Recibí la invitación de Carlos Martín Briceño para presentar Viaje al Centro de las Letras en octubre del año pasado, a través de celular. Nunca contesto el teléfono cuando conduzco pero esa tarde de solfríehuevos, el timbre me obligó a estacionar dos esquinas después de salir de casa, no fuera ser mi hija para decir que, de último momento, el padre exigió ir por ella a la escuela. Me extrañó que en la pantalla del equipo titilara “Carlos Escritor”.
No tengo gran amistad con Carlos, es decir, nunca me ha invitado a sus pomposas fiestas de cumpleaños o a sus románticas bohemiadas, ni me ha pedido que lo acompañe a la FIL en Guadalajara, como suele hacer con los escritores de rancio abolengo. Las tres o cuatro veces que he recibido su llamada es para preguntarme sobre mis proyectos literarios. Así que sacrifiqué mi paz mental pensando que al contestar, no llegaría a tiempo por Pamela a la Escuela Modelo y por ello tendría que escuchar, en tooooodo el trayecto de regreso a casa, sus quejas y reproches. Para ahorrar gasolina apagué el aire acondicionado, contesté. ¡Tenía que hacerlo! ¡Era Carlos Martín Briceño!
Hola Vero, soy Carlos ¿estás ocupada?
Hola Carlos, para nada. Nunca estoy ocupada para mis amigos, mentí.
Me preguntó que cómo iba con mi terapia con la tomadera de antidepresivos y ansiolíticos y, al tratar de responder que desde hace un año estaba libre de chochos, me lanzó un discurso sobre los tratamientos psiquiátricos y sus consecuencias para el organismo. El solfríehuevos y la vocecita de Pamela repiqueteando en mi cabeza, me impacientaron.
¿Qué onda Carlos? ¿Todo bien?
¿Presentarías mi libro en la FILEY?
Hombre, sería un honor para mí, no mentí.
Había escuchado de Viaje al centro de las letras una noche de teallereo en “Le Cirque”. Carlos Camuzzo llegó con un ejemplar recién salido de la imprenta que el autor le había obsequiado. Los comentarios de los escritores tallerístas no se hicieron esperar. ¡Otro libro! ¿De dónde saca tiempo para escribir? ¡Parece que hace empanadas! ¿No acaba de publicar La muerte del ruiseñor? ¿Y qué género es?, preguntó un recién incorporado a la plática; “cuentos, crónicas, ensayos y también incluyó discursos que ha leído en los eventos rimbombantes del ayuntamiento, institución de la que es hijo predilecto”, se escuchó una vocecilla a lo lejos, en el bar de la galería. “Te menciona en un ensayo en el que habla de los cuentistas de Campeche, Yucatán y Quintana Roo”, dijo Camuzzo, ante la mirada entripada del resto de los escritores. Debo confesar que aquella noticia agigantó mi ego.
Dudo mucho que los colegas me creyeran cuando dije que eso era una tontería, que Carlos debió de incluir en el capítulo El cuento peninsular, un acercamiento, que se lee de las páginas 75 a la 78 del libro, a tooooodos los cuentistas, no solo a las vacas sagradas.
Carlos menciona a escritores a los cuales siempre he admirado por su pluma y por la humildad de ayudar a los que como yo, comienzan en este nido de yuya y caldo de grillos que es el ámbito literario local. Ermilo Abreu Gómez, Juan García Ponce, Joaquín Bestard Vázquez, Agustín Monsreal, Carolina Luna, Beatriz Espejo, Hernán Lara Zavala, Roberto Azcorra, Will Rodríguez, Víctor Garduño y Carlos Vadillo Buenfil son algunos de los nombres que menciona en ese texto. Debió enlistar a muchos otros que también lo merecen: Joaquín Filio, Adolfo Calderón, Patricia Garma, Zindy Abreu, María Elena González, Martha Rosario, Yobaín Vázquez Bailón. Quizá se le olvidaron como a mí se me olvidan muchos otros en este texto.
A quien no se le olvidó mencionar en crónica aparte fue a su mentor, Rafael Ramírez Heredia. En La fiesta, a la distancia, Carlos refrenda por qué la mayoría de los escritores y no sólo los Atorrantes obtenemos inspiración en las historias acontecidas en orgiásticos tours cantineros. Me fue algo difícil imaginar a Roberto Azcorra y Oscar Sauri con una fichera en cada pierna, pero no al autor entonando canciones de Pastor Cervera y Guty Cárdenas, todos sabemos que es su mero mole.
¿Dónde puedo conseguir tu libro, Carlos?
Te lo mando con Fito, es lo menos que un escritor debe hacer con sus presentadores. ¿Ya te contó que consiguió los pasajes de avión para que juntos presentemos La muerte del ruiseñor, en la FIL?
Luego de dos o tres comentarios sobre la fauna literaria y de haberme frito hasta los huevos bajo el sol de octubre, colgamos y envié dos mensajes de voz a sendas mujeres a las que puedo siempre gritarles mi emoción ante proyectos como la presentación de Viaje al centro de las letras: mi mamá y Elisa, mi editora. ¡Voy a presentar un libro de Carlos Martín Briceño en la FILEY! Di marcha al auto y recorrí cinco cuadras hasta que un vejete funcionario del nuevo Gobierno del Estado se estampó en mi auto dejándolo cual mierda en pavimento.
Titulé este texto Cinco cuadras de felicidad como homenaje a las crónicas del libro que hoy presentamos, en las que Carlos retrata su pasión por las danzas caribeñas y los trajes cosidos en “chingaquiras” y “pendejuelas”; la preocupación de su suegro de que el autor embotara la cabeza de Emilio y Esteban con literatura y más literatura. Me recordó al maestro Agustín Monsreal en su cuento El juego de los besos: “porque ya sabes que para andar inventando se pinta sola. Ha de ser porque sus padres la dejan leer muchos libros de pura fantasía, que dizque para que se le desarrolle la imaginación, pero para mí que se descuidaron y se les quemó el asado”. No creo que sea el caso de Carlos para con sus hijos.
El mar de Yucatán, el calor, los olores meridanos, las cervezas bien frías, las palmeras de Villoro, los libros que formaron al autor, las historias que lo marcaron y le recordaron su primera decepción amorosa, como Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco. Su miedo a padecer el destino de Gregorio Samsa, la inolvidable borrachera con Pizá Araña por el día de la Santa Cruz so pretexto de construir su casa a las afueras de la ciudad, su infancia de sábados en La Negrita cantina –que ya no lo es, dicho sea de paso–, las primeras visitas a puteros y su desenfrenado amor por la ciudad que lo vio nacer. Todo esto se encuentra en los momentos que más disfruté de Viaje al centro de las letras.
En la novela La máquina del tiempo, de H. G. Wells, cuando el viajero regresa del futuro, trae consigo momentos que se entrelazan con su presente. A quienes gustamos de la lectura nos sucede lo mismo. Los libros guardan historias que de algún modo reviven nuestros recuerdos. Reviven, cuando hojeamos y contemplamos esos títulos. Uno se descubre rememorando sensaciones que parecían sin importancia pero que resultan imborrables en la mente. Eso es lo que Viaje al centro de las letras hace en quien toca sus páginas. Los libros nos cambian, y el que hoy nos ocupa nos cambia regresándonos a nuestro origen. Enhorabuena, Carlos.
Fuente:
http://www.memoriasdenomada.com