga, nebulosa pausa. El rostro de ella se descompuso: No tiene caso, conocí a alguien, dijo.

Fue entonces cuando él se dio cuenta que afuera, otros, no ellos, ocupaban ya una mesa que recién quedó libre. Enrojeció de coraje y llamó a gritos al mesero. Julieta se dio cuenta de lo que estaba a punto de ocurrir, conocía de sobra esos presagios de destrucción. Trató de calmarlo, pero el hombre ya no la escuchaba: herido por la inesperada confesión se puso de pie y volteó violentamente la mesa. El estruendo de cristales y cubiertos contra el piso produjo que los comensales próximos se levantaran alarmados, mientras que el camarero, acercándose, llamaba a gritos al dueño. Todo sucedió en segundos. Al cabo varios meseros lo sujetaban; el veneciano, entre insultos y amenazas, ya sin ningún tipo de consideración le exigía calma. En medio de aquel caos el hombre alcanzó a ver cómo Julieta cruzaba, indiferente, la calle y subía a un mini Cooper rojo.

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