1
Desconfíen de los abstemios, se empeñaba en sostener mi padre. Fiel a su credo, para asegurarse de que ni mi hermano ni yo fuéramos a formar parte de esa desdichada tribu, los domingos acostumbraba servirnos un tarro de espumeante León Negra antes de la cochinita pibil, el puchero de tres carnes o el pavo en relleno negro que preparaba mi diligente progenitora. Era la década de los sesenta y, en esos días, ajenos a moralinas extranjerizantes, nadie se escandalizaba porque los hijos varones degustaran, a temprana edad, aquella múnich oscura producida por la extinta Cervecería Yucateca, con ingredientes importados de Alemania. Debido a su extendida fama de buena, incluso los médicos de la región recetaban a las mujeres embarazadas un vasito diario “para el buen funcionamiento de las glándulas mamarias y que al recién nacido no le faltara el sustento”.
¿Qué tanto de cierto había en esta tesis? Lo ignoro, pero lo que sí puedo asegurar es que al término de la gestación, tanto las futuras madres como sus retoños, se habían vuelto ya incondicionales de aquel elixir ambarino.
Entonces yo no había leído a Proust e ignoraba que del recuerdo de una magdalena remojada —o hecha “chuc”, como decimos los yucatecos— en té pudiera surgir una obra literaria del aliento de En busca del tiempo perdido. Más tarde, cuando decidí incursionar en el mundo de las letras, deslumbrado por la obra del francés, intenté narrar una especie de memorias tempranas a partir del recuerdo de algún sabor y escogí el de aquella cerveza con nombre de felino africano. Nunca las terminé: para mi buena fortuna se cruzó en mi camino el taller de narrativa de Agustín Monsreal, donde aprendí que en literatura, más vale cuento en mano que novela volando. Me hice cuentista y abandoné la empresa de escribir aquella pretenciosa autobiografía.
Sin embargo, nunca pude abandonar mi adicción por las negras. Hay en su aroma y en la mezcla dulceamarga que dispensan al invadir los sentidos, algo que las vuelve soberbias. Acepto una rubia para el inicio, para despertar el instinto, pero para acompañar la gresca y complacer el paladar, nada como una rotunda oscura.
Por esa razón encuentro despreciables a toda esa raza de desabridas que pululan hoy por los bares y que se han dado en llamar cheladas y micheladas. Por cierto, “chel”, en la diglosia yucateca equivale a güero, que a su vez equivale a rubio. No entiendo ese afán de rebajarle el sabor al pecado. En alguna ocasión un cantinero me juró que eran un excelente remedio para la cruda y hasta la fecha recuerdo el acridulzor que me hizo devolver todo lo bebido la noche anterior.
2
Mi abuelo paterno, que gran parte de su vida trabajó en la destilería de la Casa Luis Achurra, nunca leyó a Ernest Hemingway. Esta minucia no le impidió compartir con el escritor su desmedida afición por el ron, llegando a beber, al igual que el norteamericano, más de dos litros de “mata diablo” en una tarde.
Sin importarle la amenazante sombra de la diabetes, solía llevar en el bolsillo derecho de su “flus”, una chatita de un ron habanero —que aún producen los sucesores de los Achurra en Yucatán—, bautizado con el extravagante nombre de Pizá Araña. Recuerdo que mientras conversaba con nosotros se llevaba de cuando en cuando la botella a la boca y se relamía los labios para que no se le escapase ni una sola gota.
Este ron, rezaba la publicidad de la época, era una bebida que “debía su extraordinario sabor a que reposaba pacientemente por meses en barricas de roble americano”. Yo, que aún no contaba con edad suficiente para degustarlo, moría de curiosidad por saber a qué sabría ese destilado que, yacente entre maderas preciosas, se parapetaba tras los hilos de la telaraña. Años más tarde, cuando por fin tuve edad para constatarlo, ya mi abuelo había muerto a causa de una complicación hepática y el Bacardí comenzaba a imponerse como el ron de moda entre los muchachos de mi generación. Tendría que esperar varios años más para probar el veneno del Araña.
La ocasión se dio mucho tiempo después, un día de la Santa Cruz. Ya iba a cumplir treinta años y me había embarcado en la tarea de construir mi casa en las afueras de la ciudad.
“De lo que negociemos esta tarde dependen tu tranquilidad y el precio del metro cuadrado de construcción”, me dijo el arquitecto, mientras destapaba la primera de las caguamas que me encargó para brindar con el contratista y su gente.
Y yo, que recién había leído Los albañiles de Leñero, intuí que nada iba a ser suficiente para calmar la sed de los alarifes, así que cuando a ritmo de cumbia se terminó el tercer cartón de la tarde, no me hice de rogar y mandé al contratista por el “desempance”. En cuestión de minutos el tipo apareció con un par de botellas de Pizá Araña. Con sólo verlas anticipé su gris sabor de nostalgia. Ahora que, la verdad, cuando el ron pasó por mi garganta tuve la sensación de que la ponzoña del insecto entumía mi cerebro. A partir de ese instante, salvo la música que nunca cesó, todo se volvió confuso.
