Para Patricia Garma Montes de Oca
Con el primer, sorbo el capuchino que acaban de servirte se amarga en tu boca. Ricardo no te había ahorrado ningún dolor:
—Acabo de verla salir del motel Venecia, iba con su jefe, en el Audi del tipo.
Con el pinche sarcasmo de siempre al que llama sinceridad, dio la estocada final a tu relación. Puta madre. Ahora entiendes los pretextos de Irene, sus malos humores, las frecuentes llamadas telefónicas con la madre a altas horas de la noche, los llantos irracionales, sus largos silencios, la causa de tanto rechazo.
¿Cómo fuiste tan pendejo?
Ya era extraño que en esa compañía publicitaria, en la que sólo la emplearon por ti, se interesaran tan pronto en promoverla. Quisieras largarte, pero en lugar de inventar una excusa, tienes que fingir interés en los comentarios de tus colaboradores, ahora entusiasmados por la aprobación del contrato con los hoteleros españoles —ni modo que arruines su festejo.
Lo que son las cosas, la llamada de Madrid, paradójicamente, la recibiste al mismo tiempo que la de Ricardo.
—¿Estás ocupado?
—Tengo una larga distancia en la otra línea, ¿qué quieres?
—Dime una cosa: ¿tienes problemas con Irene?
—¿Por qué preguntas eso?
—¿Tienes problemas o no?
La respuesta se trabó en tu garganta. Otra vez ese zumbido que aparece cuando estás bajo presión, otra vez.
Su jefe. Hija de la chingada. ¿Cómo no lo sospechaste? Nunca se trató de viajes de estudio, ni fue a negociar la franquicia a Cancún, ni existió un congreso en el World Trade Center. Si no fueras tan confiado, algo más hubieras hecho en vez de las carísimas consultas en pareja con el psicoterapeuta.
¿Será cierto lo que se cuenta de los adúlteros europeos? ¿Que son capaces de salir con la esposa y el rival como si fueran viejos amigos? ¿Serán tan pendejos? Pensar que dos meses atrás le permitiste redecorar las oficinas.
—No sabes cuanto te lo agradezco, amor, esta inactividad me está matando.
La caravana policroma de pequeñísimos automóviles, el jaspeado de los techos en los edificios aledaños, esa mancha verde que se divisa a lo lejos.
—Una panorámica estupenda, querido.
Los detalles, cada elemento que ella misma colocó para impresionar a tus clientes: reproducciones de Rothko, cactos en macetones de barro, el sepia de los muebles de piel. ¿A quién coño puede importar ahora el exclusivo paisaje que ofrece este ventanal desde el piso diecisiete?
El aroma del café se esparce enla sala. Através del vaho de calor que despide el líquido, observas a tus compañeros: figuras lejanas moviéndose en una dimensión diferente ala tuya. Risas, apretones de mano, palmadas enla espalda. Losenvidias.
¿A alguno le habrá puesto también su mujer el cuerno? ¿Se podrá vivir después de esto?
El canela penetrante del capuchino —la bebida favorita de la hija de puta—, el dulzor del Hennessy, colocado enmedio de la mesa, el golpe del Cohiba que alguien enciende. Todo irrita tus sentidos. Y luego están tus socios y sus pueriles festejos. Un convenio de medio millón de euros, libres de polvo y paja, no se obtiene todos los días.
Jalas aire, das un nuevo sorbo a tu bebida.
Desde la llamada de Ricardo no has podido librarte de ese molesto zumbar. En casa, la sirvienta ha dicho que Irene salió desde la tarde.
—No se preocupe señor, el niño está dormido —añadió como si el sueño del pequeño fuese garantía de tranquilidad, empleando ese tono seguro y servil que utilizan los criados que se creen eficientes cuando contestan el teléfono y te pone de tan mal humor.
Lociones, granos de café, tabaco. Entre tantas fragancias llega a tu olfato un aroma parecido al Dolce & Gabbana de Irene. De golpe, igual que si la puerta de una habitación iluminada se abriera ante tus ojos, te la figuras desnuda en la cama del Venecia, a horcajadas encima del otro. Ojos cerrados, boca semiabierta, el cuerpo en movimiento.
—Porque así, amor, puedo controlar el orgasmo a mi gusto.
Absorta en ese vaivén irrefrenable, igual que hacía dos semanas contigo, cuando te la cogiste por última vez en el jacuzzi con vista al mar de aquel hotel enla Riviera Maya.
