Para Óscar Sauri
Me pregunto qué negocio es éste en que hasta el deseo es un consumo.
Silvio Rodríguez
—¿Le gusta? Yo estuve allí, en la Plaza de la Revolución, el día en que Korda tomó esa foto.
La voz del viejo se dirige al hombre que, vaso en mano, contempla absorto el retrato iluminado por las veladoras sobre el esquinero de caoba convertido en altar.
—Me la obsequiaron después, en una celebración del partido. Un año que logramos una zafra histórica —agrega el viejo.
El hombre sonríe, se acomoda los lentes y se acerca para ver mejor. Observa la boina con la estrella, los ojos extraviados, la melena rebelde, esa camisa cerrada hasta el cuello, y le parece que el tiempo, en verdad, no ha transcurrido. Ha admirado a lo largo de más de cuarenta años, cientos, miles de veces quizá, aquella imagen. Sabe de memoria la fecha en que Alberto Korda, en medio del discurso de Fidel en honor de las víctimas del vapor La Coubre, capta con su Leika al guerrillero argentino, el mismo día en que el comandante pronunciara por primera vez su célebre “Patria o muerte”.
—Vamos, sin pena, cójala para verla de cerca.
El hombre repasa la superficie del retrato con las yemas de los dedos. El calor de las veladoras ha rebajado considerablemente los tonos originales, pero no le cabe la menor duda, el Korda es genuino. Había leído en National Geographic que el fotógrafo vivió holgadamente en la Habana hasta sus últimos días vendiendo réplicas de esta famosa foto, y solía fantasear con la posibilidad de encontrar alguna durante sus viajes. Las palmas le sudan y camina hasta la ventana sin soltar su hallazgo. Quisiera prolongar por más tiempo este momento. Una emoción similar sintió cuando tuvo entre las manos la piedra grafiteada del muro de Berlín que su jefe conserva como trofeo encima de su escritorio.
Entonces, como ahora, le pareció estar absorbiendo a través del tacto un capítulo de la historia.
—Mi esposa la ha conservado así —agrega de repente el viejo, señalando las veladoras con el índice—. El Che fue lo único honesto que hubo en esta revolución.
Ante esta frase que deja entrever cierto disgusto, el hombre trata de permanecer ecuánime. No tiene ánimos para rebatir. Es casi medianoche. La velada ha sido larga: media botella de Havana Club y una fuente de langosta entomatada. No vale la pena echar a perder la magnífica cena con una discusión sin sentido. En vez de responder devuelve la fotografía a su sitio, se lleva el vaso a los labios y recorre la estancia con la mirada. La humedad en las paredes perfila siluetas zoomorfas: allá, un lobo con el hocico hacia arriba; en el otro extremo, un león de gran melena. Todo destila una solemne decrepitud: la araña de péndulo imperceptible que ilumina, apenas, con sus bujías sobrevivientes, el espacio por encima de sus cabezas; el comedor Luis XV, en cuyas vetas discurre la paciente labor de la polilla; el servicio de Limoges: grisáceo, desportillado; el ruidoso armatoste de formas redondeadas pero que aún es capaz de guardar los restos del guiso que fue servido. Después, fija la vista en un rincón de la ventana, por donde asoman unos arbustos del descuidado jardín, y dice:
—Debiera ver las condiciones en que se encuentran los pobres en mi país.
Irritado, el viejo coge la botella y se sirve más ron. Comienza a medir al comensal. ¡Está tan acostumbrado a tratar con este tipo de personas! Desde que abrió el paladar han desfilado por sus mesas los personajes más disímiles: turistas italianos hediondos a sudor agrio que vienen buscando mojitos y puerco frito con “el sabor real del Caribe”; mexicanos “muertosdehambre” al acecho de sitios baratos donde convidar a sus conquistas ocasionales; madrileños miserables que pretenden cenar opíparamente por unos cuantos euros. El negocio le ha dado oportunidad de elaborar una clasificación de los clientes, útil para hacer más llevadera la jornada.
El hombre, por su parte, es la primera vez que pisa un paladar. Debido a su raquítico sueldo de profesor de medio turno en la Facultad de Humanidades y a la demanda de manutención que le endilgó su ex esposa, llevaba un buen tiempo sin venir a Cuba. Su última visita a la isla la había hecho a fines de los ochenta. La glásnot y la perestroika estaban en boga, pero el muro aún no caía; el dólar se cotizaba a un peso cubano en las casas de cambio, y a diez en la clandestinidad de los callejones contiguos a los hoteles de cinco estrellas, y resultaba impensable cualquier tipo de iniciativa privada.
