Tenía 24 años cuando vi Perfecto asesino, de Luc Besson. El filme, que significó el debut cinematográfico de Nathalie Portman, era un drama policiaco que contaba la historia de una niña de doce años que es atendida y entrenada por un asesino a sueldo que le ha salvado la vida. Recuerdo haber visto la película en compañía de mi novia, obnubilado por la sensualidad y el carisma de la Portman-nínfula en su papel de Mathilda, hechizado por el magnetismo que irradiaban sus expresivos ojos negros y sus finos labios. El movimiento de su cuerpo, ahora que lo pienso, no era el de una niña, era el de una mujer que intentaba agradar a su héroe, es decir, al hombre que significaba todo en su existencia. Como Humbert Humbert, el protagonista de la famosa novela de Nabokov, por un instante, sentado en mi butaca, con la vista fija en la pantalla, sentí que aquello era “amor a primera vista, a última vista, a cualquier vista”.
Al encenderse las luces del cine, sin pensármelo demasiado, cometí la torpeza de confesarle a mi novia lo atractiva que había encontrado a la pequeña. Y digo torpeza porque su reacción –iracunda, colérica– me dejó perplejo. Sus “cómo te atreves”, “pero en qué cabeza cabe”, “cuidadito que te estás convirtiendo en un degenerado”, sacudieron a tal grado mi conciencia que me llené de culpabilidad. El hecho de haber descubierto belleza en una pre-adolescente, ¿significaba que estaba a unos pasos de convertirme en un enfermo? No dije nada. Le di vuelta a la hoja y cambié el tema para no dañar, aún más, la susceptibilidad de mi acompañante, pero la perturbadora belleza de la Portman-niña quedó esa noche grabada para siempre en mi memoria.
El hecho anterior, que evoco ahora con tanta nitidez, me vino de nuevo a la cabeza a causa de Territorio Lolita (Alfaguara 2017), de Ana Clavel, un brillante ensayo donde la autora intenta desmitificar, o por lo menos poner sobre la mesa de debate, la satanización que el mundo ejerce sobre todo aquél, que como yo, se hubiera permitido alguna vez caer bajo el inevitable influjo de las ninfetas.
Así, en Territorio Lolita, Ana Clavel, no sólo intenta descifrar los motivos del escritor ruso para escribir su novela y a la postre crear el mito de las Lolitas –esas “niñas descarriadas” que conscientes de sus encantos, se aprovechan de los hombres maduros ansiosos de poseerlas –sino que se toma el tiempo para darnos un paseo por la historia del “deseo edénico” (así es como ella lo nombra) ofreciéndonos una sugerente y seductora colección de personajes literarios y cinematográficos que contribuyeron, de alguna manera, a concebir la fábula de Lolitas y Lolitos, porque hay que decirlo, en estos tiempos de igualdades genéricas, mal habría hecho Ana Clavel en dejar fuera de las páginas de tan seductor libro, a los representantes del sexo masculino.
De esta manera, tomando como base uno de los más fascinantes fetiches de nuestros tiempos, Territorio Lolita explora largamente casos emblemáticos como el de Alicce Liddel, la niña inglesa a la que Lewis Carroll, autor de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas, dedicó su famosa novela y a la que fotografió infinidad de veces; o el de Wadzlio Moes, el hermoso niño rubio de diez años cuya belleza despertó la admiración del escritor Thomas Mann al grado de inmortalizarlo en su novela Muerte en Venecia (que con el tiempo sería llevada al cine por el director Luccino Visconti); o el de la Caperucita Roja cuya historia, ya se sabe, tuvo que ser matizada por Perrault en 1697 debido a que el relato original, en lugar de presentar a una niña ingenua y tímida, insinuaba que ésta estaba deseosa de manipular al lobo en la cama; o más recientemente el caso de Brooke Shields, la actriz norteamericana de la película Pretty Baby que a los diez años, dos antes de aparecer en esta cinta, posó desnuda para la lente del artista Garry Gross, y cuyas fotografías, a pesar de su eminente valor artístico, con el correr de los años se volverían tremendamente polémicas por “alentar la pederastia”.
Ahora bien, acaso sin proponérselo, este libro también constituye una invitación a descubrir, a través de las letras y por nosotros mismos, el verdadero origen de la nínfula, aquello que subyace en su interior y que resulta más poderoso que el deseo mismo. Es un convite a sumergirnos en la lectura de autores que se han aproximado al tema, como Jean Cocteau en Les enfants fatals(1929), André Pieyre de Mandiargues en La sangre del cordero(1946), Ian McEwan en Jardín de cemento (1978), Julio Cortázar, en Silvia (1969) y por supuesto, Juan García Ponce, mi compatriota, en Ninfeta (1995).
Dice Jean Cocteau que los privilegios de la belleza son inmensos y que actúa incluso en quienes no la perciben. Por eso Ana Clavel dedica su último apartado a la presencia de las nínfulas en otras artes. El cine, por ejemplo, esa fábrica de ilusiones al alcance de casi todos, se ha interesado numerosas veces en el tema. La novela de Nabovok, por ende, ha sido llevada dos veces al celuloide con muy buenos resultados. La primera ocasión en 1962 cuando fue dirigida por Stanley Kubrik y la segunda, en 1997, en manos de Adrian Lyne. El amante, la obra cumbre Marguerite Duras, que trata, precisamente, de un amor entre una adolescente de 14 años y un adulto de treinta y tantos, es otro ejemplo de cómo la pantalla grande es capaz de ejemplificar para sus espectadores una mirada que permita captar con mayor precisión los pormenores y motivos de los protagonistas.
Pero volviendo al inicio de este texto, acaso sin pretenderlo, Ana Clavel con su Territorio Lolita me ha abierto la puerta para evocar a una nínfula, a una Lolita inolvidable que, hoy en día, lamenta que su papel en Perfecto asesino haya provocado que uno de sus fans le escribiera para contarle una fantasía sexual donde él la violaba.
“Qué hacemos con el deseo, cómo lo sublimamos o ritualizamos, eso ya es responsabilidad de cada quién. Y la literatura y el arte son espacios propicios para explorarnos o exorcizarnos sin violentar a los otros”, me escribió Ana en un correo que cruzamos cuando sentí la necesidad de contarle, antes que a nadie, el recuerdo de mi encuentro con la Portman.
Ana Clavel, huyendo de retóricas innecesarias, partiendo de una investigación exhaustiva, ha escrito un ameno y seductor ensayo que nos ayuda a dejar atrás los tabúes y encontrar la verdadera sonrisa de las ninfas. Un viaje inolvidable al reino de las Lolitas.
La Jornada Zacatecas