
«Quizás, quizás»
Entonces tenía diecinueve, estudiaba Derecho igual que tú y recién me habían contratado en la misma dependencia de gobierno donde Elsa asistía al Delegado, un dinosaurio de la vieja guardia priista —gordo, sudoroso, velludo, siempre de guayabera—, al que apodaban el Mataperros, de quien se contaba que había asesinado, a punta de batazos, con todo y dóberman, al peor de sus detractores cuando éste hacía jogging en la reserva ecológica. Más tardé en invitarla a tomar una copa y Elsa en responder “un día de estos” —sin levantar la vista de su Olivetti ni dejar de escribir en su cuaderno de taquigrafía— que mi jefe en advertirme: no te metas con ella, yo sé lo que te digo. Sin mayores