¡Más indio que Juárez!, solía exclamar mi tía Aparicio cada vez que su única hija aparecía con un nuevo pretendiente. Ninguno le parecía buen partido. Aquel tenía la nariz ganchuda, el otro era demasiado prieto, el último, terriblemente chaparro. Y todos, invariablemente, al llegar al colofón de las injurias, terminaban siendo comparados con el Benemérito de las Américas. Yo, que en aquel tiempo iba a cumplir siete, lo único que sabía de don Benito era que de bucólico pastor de ovejas había llegado a ser uno de los más insignes héroes de la Patria. Así me lo habían dicho y no tenía por qué dudarlo. Juárez, para mis educadores, era una figura importantísima; en cambio, para la tía Aparicio, el hombre valía nada. Una contradicción que ahora vuelve a ocupar mis reflexiones debido a la lectura de El rostro de piedra.
Eduardo Antonio Parra es un magnífico cuentista. Su prosa, obsesiva y tensa, que lo emparenta directamente con José Revueltas, ha ido creciendo con cada uno de sus trabajos. Se ha convertido en un autor indispensable para dibujar ese México sangriento que nuestros gobernantes ignoran al preguntar por qué no vemos sus logros en lugar de señalar el punto negro en la hoja blanca.
Por ende, a un cuentista tan escrupuloso como Parra nunca le hubiera pasado por la cabeza escribir una novela histórica convencional sólo por sumarse a la moda de las celebraciones literarias a propósito del Bicentenario. En cambio, decidió enfrentar el reto de otra manera: se propuso historiar sin caer en el cliché, lo que lo llevó a realizar un complejo retrato psicológico del héroe, en donde subraya sus cualidades humanas pero prescinde de la idealización. Así, el autor desecha el relato lineal y presenta a un Juárez en el ocaso de su existencia, un presidente acabado que deambula y fuma de madrugada por los pasillos de Palacio Nacional. Insomne y dubitativo, Juárez cae en la cuenta de que sus días están contados pues “con excepción de Antonio López de Santa Anna, que parece empeñado en vivir tanto como Matusalén, casi todos los demás actores del devenir del país se hallan bajo tierra”.
Desde esta manera, utilizando como piezas del engranaje literario los sucesos fundamentales en la vida de Juárez, urde Parra el rompecabezas de la narración. Y lo hace con tal maestría que todos los sucesos que nos fueron referidos sobre don Benito van cobrando forma ante nuestros ojos como capítulos de una serie de Netflix.
El grotesco enfrentamiento con Comonfort, el brutal encierro en la dantesca prisión de San Juan de Ulúa, la precipitada huida en carruaje hacia el norte, el exilio obligado en Nueva Orleans, el agotador sitio en Veracruz, el inesperado motín del 1 de octubre y la debacle del breve imperio, son contados en desorden a través de un narrador omnisciente que, de pronto, se convierte en alter ego del protagonista y lo increpa llamándolo incisivamente Pablo. Sobre todo cuando le toca contar los sucesos más dolorosos, como aquel de la primera noche de don Benito en las tinajas de Ulúa: “Solo entonces lo notaste: lo que al principio habías confundido con el murmullo de las olas detrás de los muros de la fortaleza no eran sino los múltiples ruidos producidos por tus compañeros de encierro en aquella tinaja: respiraciones agitadas, regulares, roncas; toses, estornudos, carraspeos, crujir de huesos, gorgoteos de tripas, pedos…”
Juárez, dice Parra en una entrevista, “fue, tal vez, un hombre con muchos claroscuros, pero el más grande del siglo XIX”. Y es precisamente bajo esta premisa como presenta en su libro al zapoteco. Por eso, huyendo de ese nacionalismo chapucero de algunos biógrafos que le precedieron, apenas y menciona las anécdotas romanticonas que se repiten hasta el cansancio, como la que se refiere a la infancia desgraciada de don Benito y a su feliz casamiento con Margarita Maza.
Mención aparte merece la prosa de Parra, tan omnipotente como la todopoderosa figura de Juárez. A pesar de que por momentos abruma, no podía ser de otra manera. El Juárez de Eduardo Antonio, cuando se despierta fastidiado por la angina de pecho a media noche, “da pequeños sorbos y de cuando en cuando escucha el castañeo de sus incisivos en el cristal, pero no le hace demasiado caso pues lo distrae la sensación gélida del agua abriendo brecha entre las llamas del pecho.”
Vuelvo, para finalizar, al recuerdo de mi tía Aparicio, la que tuvo que conformarse con un yerno muy alejado de sus pretensiones. Pienso en ella y reflexiono en lo mucho que me gustaría que leyera El rostro de piedra. Quizá así dejaría de repetir que Juárez fue un político mediocre que modificó la Constitución a su conveniencia, un indio subido que atacó a la Iglesia… Acaso la lectura de esta novela permita a muchos revalorar la figura de un líder que sigue siendo un ejemplo para futuras generaciones.
La Jornada Semanal, 13 de Enero 2019