Por Rosa Beltrán
Conocí a Carlos Martín Briceño en Mérida hace ya muchos años, en un taller intensivo de cuento que impartí dos veces, en años distintos. Consistía el taller en encerrarse por cuatro días a piedra y lodo a leer obras de creación y discutir sobre problemas teóricos y textuales de eso que llamamos cocina literaria. Es uno de los talleres que más he disfrutado porque entre otras razones agrupaba a un conjunto de poetas y narradores extraordinariamente talentosos y sobre todo, raro en los talleres, con mucha maña y mucha mala leche, es decir con experiencia de escritores. Esto fue quizá lo primero que me llamó la atención de Carlos. Que formara parte de un grupo que tenía una inmensa pasión por la literatura y algo más. Pronto supe que este taller contaba con la presencia frecuente de grandes escritores que trabajaban con ellos sus textos literarios. Así que antes de mí por estos cuentos habían pasado los ojos de Beatriz Espejo, Elsa Cross, Rafael Ramírez Heredia, Eusebio Rubalcaba, entre otros, de modo que no era de extrañar que al llegar a los míos me asombraran como lo hicieron. Siempre supe que los cuentos de Carlos Martín Briceño, una vez reunidos, formarían parte de un estupendo libro. Y que harían un conjunto y no un muestrario de las distintas variantes de una sola obsesión.
Carlos tiene aspecto de eso que las empresas llaman hoy young professional, muy serio, muy formal, incapaz de una impertinencia o un desmán, un hombre, en fin, de esos que encarnan la filosofía del éxito. Pero igual que ocurre con sus cuentos la imagen que adopta quien los escribe es una apariencia, la máscara con la que reviste una identidad compleja. Da miedo pensar que los ojos de Carlos se posen en uno; da miedo sobre todo después de leer sus cuentos. Porque Carlos siempre observa lo anómalo, lo retorcido, esa parte de una personalidad y de una relación que se ha vuelto insoportable y que es difícil poner en palabras. Si Narciso es el emblema de nuestro tiempo posmoderno, Narciso es también el personaje que aparece con distintos nombres en los cuentos de Carlos, tratando de comprender la infelicidad que causa a las mujeres con que se relaciona; escudriñando en esa forma de ejercer el poder tan típica del sureste que llamamos matriarcado; es el protagonista, sea hombre o mujer, que está irremisiblemente solo y a quien lo único que le queda es amarse mediante un sueño, una idea o un falo de marfil que compró a un gitano para venderlo en un almacén de objetos exóticos, como ocurre en el primer cuento “Todas las tardes” Narciso es también una gran matriarca. Una abuela poderosa, dueña de la casa donde tú, su nieta, tomas clase de piano en su casa, y te enamoras de Helena, tu profesora de piano, sentada frente a ti, de blanco, entallada y traslúcida y con un escote generoso. A ti te agrada desde el principio, tu maestra, aunque no parezca una mujer honorable, según tu madre, y te entregas a estudiar a su lado y aprendes cosas complicadas, como las gimnopedias de Satie, y luego ves que tu madre cambia de opinión y deja quedarse a dormir a tu maestra en la habitación de huéspedes y te anima a tomar clase diario, y las oyes de noche reír y conversar y gemir hasta que tu abuela, que es la de los dineros, es decir, las rentas, le pide algo a tu madre y tu ves que tu madre se encierra en su cuarto una semana entera sin permitir que nadie la moleste y te quedas sin clase aunque todavía hoy, a veces, ves que a tu madre se le humedecen los ojos al oírte tocar las Gimnopedias.
Una cosa que llama poderosamente la atención en este libro es que la mayoría de las protagonistas son mujeres poderosas. Es como si Carlos desentrañara ese otro poder que se ejerce de forma oblicua en todos los hogares mexicanos pero que quizá se muestre de modo más vívido en esas familias de la rancia sociedad de las castas. Me parece un acierto que Narciso sea muchas de las mujeres que pueblan estas historias. Y que el autor de estos cuentos se haya decidido a explorar las tretas del débil. Ese poder que ejercen las mujeres mayores, viudas, abuelas, madres que se quedan con las grandes casonas y con las herencias de maridos ausentes, tal vez muertos, tal vez huidos y que han fundado otras familias y las han abandonado, mujeres que con esas herencias manipulan los destinos, los gustos, y los afanes sexuales de su progenie.