—Ni se te ocurra meterte a La Bodeguita. Ese restaurante ya no es ni sombra de lo que fue. Mejor búscate un buen paladar lejos del centro. Si tienes suerte, vas a conocer de cerca lo que resta de la vieja y decadente burguesía cubana.
Ese fue el consejo de sus colegas que, como él, solían visitar de cuando en cuando la isla, nostálgicos de la utopía extraviada, ansiosos de encontrar entre las mesas de los bazares domingueros alguna primera edición de El Siglo de las luces, discos de vinil de la Nueva Trova o algún amarillento afiche revolucionario para aumentar sus preciadas colecciones.
Por eso, al caer la tarde, ya cerca la hora de la cena, decidió salir del hotel y dirigirse a pie hasta El Vedado, lejos del barullo de la zona turística y de los molestos enganchadores de las calles empedradas de La Habana vieja: ¿Italiano? ¿Mexicano? ¿Rubias o negras? Óyeme bien, mi amigo: por cuarenta dólares te consigo una mulata de quince años que te va a dejar loco. Ahora, si lo que tú quieres es un poco de nieve, nada más dímelo…
Caminó un buen rato, sin reparar en la gente que cruzaba con rapidez a su lado y, justo cuando una repentina llovizna comenzó a humedecerle el pelo y empaparle la camisa, dio con este paladar camuflado entre las descuidadas casonas art déco del barrio, y en donde halló la fotografía que, nada más verla, le hizo revivir el instante en que su hermano mayor, después de escuchar por la radio la noticia de la muerte del guerrillero en las selvas bolivianas, entró lleno de rabia al dormitorio para colocar el póster del Che, en contra de la voluntad de su padre, en lugar del crucifijo, encima de las camas gemelas.
¡Cómo me gustaría tener este retrato colgado en mi cubículo!, piensa mientras da un nuevo sorbo a su bebida.
—No lo culpo, alguna vez yo también me tragué toda esa mierda del socialismo —alza la voz el viejo como si acabara de leerle el pensamiento.
El hombre permanece en silencio. Piensa que detrás de su aparente pasividad, el viejo es de los que desearían volver al estilo de vida occidental y hasta quisieran ver a la isla inundada de Walmarts y Kentucky Fried Chickens.
Ante el mutismo del otro, el viejo tose para recordar que está allí, a la espera de una respuesta. Y hay en su mirada un fulgor de insolencia que armoniza con la nariz aguileña, la boca delgada y las mejillas colgantes y flácidas de ese rostro sonrosado, como de mayordomo inglés.
—No está de acuerdo conmigo, ¿verdad? —la voz grave rompe el silencio.
Como previendo una embestida, el hombre se prepara. Adivina que su anfitrión intentará convencerlo. Siente ganas de orinar, pero ninguna disposición de moverse de su sitio en la mesa. El semblante adusto del viejo le recuerda la expresión de su padre el día en que él y su hermano decidieron rechazar el viaje a Orlando que pretendían obsequiarles por sus buenas notas: Nosotros no vamos a poner pie donde vive la gusanera.
Y el padre tuvo que pasar la vergüenza —así lo había dicho— de devolver los boletos a la agencia sin entender a ciencia cierta la razón expuesta por sus hijos para no ir a la Florida.
Algo había quedado claro: no obstante los maristas y los boy scouts, él y su hermano no pertenecían a ese mundo. Desde la adolescencia definieron con claridad sus convicciones: no iban a convertirse, como sus padres, en unos pequeño burgueses preocupados por hacer dinero; y si durante sus cuarenta y ocho años de vida no había claudicado en sus ideales, mucho menos lo iba a hacer frente a los argumentos fútiles de este cubano resentido que pretendía, de buenas a primeras, convencerlo de que él había estado equivocado toda su existencia.
—No se trata de que esté de acuerdo o no, es lo de menos. No vivo aquí —espeta con fastidio a su interlocutor—. El que importa es usted. Reconózcalo: no todo ha sido malo.
