Corazonada*

2 de octubre de 1927

 

—Vamos a ver, Augusto, ¿adónde crees que vas a ir en ese estado? ¿Ya viste cómo está el tiempo? ¡Tan siquiera espera que amaine!

Desde el vano de la puerta de la habitación, los brazos en jarras, doña María trataba de convencer a su hijo de no salir de casa. Guty, que había comenzado a vestirse y a preparar su maleta, la miró entre azorado y divertido. Le costaba trabajo entender que a estas alturas, a sus casi veintidós años, cuando comenzaba a cosechar en la capital sus primeros éxitos como artista, ella lo siguiera tratando como a un niño.

Cierto, tenía una gripa del carajo, una infección que hasta hace unas cuantas horas lo había obligado a remojar los pies en agua caliente y a inhalar constantemente vapores de eucalipto. Sin embargo, a pesar de lo enfermo y constipado que se sentía, ¿cómo iba a dejar

plantado al general Serrano el día de su cumpleaños? No sólo se identificaba plenamente con él y con sus ideales políticos, sino que estaba seguro de que muy pronto este militar sonorense, cuya candidatura a la presidencia ya había sido formalmente anunciada, iba a convertirse en el primer mandatario del país. Por esa razón, cuando la semana anterior el general Serrano le envió una carta donde lo invitaba a amenizar su onomástico en La Chicharra, un rancho de su propiedad cercano a Cuernavaca, aceptó sin chistar. Era una oportunidad que no podía perder. En esa celebración, sin duda, estarían reunidos los miembros del próximo gabinete presidencial. Así que sin tomar en cuenta la ferocidad con la que el aire y la lluvia azotaban las ventanas, ni lo terriblemente acatarrado que se sentía, haría caso omiso a los consejos de su madre.

—Mamá, no estoy tan mal, de veras. Tócame la frente, ya casi no tengo calentura. No puedo cancelar este compromiso.

—Hazme caso, hijo, no te expongas. ¿Qué necesidad tienes de tentar al diablo? ¡Podrías pescar una pulmonía!

—No insistas, ¿cómo crees que voy a fallarle al futuro presidente de México? ¡Es ridículo que me detenga una simple gripa!

—Mira, hijo, si lo que te preocupa es dar la cara, ahorita mismo voy a ofrecerle al chofer del general unas disculpas de tu parte.

Guty, que estaba a punto de recordarle a su progenitora que por encima de todas las cosas, incluso de su salud, estaba su carrera artística, tuvo que callarse: una intensa punzada en el pecho, seguida de un violento acceso de tos, le impidió responder. Fue un ataque agresivo, de esos que dificultan la respiración, cortan el aliento y obligan al enfermo a buscar alivio en la cama, recostar la cabeza en la almohada y esperar con paciencia que el cuerpo se recupere.

—Creo que tienes algo de razón, mamá. Estoy empeorando. Ve y habla con el chofer. Ruégale que me disculpe con el general.

—Gracias a Dios que recapacitaste.

Antes de que su hijo se arrepintiera, doña María salió a toda prisa del cuarto y se encaminó hacia el recibidor de la casa. Allí, sin atreverse a tomar asiento en los mullidos sillones del hall, con el quepí entre las manos, aguardaba pacientemente un hombre de rasgos negroides, cuerpo fibroso y cabello oscuro.

Doña María habló escuetamente:

—Malas noticias. Mi hijo no va a poder ir. Está el tiempo muy malo y él anda con fiebre. Le suplico a usted que disculpe a Guty con su jefe.

El otro hizo un ruido con la boca que la señora interpretó como un intento de réplica que no se atrevió a soltar; luego agradeció las atenciones recibidas, se puso el quepí y salió de la casa a enfrentarse de nuevo con la lluvia, en dirección al Cavalier.

Mientras lo miraba partir, doña María tuvo remordimientos. ¿No habría sido muy dura con Augusto? A lo mejor esta celebración era una oportunidad única para alternar con las futuras autoridades del país, pero una corazonada, como acostumbraba llamar ella al  presentimiento, le decía que cancelar la asistencia de su hijo no fue una mala decisión. Este

aguacero no presagiaba nada bueno. Se dirigió a la cocina y se preparó un té de tila para recuperar la calma. Bostezó. Últimamente había estado padeciendo de insomnio. Al caer la tarde, cuando comenzaba a oscurecer, sentía que el corazón le latía con fuerza y que le faltaba el aire. El médico le había dicho que no se preocupara: “«Es normal, doña María, la altura de la ciudad, más temprano que tarde, le pasa factura a los fuereños. Sobre todo a los que, como usted, nacieron en ciudades costeras”.».

Al día siguiente, ya entrada la noche, cuando doña María salió a comprar un jarabe para aliviarle a Guty los accesos de tos que no cedían, el dueño de la botica, un español que presumía de estar siempre al tanto de los últimos acontecimientos políticos le dio una noticia que la conmocionó: la tarde de este mismo día el general Francisco Serrano y todos los invitados a su fiesta de cumpleaños habían sido pasados por las armas. Fueron acusados de rebelión por Álvaro Obregón. Al parecer, ninguno de los hombres reunidos en La Chicharra logró sobrevivir. Había sido una masacre bien organizada.



*Capítulo (cortesía para Arte y Cultura en Rebeldía) de la novela La muerte del Ruiseñor de Carlos Martín Briceño (Pags. 77-80) publicada por Ediciones B México, Penguin Random House Grupo Editorial en noviembre del 2017). 

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