La última vez que viniste aún seguías con Andrea. Ni siquiera pasaba por tu cabeza la idea de una separación. Ahora el sitio había sido remodelado para darle un aire más contemporáneo. Llamaron tu atención las formas geométricas de las litografías de Francisco Castro Leñero que adornaban la pared, los maceteros de acero rebosantes de helechos, el brillante piso ajedrezado, de mármol, colocado recientemente. Poco quedaba del viejo consultorio donde te habían tratado aquella molesta uretritis de juventud que tantos problemas te ocasionó en tus primeros años de matrimonio.
El médico, ocupado en revisar los resultados de tu prueba de antígeno, indicó que tomaras asiento frente a él.
Luego de preguntar por tus hijos (tuvo el cuidado de no mencionar a tu exesposa), te reprendió por haber pasado tantos años sin aparecerte por aquí.
—¿Qué malestar tienes?
—Problemas al orinar, un dolor extraño en la punta del pene…
Al oírte, fijó la vista en tu rostro, levantó las cejas:
—Lo supuse, la prueba de antígeno está por encima de los límites.
Dejaste pasar unos segundos antes de preguntar:
—¿Y es grave?
Te observó por encima de los lentes y abrió mucho los ojos para luego sentenciar:
—Necesito revisarte. A tu edad una señal así no se puede tomar a la ligera.
Su tono te pareció perturbador. Aunque fue amable, sus palabras te cayeron mal. Sobre todo porque a tus cincuenta y tres, bien establecido, recién divorciado, libre para hacer con tu vida lo que se te antojara, te sentías dueño del mundo. Pinche doctorcito, pensaste, ¿cómo me sale con esto ahora?
—Bueno, sígueme.
Mientras el médico se colocaba los guantes de látex, recorriste con la mirada la habitación tratando de disimular tu nerviosismo. De las paredes colgaban diplomas, fotografías de congresos y reconocimientos. Sobre un esquinero de madera había una pequeña fuente decorativa. El relajante sonido del agua corriendo llegaba a tus oídos. Carraspeaste. Tal vez porque creciste rodeado de prejuicios machistas, no terminabas de aceptar con naturalidad el tacto rectal. Sin embargo, al igual que en las contadas veces anteriores, te aseaste con esmero y escogiste unos calzoncillos nuevos.
Siguiendo sus indicaciones te quitaste los pantalones y los colgaste cuidadosamente en un perchero de metal.
En cuanto te tumbaste en posición fetal, con las rodillas dobladas contra el pecho, rodeándolas con los brazos, empezaste a hablar de cualquier cosa.
—¿Y qué tal las consultas?
—Si en condiciones normales los hombres le huyen al urólogo, la pandemia terminó por ahuyentarlos.
Aquello te sonó a indirecta, pero preferiste mantener la boca cerrada.
—Espera, ahora voy contigo.
Casi al mismo tiempo en que el médico te introdujo su dedo lubricado, un agudo dolor se irradió por tu pelvis y testículos. Debiste aguantar para no emitir un grito.
—¿Duele? —preguntó para confirmar.
—Algo —respondiste, tratando de mostrar entereza.
—Tienes muy inflamada la próstata. No me gusta nada. Habrá que hacer una biopsia.
—¿Biopsia? —subiste el tono de tu voz, tomando distancia del asunto como si no se refiriera a ti. ¿Biopsia? ¿En serio? ¡Si te cuidabas mucho! Hacías ejercicio con frecuencia, no fumabas, evitabas las juergas, bebías con moderación. No era una buena noticia. Disgustado, te entraron ganas de mentar madres, romper cosas, golpear a quien tuvieras enfrente. ¿Debías de hacerle caso sin chistar a este médico? Algo no estaba bien. ¿Y si buscabas una segunda opinión?
—Puedes vestirte.
La voz del urólogo te recordó que aún estabas desnudo de la cintura para abajo.
Mientras te ponías de nuevo los pantalones, el doctor se deshizo de los guantes, lavó a conciencia sus manos y tomó asiento otra vez en el sillón reclinable.
—Escucha: te sugiero tomar las cosas con calma. No es definitivo. Todavía estamos en el proceso del diagnóstico.
—Así lo haré —hablaste de dientes para afuera, pues ya habías decidido que al salir de aquí irías a ver a otro especialista: no iban a vencerte en tu mejor momento.
—El estrés, además, no es buen amigo en estas circunstancias —agregó, colocando los análisis sobre el escritorio.
—Vamos a fijar cita para la biopsia. Mientras más pronto, mejor. Toma en cuenta que antes de venir deberás hacerte un enema la noche previa.