El viejo niega con la cabeza, arquea las cejas y se levanta para recoger los trastos sucios de la mesa. Sus ojos verdosos miran con desdén debajo de unos párpados caídos. Por fin ha identificado el tipo de persona con la que está tratando. Antes de contestar, vacía el trago de un solo golpe, como si quisiera darse ánimos:
—Para usted es muy fácil venir de lejos y opinar sobre nosotros. ¿Le parece normal que después de cuarenta años de servir al partido, a mi edad, yo todavía trabaje? ¿Sabe usted qué es lo único que me ha dejado esta Revolución? ¡Tres hijos a los que no veo desde hace años! Han echado raíces en Miami y ya nada más les interesa…
El hombre guarda silencio y el viejo intuye que sus palabras comienzan a fastidiar a su invitado.
—Perdone si mi opinión le irrita, pero soy de los que prefieren decir lo que piensan cuando es necesario —agrega en voz baja.
—¿Entonces por qué sigue aquí? ¿Por qué no se va con ellos? No le sería difícil, supongo. Entiendo que la gente con ciertos medios y con familiares en el extranjero puede hacerlo legalmente.
—Ja, ¿y dejar mi patria? ¿A mi edad? ¿Irme a morir de nostalgia a los Estados Unidos para pedir, en mi lecho de muerte, esa ridiculez de echar mis cenizas frente al malecón? No, señor, eso debí haberlo pensado antes. Mi esposa y yo lo hemos discutido muchas veces y siempre llegamos a la misma conclusión: sólo muertos van a echarnos de aquí.
—Entonces me está dando la razón: no todo ha sido tan malo. Esa fotografía del esquinero es el mejor ejemplo de lo que intento explicarle.
Recargado sobre el respaldo de madera, el viejo sonríe. Al hombre, conforme avanza la noche, el cubano le parece cada vez más deprimente: la calva sudorosa, los ojos inyectados, esas manos manchadas por las pecas, el vaso de ron lleno hasta los bordes. Todo el enojo que sentía se ha convertido en desprecio. Le parece que el viejo no tiene la menor idea de lo que está diciendo. Por unos instantes la discusión le recuerda los últimos días como militante en la izquierda de su país, antes de renunciar para irse al refugio seguro de la academia, cuando tuvo que enfrentarse con los nuevos dirigentes, esos jóvenes bien vestidos y barbilampiños que no tenían ni una puta idea de lo que, a ellos, hijos del ́68, les había costado conducir al partido hasta donde estaba. Esos que pretendían comenzar la gesta básicamente con la palabra y no con los hechos. Entonces, mientras intenta comprender la lógica del viejo, escucha a quemarropa:
—¿Le interesa el Korda?
El hombre tose para aclararse la voz. Intenta ganar tiempo. ¿Ha comprendido bien? ¿Le está ofreciendo este desgraciado algo que representa toda la historia de su Revolución? ¿Cómo puede deshacerse con tanta facilidad del retrato? No está preparado para esta oferta. Lo propio sería negarse, ser congruente con su discurso anterior, argumentar que él no podría llevarse algo que es de gran estima para la familia del otro. Con todo, pese a lo borracho que comienza a sentirse, sabe que esta es una oportunidad única, irrepetible. Sólo acierta a responder la verdad: no está en sus planes de viaje llevarse consigo algo tan valioso.
El viejo masculla algo, se levanta de su asiento y, acercándose al esquinero, toma la imagen entre las manos para acercarla peligrosamente a la llama de una de las veladoras:
—¿Cómo sabe qué tanto vale para mí esta fotografía?
El hombre traga saliva. En ese momento se le ocurre que, con tal de mortificarlo, el cubano es capaz de destruirla. En un arrebato, sin meditarlo, hurga en sus bolsillos y ofrece todo lo que lleva encima: tres billetes de cien dólares.
El viejo toma el dinero y le tiende la mano.
Llévesela. Es suya.
El hombre mira su reloj de pulsera, se levanta de la silla y estrecha la mano del otro.
—Es tarde, debo regresar a mi hotel.
Son sus últimas palabras. El camino hacia la puerta lo hará en silencio, sin hacer caso al viejo que lo escolta mientras dice algo acerca de los taxis en la madrugada.
Una vez solo, el cubano se dirige al esquinero, abre el cajón superior del mueble, toma la primera de una docena de ajadas fotografías idénticas a la que acaba de vender y, con cuidado, la coloca en medio de las veladoras encendidas.