Un placer incomprendido | Por Carlos Martín Briceño

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Verano en la península yucateca. Tarde de sábado. Un chubasco repentino ha anegado las angostas y tranquilas calles del centro meridano. A los transeúntes no les queda otro remedio que despojarse de los zapatos y avanzar bogando agua, pero mi hermano y yo, que recién acabamos de recibir nuestro peso de “gastada”, ni siquiera tomamos en cuenta este detalle. Apenas amaina, importándonos poco el encharcamiento, corremos a la terminal de autobuses ubicada a solo dos cuadras de nuestra casa. En uno de sus estanquillos, cuidadosamente exhibidos con ayuda de una cuerda y varias pinzas de madera, nos esperan los cómics de la semana: Tarzán de los monos, Turok, Korak, Batman, Superman, El hombre araña, Archie, Tom y Jerry, Porky y sus amigos, El llanero solitario, Fantomas…, el menú es interminable. Es la época dorada de Editorial Novaro y las páginas brillantes de las portadas de sus “cuentos” (así es como los llamábamos) nos seducen con sus reflejos policromos. Un verdadero banquete visual. Lo malo es que, a razón de veinte centavos por “cuento”, apenas nos alcanzará para comprar cinco por cabeza. Después de elegir cuidadosamente, volvemos emocionados con nuestras reservas bajo el brazo. Lo que resta de la tarde habremos de pasarla echados en las hamacas, el abanico de techo a toda velocidad, seducidos por la magia de estas historietas que, ahora caigo en la cuenta, constituyeron mi primer acercamiento a la lectura.

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“Abuela, el gato se metió en el pote de la nata. ¡Ay, hija, si tuviéramos la onza de oro!” ¿Cómo un gato podía meterse en un pote? ¿Pues de qué tamaño debían de ser estos felinos en Alemania para caber en él? ¿Y qué cosa era la onza de oro? ¿Por qué la abuela de aquella historia, ante cualquier pregunta de su nieta, mencionaba de inmediato la susodicha onza? Con ese diálogo fantástico del escritor berlinés Hans Fallada rebotando en mi cabeza solía irme a la hamaca a mis siete años. Este cuento —lo leía y releía— formaba parte de la colección Caballo de Plata, una docena de libros ilustrados que, en los años setenta, circuló bajo el sello de la Editorial Labor de Barcelona. Y los Reyes Magos, en un extraño arrebato de vanguardia intelectual, habían dejado debajo de mi hamaca esta colección como premio a lo que suponían mi buen comportamiento.

El calvario de Jesucristo visto a través de los ojos de El petirrojo, de Selma Lagerlöf; la hermosa derrota de El gigante egoísta, de Oscar Wilde; el juego erótico oculto en La Bandada de palomas, de Camilo José Cela; la metamorfosis de Nico, el niño que se convirtió en perro, de André Maurois, y otras evocaciones literarias que guardo en la memoria provienen de esos primeros cuentos (tan diferentes a las versiones ñoñas de las fábulas de los Hermanos Grimm) que  llegaron a mis manos en la navidad de 1973.  Había en aquellos relatos una poderosa fuerza seductora que me obligaba, una y otra vez, a zambullirme en ellos. Gracias a estas lecturas, el tedio de las vacaciones decembrinas y la canícula del infinito verano yucateco transcurrían menos pesados.  Demasiado seductora era la imagen de aquella vieja agonizante que exhortaba a su nieta a ir en busca de la onza de oro a costa de lo que sea. Mis amigos dicen que la perseverancia fue lo mejor que saqué de aquel relato. ¿Y qué decir de la voz imperiosa del gigante embravecido —“¿Quién se ha atrevido a herirte? Dímelo para tomar mi espada y matarlo.”—, o de la sublimación pederasta de aquel barbudo que raptaba niñas para convertirlas en palomas? Allí, supongo, fue donde empezó todo: me hice adicto a los libros y desde entonces no he parado.