—Váyanse de viaje, necesitan redescubrir su relación —había recomendado el psicoterapeuta. Imbécil. ¿Por qué no hiciste caso a las advertencias de Ricardo?
—Ándate con pies de plomo, hay mujeres para todo y no estoy seguro de que Irene sea una vieja para tomar en serio.
¿Por qué aceptaste que viniera ella a vivir contigo? ¿Por qué, peor, toleraste lo del hijo?
—Las mujeres son animales difíciles, te pasas de pendejo con Irene, no te vayas a llevar un susto.
—¿Un coñac, arquitecto?
Qué ibas a hacer. Así te educaron. Consentir a tus hembras, cumplirles sus caprichos, llevarlas a buenos sitios. Presumirlas. Hasta que, harto de ellas, las dejabas poco a poco.
Con Irene las cosas habían sido un poco distintas. La noche en que inauguraron las oficinas de la constructora y cruzaron las primeras palabras, notaste que era una mujer peligrosa, del tipo que atrae a cualquiera. Una mujer, bienla definiría Ricardo, en celo permanente. La galanteaste con sagacidad y, aun presintiendo que ese privilegio algún día te costaría, al amanecer, el recuerdo de lo que su boca te hizo sentir, definió tu elección.
Así comenzó y no te detuviste ni conla preñez. Ycuando nació el hijo, teniéndolo todo, comenzó a inquietarse, a dar signos de intranquilidad, hastiada de su dócil papel de madre y ama de casa. Entonces te vino con el cuento de que necesitaba “superarse” profesionalmente.
—Me fastidia estar encerrada, sola.
Hija dela chingada. Lopeor es saber que a partir de ahora, a tus cuarenta y dos, te han dado una lección que no esperabas. Putísima madre. ¡Cuando los demás se enteren! ¿Por qué no escuchaste a Ricardo?
—Que si quiere un cogñac, arquitecto.
Aceptas, necesitas el trago. Brindas por el éxito de la empresa y enseguida pides otro. El licor te anima, pero al mismo tiempo te entristece. ¿Y si nada de esto fuera cierto? ¿No podría tratarse de una equivocación? Es probable, hay cientos de Audis circulando por la ciudad, Ricardo pudo haberse confundido, la ciudad ha crecido tanto, quizá fue una mujer parecida, tratas en vano de justificarte. Pides otra copa. Alguien pregunta si crees en la suerte y, aunque tiene ganas de levantarte y romperle la boca al pendejo ese que sólo pregunta estupideces, mientras maldices la tuya, contestas cualquier cosa, ecuánime, seguro de ti mismo, como corresponde al director de este despacho.
Das un sorbo a tu tercer coñac. Fijas la mirada en el ventanal y caes en la cuenta de que, a pesar de la claridad de la tarde, algunos automóviles circulan ya con las luces encendidas. Ya va a ser hora de irse. Piensas en tus padres, en el hijo, en Irene, ¡esa puta que ha estado viéndote la cara!
¿Desde cuándo comenzaría? ¿Cuántas veces se la habrán cogido? ¡Cómo pudiste ser tan estúpido! En Ricardo, el cabrón que con su mala leche lo descubrió todo y que está esperándote para contártelo al detalle.
—No vayas directo a reclamarle, te veo en el bar del Hilton a las siete.
¿Se lo habrá dicho a alguien más? ¿Sería capaz? ¿Por qué nunca sospechaste nada? ¿Estará ella todavía en el Venecia? Coño, ni siquiera han pasado diez días desde el viaje ala Riviera,
—Porque así, amor, puedo controlar el orgasmo a mi gusto.
¡Chingada madre! ¿Le dirá lo mismo al otro? ¿Usará las mismas frases? Qué mal conoces a las mujeres, pero sobre todo, cuánto ignoras acerca de la tuya, pues ahora, a pesar de lo mal que te sientes, antes de tomar cualquier decisión hablarás con Irene, necesitas conocer porqué se enredó con ese cabrón, tienes que saber hasta dónde ha sido capaz de llevar esta farsa. Sin poder evitarlo, sientes la tristeza subir y los ojos comienzan a humedecerse; necesitas salir de este encierro.
En tu prisa por alcanzar la puerta tiras un vaso que se estrella contra el piso de mármol. Crees sentir las miradas de todos. ¿Te observan? De soslayo algunos, otros abiertamente, mas nadie se atreve a preguntar nada. Sólo aciertas a disculparte y seguir hacia la puerta, con ardor en los ojos y un esfuerzo en los labios que pretende ser sonrisa.