Permaneciste en silencio, escuchando las instrucciones del urólogo, anticipando lo desagradable que sería todo esto. ¡Si por lo menos pudieras contar con Andrea! Pero no ibas a llamarle para anunciar nada hasta tener la certeza de que no tenías escapatoria. Aunque habían procurado llevar la fiesta en paz para no perjudicar a los hijos, en el fondo tenías la certeza de que te odiaba. Más aún desde el incidente de la selfie que, por error, enviaste al celular de tu primogénito, una foto en la que aparecías en la cama con una mujer. Y además Andrea tampoco aprobaba que anduvieras con Mariana, una de las nuevas contadoras del despacho, casi treinta años menor que tú.
—¿No te das cuenta que le doblas la edad? Ya no eres joven. ¡Madura! ¡Estás tan ciego queriendo demostrarle al mundo lo contrario! —decía.
Al notar tu distracción, el médico levantó la cabeza y preguntó:
—¿Tienes alguna duda?
Sonreíste a medias. ¡Por supuesto que tenías montones de dudas! ¿Y si resultaba canceroso? ¿Ibas a morir? ¿En cuánto tiempo? ¿Te darían radiaciones? ¿Y si por alguna razón te extirpaban la próstata y salvabas la vida? ¿Volverías a tener erecciones? ¿Sentirías lo mismo al tener sexo?
Sin embargo, estabas muy alterado como para hablar del asunto en este momento. No tenías ánimo para discutirlo ahora.
—No, ninguna —mentiste.
—De acuerdo. Mientras tanto voy a recetarte unos desinflamatorios. Al salir agenda la cita con mi secretaria de una vez.
Tan pronto dejaste el consultorio telefoneaste a Mariana, saltando el acuerdo que tenían de dejar los jueves para que cada quien hiciera lo que se le diera la gana.
—¿Tienes planes para hoy?
—¿Hoy? ¿No estarás confundido? —su respuesta te incomodó, la sentiste ajena.
—Necesito hablar contigo —insististe.
—Es que ya había quedado con unas amigas… —trató de zafarse.
—Vamos, amor, te prometo una buena cena en casa con lo que a ti te gusta: vino blanco y lasaña de tu restaurante italiano preferido —presionaste.
—Está bien, pero me vas a deber una…
Estabas satisfecho: habías ganado.
Pasaste las siguientes horas arreglando asuntos pendientes de la oficina. Próximo a jubilarte, llevabas ya algunos meses asistiendo de manera intermitente al despacho, así que a nadie iba a extrañarle que esa tarde salieras temprano. Las punzadas en la zona donde te esculcó el médico regresaban de cuando en cuando, pero decidiste no hacer caso. Estabas dispuesto a pasarla bien esa noche.
Mariana llegó cerca de las nueve. Vino hacia ti sonriendo. Llevaba unos pantalones de mezclilla ajustados y una blusa oscura, de licra, que acentuaba las curvas de su cuerpo. El olor de su perfume estimuló tus sentidos. Quizá ya había tomado algunos tragos con sus amigas y por eso estaba tan risueña. Te miró con sus grandes ojos castaños y te echó los brazos al cuello. En ese momento sentiste el mismo deseo que nació en ti desde que te la encontraste por primera vez en las oficinas. ¡Qué afortunado eras de haberte conseguido una hembra así! Todo en ella te gustaba: su olor, su boca de labios carnosos, la redondez de sus pechos, la firme curvatura de sus nalgas. Carajo. ¡Preferirías morir antes que perderte estos placeres!
Se dirigió a la cocina y sacó del refrigerador una cerveza. Luego caminó hasta la sala y se echó en uno de los sofás italianos de piel que habías comprado para amueblar tu departamento de soltero.
Antes de descorchar aquel Château d’Yquem que habías reservado para una ocasión especial, pusiste un CD de Bebo Valdés que ella cambió enseguida por las canciones en inglés de una cantante pop que encontró en Spotify. Nunca preguntó qué era aquello que deseabas confiarle. Espoleada por el vino, por enésima ocasión se puso a hablar de lo difícil y embarazoso que le resultaba trabajar en el despacho contable del cual eras socio.
—Tengo planes de irme a recorrer Europa con unas amigas —dijo.
—¿Alguna vez has pensado en casarte? —preguntaste a bocajarro, solo por joder, dando por un hecho que no valía la pena confiarle lo del tumor.
—Ay, amor, qué cosas dices —respondió, mientras se llevaba la copa de vino a los labios y te revolvía cariñosamente el pelo con las manos.
Terminaron en la cama luego de vaciar una segunda botella de blanco y un par de caballitos de tequila. Aunque tardaste en alcanzar la erección, cuando lo lograste todo fue placentero y divertido. Ella se dejó hacer, pero parecía ausente. Como acostumbraba, después de la medianoche se puso de pie dispuesta a irse. Solía decir que para descansar “necesitaba cama para ella sola”. Te hubiera gustado que esta vez se quedara, pero no le ibas a rogar. Desde la oscuridad de la habitación la escuchaste merodear en la cocina, coger sus llaves y cerrar la puerta. Al día siguiente, cuando se toparon en el comedor de la oficina, apenas te saludó.