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Fue también durante mi niñez cuando descubrí Oliver Twist y Grandes Esperanzas. Ambos entrarían a mi casa gracias a la insistencia de un vendedor de libros a domicilio (especie hoy totalmente en extinción) que solía visitar de cuando en cuando a mis padres en su consultorio para ofrecerles su mercancía. Impresos por la Editorial Bruguera de México, recuerdo bien sus elegantes portadas rojas con letras doradas que anunciaban pomposamente: Charles Dickens. Obras Escogidas. Y a pesar de que las sórdidas aventuras de aquellos huérfanos de la Inglaterra Victoriana poco o nada tenían que ver con mi regalada vida en el trópico yucateco, sus vicisitudes me mantuvieron cautivo durante varias semanas. Por esas épocas, mi padre había comprado un Chevelle dorado y decidió que para probar el desempeño de su brioso motor era menester hacer un viaje en familia a la ciudad de México. Para matar el tedio de las dieciocho horas de camino, previendo que sus rijosos retoños no aguantarían tanto tiempo en paz, mi madre nos compró a mis hermanos y a mí varios libros que afianzarían mi gusto por las letras: Las aventuras de Tom Sawyer, Huckleberry Finn, La vuelta al mundo en ochenta días, Un viaje a la luna, La cabaña del Tío Tom, Sandokan, Las minas del rey Salomón, La isla del tesoro… Para mamá, los libros tenían un fin práctico antes que didáctico. Nunca pasó por su cabeza que estos autores, que ella había elegido apresuradamente en el segundo piso de La Literaria, iban a provocar que uno de sus hijos dedicara parte de su existencia a la escritura.

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Me gustaría decir que fueron literatos de la talla de Cervantes, Shakespeare o Kafka los que consolidaron mi entusiasmo por la lectura durante mi pre adolescencia, pero siendo totalmente honesto, debo este honor a Agatha Christie, la novelista más vendida de todos los tiempos. En los estantes de mi biblioteca, en un rincón especial, reposan todavía las treinta ocho novelas de la Christie, impresas por la editorial barcelonesa Molino, que compré durante esa etapa de mi vida. De vez en cuando abro alguna de ellas y recuerdo con nostalgia el inmenso placer que me embriagaba despojarlas de su cubierta de papel celofán, abrir sus primeras páginas y toparme con la guía del lector. “En un orden alfabético convencional relacionamos a continuación los principales personajes que intervienen en esta obra.” Aquel anuncio era el anticipo de una vorágine de emociones en las que habría de sumergirme las siguientes cuatro o cinco horas. Atrapado en el oasis criminal de la Christie y en la morbosa curiosidad de saber quién sería el culpable, me dejaba hechizar por la lectura y no me detenía hasta averiguar el desenlace del enigma. Curiosamente, nunca pude ganarle a la autora. Era tan hábil que me hacía sospechar de todos menos del verdadero asesino. Cuando la británica murió en 1976 yo iba a cumplir once años. Fue la primera vez que sentí de verdad el dolor de la ausencia definitiva de un ser querido.

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Entonces llegué a la adolescencia y, gracias al buen tino de mi hermano Enrique, quien comenzó a traer a casa los ejemplares de la Colección de Literatura Universal Bruguera que se vendían semanalmente en los desaparecidos supermercados Blanco, conocí a los autores que a partir de ese momento marcarían el rumbo de mis lecturas. Novelas como La perla, El barón rampante, Pantaleón y las visitadoras, El coronel no tiene quien le escriba, El corazón es un cazador solitario, El lugar sin límites, Trópico de cáncer, Pedro Páramo, afianzaron en mí, en la década de los ochenta, mi pasión por las letras, aunque debo reconocer que no pude con El ruido y la furia, ni con Manhattan Transfer.

Creo, como dijo Borges, que la lectura no debe ser obligatoria: debe ser una forma de felicidad. Leer es un placer individual incomprendido; uno de los pocos placeres que no dependen de los demás. Esa es, quizá, la razón por la que leo a todas horas y cada vez que puedo: en la cola del teatro, a la espera de una cita, en el cine antes de que empiece la película; incluso en el coche mientras dura la luz roja o durante un embotellamiento.  En cuanto a escribir, pienso que nunca será lo mismo hacerlo con la mente en blanco que luego de haber terminado de leer un buen libro.

 

Texto publicado originalmente en el  suplemento cultural Laberinto

de el periódico Milenio el 15 de julio del 2022

Enlace: https://bit.ly/3OQUQTw

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