¿En qué momento aparecieron más botellas de licor?
¿Cómo fue que el contratista aceptó terminar la obra por la mitad de lo que originalmente pretendía cobrarme?
Hasta la fecha nada se ha esclarecido y tampoco pretendo hacerlo. Ni siquiera recuerdo cómo fue que volví sano y salvo a casa. Supongo que fue el fantasma de mi abuelo quien guió mis acciones. En el recuerdo que conservo de esa tarde todo gira alrededor de la mítica botella de Pizá Araña. Desde entonces, me basta con evocarla para volver hasta allí y asir, una vez más, la mano protectora de don Pepe Martín Cuevas.
3
Espigo entre mis recuerdos uno muy vívido, en tonos blanco y negro, en una época en que los años transcurrían con una lentitud incorpórea. Se trata de un sábado al mediodía, en una cantina atestada de gente donde el barullo de los parroquianos se confunde con el chocar de las botellas sobre mesas de metal, los arpegios de guitarra y las voces de un trío que canta melodías yucatecas. Reconozco las estrofas de “Quisiera”, de Guty Cárdenas. El propietario del bar, un hombre robusto y de pómulos hundidos, y al que todo mundo conoce por el sobrenombre de “El Chino” Escalante, atiende desde la barra a la clientela. A pesar del calor meridano, viste guayabera blanca de mangas largas, supervisa que a ninguna mesa le falte botana, y mucho menos bebida. A través de un agujero en la pared que une el salón principal con la cocina, como si se tratara de un mágico cuerno de la abundancia, brotan sin descanso charolas rebosantes de jícama con chile, remolacha curtida, papa con chorizo, chicharra en salpicón, empanaditas de frijoles y pequeñas raciones de sikil iilpaak. Nada que empance a los bebedores, a La Negrita se viene a beber, no a almorzar, suele decir “El Chino” cuando alguien le reclama que allá, por el rumbo de La Plancha, acaban de abrir La Prosperidad, un bar donde el queso relleno y los lomitos de Valladolid son cosa corriente en el menú botanero.
Me veo sentado en una silla grande, ante una mesa que me queda alta, en un rincón de este salón cerveza ubicado en la confluencia de las calles 49 por 62, acompañando a mi padre que apura ya su segunda León Negra de la tarde y está a punto de pedir un Madero Cinco Equis “pintado” o tal vez un whisky Ballantine’s, bebidas de moda entre los profesionistas de esa época.
Papá viste aún con su bata blanca; acaba de salir de su consultorio y no tuvo tiempo de —o más bien no quiso— pasar a casa a cambiarse de ropa. Se le mira contento, satisfecho. Ni siquiera las noticias sobre el asesinato de “El Charras”, el rebelde líder estudiantil, han alterado su rutina de los fines de semana. Puedo adivinar en sus gestos, en el gusto con el que espumea de cerveza su bigote, en la forma en que conversa con el cantinero, en el modo en que sonríe y saluda a las personas cuando lo llaman doctor, una inequívoca expresión de triunfo. Me han servido un refresco de toronja pero, como siempre, él permite que tome algunos tragos de su cerveza que me saben a gloria. Y nadie parece tomar en cuenta mi presencia…, ni siquiera papá que ahora conversa animadamente con un hombre mayor al que por su atuendo blanco, supongo también médico. Los veo platicar con buen ánimo, deteniendo su charla únicamente para disminuir el nivel de sus vasos jaiboleros, como viejos amigos que hace mucho no se encuentran y saldan una cita pendiente.
Mi padre sonríe y creo descubrir, entre la bruma provocada por los sorbos de cerveza y el dulzor de mi segundo refresco de toronja, como los semitas bíblicos, los egipcios faraónicos, los antiguos persas y los indios del Ramayana, que no hay mayor felicidad que ésta: la del hombre que ha alcanzado el privilegio de beber y conversar con sus semejantes, sin que le preocupe absolutamente nada de lo que sucede a su alrededor.
Más tarde, cuando el humo de los cigarros empieza a enrojecerme las pupilas y las botanas se circunscriben a platos de cacahuates enchilados y pepitas de calabaza, papá mira su reloj de pulsera y suelta un lacónico “ya es hora” que anticipa el fin de nuestro edén. Apura el resto de su trago y le hace señas al mesero para que traiga la cuenta. Y es precisamente en este momento de la evocación, al reconocerme a punto de partir de La Negrita, cuando todo cobra sentido. Lo miro ponerse de pie y pasarme el brazo por los hombros mientras tararea Un rayito de sol, de Guty, la última canción que habremos de escucharle al trío.
Antes de cruzar la puerta abatible de la cantina de mi memoria, echo una última mirada al sitio y alcanzo a ver, con un sabor a pérdida impregnado en la boca, cómo a mis espaldas empieza a oscurecerse la imagen de aquel territorio de felicidades.