Sexo, sexo, sexo; por todos lados el sexo está visto desde su ángulo más improbable, el más conflictivo, la represión. Que se manifiesta de my diversos modos. Con una pléyade de amantes y esposas, de madres inconformes. O con una abuela que se ve obligada a vivir con sus parientes a causa de su invalidez y cuya máxima preocupación consiste en no descruzar las piernas a fin de que no le vean un sexo que nadie quiere mirar. Y he aquí la tragedia: se trata de mujeres que cubren su sexo cuando ya nadie quiere mirarlo; que lo cuidan cuando ya a nadie se le ocurriría que hay ahí algún valor. En cuentos como éste, Briceño nos recuerda que sexo y juventud son una convención en la historia de la literatura pero también en la vida. Y que muchas veces el resguardo excesivo del sexo está unido a otros prejuicios como el racismo que en la vieja de esta historia, revela un temor más profundo, que se remonta a nuestras raíces históricas.
En “Confabulación”, la adolescente de secundaria que cuenta la historia del día que trajeron a la tía abuela inválida, nos dice:
Cuando la trajeron era noche; yo estaba nadando en el agua verdosa de la piscina y Pierrot no cesó de ladrarles a las trinitarias que la bajaron junto con el cuadro del sagrado corazón, la cama de agua, la silla de ruedas y las maletas de cuero.
–¿Y dónde la colocamos?
Papá suspiró, se rascó la frente y apuntó hacia el cuarto de Rafaela.
–Es sólo por un tiempo (…)
Saluda a tu tía abuela, jovencita (…)
Acerqué mis labios a su cara y deposité un rápido beso que rozó, apenas, la piel amarillenta de la vieja. Olía a orines y a carne putrefacta (…)
Y como si se diera cuenta de que el origen de su manía, la manía de su tía abuela de no descruzar las piernas, tiene una raíz más honda que el pudor, la joven más tarde nos revela:
Dije que ella nunca dejó de ser la misma, porque lo primero que hizo al verse sobre la cama de agua, fue cruzar las piernas. ¡Como si alguno de nosotros tuviera la intención de fisgarle las entrañas! Cada vez que la aseaban, había que luchar contra el nudo de carne pellejuda en que se convertían sus extremidades.
Una tarde, por curiosidad, cuando la tía abuela tomaba una siesta, ordené a Rafaela que intentara colocarle las piernas como Dios manda. Sus gritos se hicieron venir ipso facto a papá hasta la recámara.
–¡Háganme el favor de dejarla en paz! ¿Qué se creen ustedes? ¿No ven que lo que tiene es artritis?
Así durante el primer mes, no hubo problema. A cambio de un buen plato de carne (…) no faltaron trinitarias dispuestas a darle de comer y a limpiarle el culo a la vieja. (…) Pero conforme comenzó a tener instantes de lucidez, le dio por rebelarse y resultó cada vez más difícil encontrar monjas dispuestas a ayudarle: ¡Quítame las manos de encima, india sinverguenza! ¡Qué te imaginas, desgraciada! ¡Aléjate, sucia, no te atrevas a tocarme!
Ahora bien. Puede ser que a Briceño le interese hacernos visitar los recovecos poco iluminados del alma humana; que tenga atracción, como el refinado observador que es de hacernos ver algo que pareciendo muy claro no lo era; todo esto lo entiendo. Pero lo que a mí me intriga es ¿por qué le interesa a Briceño el sexo marchito, imposible, sucio, asqueroso, viejo, etcétera, de las mujeres? Lo que queda muy claro es que en esta sociedad del sureste las mujeres son las de los dineros y que así es como controlan a las nueras, los yernos, los hijos y los nietos. La brillante idea de los hijos consiste en llevarse a las parientas artríticas a sus casas para hacerse ricos una vez que éstas los hereden y mueran. Lo que estos hijos no saben es que las parientas además de artríticas son listas, son el diablo. Y que después de hacerles la vida imposible, terminarán por heredar sus dineros a las monjas trinitarias a las que se pasaron la vida despreciando.
Así, la traición es otro de los temas que le encanta a Carlos explorar.
Por último, quiero referirme a la nouvelle que cierra el libro y que le da título. Los mártires del freeway. Es una novela policiaca con tintes de thriller donde la madurez de Carlos como escritor se pone de manifiesto desde la primera hasta la última línea. El tramado matemático, la verosimilitud de la intriga el dibujo extraordinario del detective, un yuppie que sólo come alimentos orgánicos y se cuida el cuerpo hasta el extremo; un estudioso de criminología en L.A., guapo, mono, demasiado nice para los judiciales del H. cuerpo policiaco del país, sí, adivinaron un gay de clóset es nuestro Virgilio en esta historia. No digo más para no arruinarles el gusto de la lectura de esta novela, de la que en cuanto Carlos hable, quisiera saber cómo la tramó, si dibujó antes a su personaje, si hizo esquemas de la estructura, etcétera, porque desde ya les digo que en cuanto corran a comprar su ejemplar y lo lean, encontrarán en él, más que una lectura novedosa y disfrutable una lección de originalidad que confirma a Martín Briceño como un gran narrador y no sólo del sureste.
Texto leído durante la presentación del libro en la Feria Internacional de Minería en marzo 2007.