Pese a tus esperanzas, el tumor, confirmado también por otro especialista, resultó maligno e invasivo. Hubo que realizar una cirugía de emergencia para evitar que se propagara por todo tu cuerpo. El día de la operación, en contra de tu voluntad, no te quedó más remedio que llamar a Andrea: alguien tenía que hacerse responsable de tu ingreso en la clínica. A tu único hermano le había resultado imposible tomar un vuelo desde la capital para ayudarte, tal como había prometido. Ni pensar en que Mariana te echara una mano; andaba recorriendo Europa.
—¿Por qué no me habías confiado nada? —reclamó tu exmujer antes de que los enfermeros te llevaran en camilla al quirófano.
—Pensé que no te importaría.
—No seas estúpido. Eres el padre de mis hijos —dijo con sorna.
Tres días después saliste del hospital por tu propio pie. La operación, según el urólogo, fue exitosa. Habían extirpado la glándula y algunos tejidos alrededor de esta; por el momento el mal estaba controlado. Llegaste a casa adolorido, con un catéter insertado en el pene para ayudarte a drenar la vejiga. Estabas agobiado, lleno de inquietudes ante el futuro, temeroso de no volver a funcionar como hombre, preocupado porque en el despacho comenzaran a mirarte con lástima, pero ¿qué otra cosa podías haber hecho? Te abrió la puerta el enfermero que iba a acompañarte durante toda la convalecencia.
De vez en cuando, Mariana mandaba desde Europa breves mensajes por WhatsApp acompañados de selfies en lugares turísticos donde se la miraba de lo más contenta. Contestabas de inmediato, con frases amorosas que alimentaban tu peregrina idea de que a su regreso la relación continuaría como si nada.
Para tu sorpresa, Andrea se portó de lo más amable. Cada tarde venía con alguno de tus hijos para levantarte el ánimo. A veces tenía detalles que no habrías esperado: un bote de helado de tu sabor favorito, una novela policiaca de Henning Mankell, algunas de tus frutas preferidas. También te sugería y ubicaba series y películas en la televisión que jamás hubieras encontrado por tu cuenta dentro de esa multitud de canales, aligerándote la convalecencia.
—¿Hay algo más que pueda hacer por ti? —se despedía, para luego pedir al enfermero que no te permitiera ver televisión hasta tarde.
—El señor necesita guardar reposo —sentenciaba, con esa imperativa forma de ser que siempre habías detestado, pero que en estos momentos agradecías porque, de otra manera, hubieras estado totalmente solo.
Después de preguntarte si no habías tenido dolores o pasado sangre, el urólogo pidió que fueras a la habitación contigua y te echaras boca arriba en el mueble de siempre. Habían transcurrido ya las cuatro semanas prescritas para retirarte la sonda y verificar la evolución de la herida. Jalaste aire. Faltaba muy poco para que volvieras a la normalidad. No obstante, sospechabas que necesitarías llenarte de valor para lo que vendría.
Ya con los guantes puestos, el doctor palpó la herida y, con un solo movimiento, retiró la sonda. Una punzada intensa pero rápida atravesó tus partes nobles.
—Listo. Ahora tendrás que esforzarte para volver a controlar la micción —se quitó los guantes—. No creo que tan joven quieras formar parte del CPA —agregó.
—¿CPA? —preguntaste con extrañeza.
—Club de Pañales para Adultos —bromeó.
Apretaste las mandíbulas; su comentario no te había hecho la menor gracia. ¿Cómo podía hablar este cabrón de esta manera? Cierto, fue amigo de tu padre y te conocía desde hace mucho, mas no esperabas que hiciera escarnio de algo tan delicado.
¿Y del sexo qué? ¿También iba a salir con alguna pachotada?
—En cuanto a erecciones —agregó, como si te leyera la mente—, no hay nada que el Viagra no pueda solucionar en este siglo. Todo es cuestión de acostumbrarse. Eso sí, aunque la sensación del orgasmo no se verá afectada, no expulsarás líquido seminal. Te recomiendo hablarlo tranquilamente con quien sea tu pareja.
Sus últimos comentarios hicieron que el tiempo se detuviera. Escuchaste los latidos de tu corazón. ¿Quién era tu mujer ahora? Te vino a la mente una escena erótica de Game of Thrones, la popular serie inglesa a la que te habías hecho adicto por culpa de Andrea, en la que un eunuco tenía una larga sesión de sexo con una hermosa mujer. ¿Lo aceptaría Mariana? Seguramente no.
—Hemos terminado, vístete —ordenó el urólogo.
Antes de que salieras, el médico te tendió la mano y preguntó si estaba todo bien. Contestaste que sí y fingiste distracción para dejarlo con la mano extendida. En la sala de espera, Andrea te aguardaba, condescendiente.
Texto publicado en el suplemento Laberinto del periódico Milenio el 18 de julio del 2025
Enlace: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/miel-hojuelas-cuento-carlos-martin-briceno