Cuento

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Insomnios

Para Rosa Beltrán Otra vez, otra vez ese llanto en la madrugada; debería voltear, abrazarla, acercarme, cumplir el rito del marido amoroso, hacerle creer que comparto su pena, que me duele también el estado de su madre; sin ningún pudor el llanto sube de tono, no va a parar hasta que me levante y la abrace en la oscuridad; y ahí están, además, esos ladridos del doberman del vecino; ya lo habría envenenado si no fuera porque Malena prefiere evitar líos. Ahora se levanta y va al baño; la escucho revolver las gavetas; sé lo que busca, toma lo mismo desde hace meses; no lo acepta, pero lo necesita; y cada vez en dosis mayores; en el reloj de pared,

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Causa perdida

Se lo merecían, solitos se lo buscaron, quién les manda a estar secuestrando camiones. Una bola de indios revoltosos, eso es lo que eran. Pero no todos  lo entienden así, ahora mismo mi mujer se desespera porque ya no podrá participar en la marcha. Parapetado detrás de las páginas del periódico, mientras bebo mi primer café del día y finjo leer, la miro caminar como felino enjaulado de un lado a otro de la casa. Habla por teléfono en voz baja, seguramente con Frida, ésa amiga suya que me tiene hasta la madre con su defensa de las causas perdidas. Lo que es no tener nada que hacer. Desde que se supo lo de Ayotzinapa cambiaron las tardes de café

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Última estación

De pronto, el tren se detiene. Todavía somnoliento miro por la ventanilla: tanta desolación parece advertirme que vengo en balde.  En  mi reloj, las dos de la tarde.  He dormido casi cuatro horas.          Durante el viaje sólo me han acompañado el maquinista y el que recoge boletos. Escogió mala hora, me dicen cuando estoy por bajar. Con este calor no va a encontrar a nadie.          No hago caso, pero apenas pongo pie en el andén, el sol comienza a derretirme. A mis espaldas, el ferrocarril parte de nuevo.         Camino calle abajo tratando de robar a las casas un poco de sombra.  En el quicio de una puerta un anciano de ojos lechosos ofrece en venta tepache

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Ruta hacia el silencio

Para mi hermano Armando                                                                   Cuando entiendes al jazz, entiendes lo que es ser libre                                                                                                                          Thelonius Monk Sears te cansa, te fastidia. Hace dos años que trabajas como vendedor en el mismo departamento y piso. Nueve horas diarias. De diez a siete. Da igual que llueva a cántaros, granice o nieve. En el departamento para caballeros, la temperatura se

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El instrumento de Dios

Para mi hermano Enrique —¿Qué es lo que me trae aquí? —preguntó la vieja por segunda vez. —Una buena pieza…; una pitillera…de plata…véala.                                                                               Fiodor Dostoyevski Una vez que termina, guarda el formón chorreante en el maletín de cuero, sale de la casa cerrando tras de sí la puerta. La calle está vacía; es una de esas tardes de verano en que el calor quema con fuerza y obliga a todos a buscar refugio en sus hogares. Ya casi es la hora del almuerzo. Avanza rápido, con la cabeza gacha; un zumbido ensordecedor llena sus oídos; el trayecto le parece interminable, trata de no pisar las líneas divisorias que decoran la acera de concreto, como si actuara para un público

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La última lectura de Montezuma’s Revenge

Por Luis A. Chávez La tercera impresión es la que cuenta (en la primera pudiste estar bolo) y así, al ver la cuidada figura, sin piercing ni tatuajes y en cambio el corte de pelo setentero (casi como el de Peña Nieto) la guayabera sin arrugas pero sobre todo la conducta -distante del primer plante a su actitud proclive a la broma- la confusión fue apariencia y, a medida que el trato personal catafixió como Chabelo a la persona en amigo, recibiste entre otras impresiones, de calidad como fotocopiadora Cannon (más de 50 las dan a veinte centavos) su libro: Montezuma’s Revenge, cuya pornósfera deja al que lo escribió sin habla y, su subconsciente, es el que nos dice (aquello

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De vuelta

De nuevo voy hacia ellas; ya las puedo sentir: altas, arrogantes, se van alineando lentamente, como si se besaran; nada de encaramar bloques como ahora: crecieron piedra a piedra para ofrecer sus cornisas al sol; venciendo mi rígida educación, coloco las manos en forma de visera para acechar a gusto en la ventana de barrotes azules: la sala convida a deleitarse en sus mecedoras de cedro en forma de concha; empujo el postigo, cede el pasador —como siempre, no le han puesto llave…—; sentado, cierro los ojos para disfrutar mejor del vaivén mientras escucho que a lo lejos me gritan muchacho te vas a romper la cabeza con tanto zarandearte; entonces camino en silencio, hechizado por los caprichosos mosaicos españoles

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Al final de la vigilia

Dispuesta a iniciar el ritual que creías desterrado de tu vida, hundes ávida la mano entre las piernas. Furiosa, te detienes: tus dedos no logran suplir la labor habitual del ausente. Saltas de la cama, miras a través del vitral: en la torre más alta del castillo, como cada madrugada, aún se percibe luz. Nadie lo ha interrumpido durante la fase final de su obra. Así ha sido durante los dos últimos meses. Pero sientes que ya es demasiado y, resuelta, vas a exigirle siquiera un breve encuentro. Recorres los pasillos a oscuras, sin reparar en las ratas que te observan cuando te sitúas junto a la puerta. Introduces con desesperación la llave. Yerras. Pruebas con otra, giras hacia la

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Noche estelar

Te encuentras justo enfrente: bella y oscura. Hasta hace un momento, camuflado entre los parroquianos, gozaba de la danza de tus caderas. Pero tuviste que escoger pareja para tu último acto. Había escuchado de él y ardía de curiosidad por presenciarlo. Ahora, desnudo, cubierto sólo por las luces y las porras de los trasnochados, por más que intento, no consigo levantarlo.

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Hacer el bien

Por Carlos Martín Briceño Para Adrián Curiel Rivera   Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis, porque de tales sacrificios se agrada Dios. Hebreos 13:16          Será cosa de la edad, se le ha metido en la cabeza que si no hacemos algo por nuestros semejantes, si no sacrificamos nuestras comodidades, vamos a terminar ardiendo en el infierno. Al niño lo recogimos el mero 24. Se suponía que iba a estar con nosotros hasta el Año Nuevo. Era una mañana neblinosa, húmeda, de esas en que preferirías no dejar la cama, sobre todo si la noche anterior te has bebido casi una botella de Buchanan’s. Se llamaba Ronald, pero en el orfanato, de tan moreno,

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