«Quizás, quizás»

mujer morenaEntonces tenía diecinueve, estudiaba Derecho igual que tú y recién me habían contratado en la misma dependencia de gobierno donde Elsa asistía al Delegado, un dinosaurio de la vieja guardia priista —gordo, sudoroso, velludo, siempre de guayabera—, al que apodaban el Mataperros, de quien se contaba que había asesinado, a punta de batazos, con todo y dóberman, al peor de sus detractores cuando éste hacía jogging en la reserva ecológica. Más tardé en invitarla a tomar una copa y Elsa en responder “un día de estos” —sin levantar la vista de su Olivetti ni dejar de escribir en su cuaderno de taquigrafía— que mi jefe en advertirme: no te metas con ella, yo sé lo que te digo. Sin mayores explicaciones me lo soltó cuando alguien le fue con el cuento de mis intenciones de ligármela. —No te preocupes, para ella ni siquiera existo —dije, para tranquilizarlo.
Pero a Elsa, a pesar de que casi me doblaba la edad, no le era indiferente. Nuestros escritorios quedaban uno frente a otro y, a media mañana, cuando hacía un alto para fumarse un cigarro o beberse una diet coke, comenzaba a cruzar y a descruzar las piernas, deleitándome con su Monte de Venus, como Sharon Stone en Bajos instintos.
Era defeña, de la Del Valle, y desde la primera vez que me acerqué a hacerle plática me contó su vida: había venido hasta aquí huyendo de su marido, un sinaloense metido en el narco. La fila de buenos pretendientes que tuvo antes de casarse con aquel hijo de puta, decía, era vasta. Aquella calentura de juventud le costó cortar relaciones familiares y perder un promisorio futuro de señora bien. Para salvar el pellejo tuvo que conformarse con un trabajo de burócrata en nuestra calurosa ciudad de provincia, lejos de la capital que tanto echaba de menos.
—He pasado las de Caín… —se lamentaba mientras echaba el humo de su cigarro hacia arriba, consciente de la sensualidad de sus movimientos.
Más tarde me enteraría que casi todo era un cuento muy ensayado, pero en aquel momento, hipnotizado por el timbre de su voz, el efecto del Chanel No. 5 en su piel y la peligrosa cercanía de su cuerpo, la escuchaba con devoción, fantaseando con morder la redondez de sus espléndidas nalgas, sin preocuparme demasiado por disimular la incómoda erección que hinchaba mis pantalones de mezclilla.
¿Te acuerdas que entonces era muy engreído? Me sentía omnipotente. Ningún estudiante en la facultad ganaba tanto como yo, y menos en un trabajo tan imbécil. Me tocaba supervisar la adaptación en turno del engendro de proyecto que la compañera María Esther Zuno, sexenios atrás, había importado de Israel para combatir la pobreza en las zonas rurales. Aparte de los viajes para asegurar que se repartieran semillas, aves, abono y cemento, tenía que acompañar a mi jefe a comilonas con los presidentes municipales. Así, más de una vez estuvimos a punto de estrellarnos al volver a la ciudad luego de uno de esos copiosos almuerzos rociados de abundante ron y cerveza.
Una mañana, a punto de subirme al jeep para irme de pueblos, apareció Elsa. Venía alterada: tenso el rostro, los rizos esponjados, la frente sudorosa. La blusa strapples a duras penas lograba contener el temblor de los pechos agitados. A mí me pareció encantadora. Hasta pensé en proponerle que se pasara a vivir conmigo.
—Está aquí, vino a buscarme.
Se había colgado de uno de mis brazos y pude sentir el ligero olor floral de sus axilas. Mi verga comenzó a palpitar. Eché una ojeada a mí alrededor y al único que vi fue al policía de la caseta, quien leía despreocupadamente el Alarma!
—¿Tu ex marido?
—Sí, ese cabrón, llévame contigo.
Dudé, pero la idea de tenerla cerca las siguientes diez o doce horas del día me sedujo.
—¿Y el Mataperros, qué? Nos va a romper la madre cuando se entere.
—Me reporté enferma.
—Súbete —dije, sin hacer caso al sentido común.
No fuimos a ningún pueblo. Sin pedir opinión enfilé rumbo a El Maracaibo, aquel hotelucho de paso que está en las afueras de la ciudad. Era temprano y los empleados apenas estaban terminando de limpiar los residuos amorosos de la noche. Un chamaco con gorra de béisbol nos hizo señas para que nos dirigiéramos a la habitación del fondo. Mi corazón comenzó a bombear con fuerza. Hasta esa mañana mi trayectoria erótica se limitaba a eventuales puñetas dosificadas por una novia santurrona quien pretendía llegar pura al matrimonio. Salvo un par de fugaces encuentros con prostitutas, yo era prácticamente virgen, y cuando vi que Elsa comenzó a quitarse la ropa, sentí una contracción en el pito y que el corazón iba a salírseme por un costado. El olor a vainilla que despedían los pisos recién trapeados me pareció el aroma del paraíso. La habitación era tan incómoda que me arrepentí por no haber escogido un motel más caro, pero, ¿cómo iba a imaginar que ella aceptaría sin chistar acostarse conmigo a la primera?
Recuerdo que se acercó y comenzó a desabrocharme la camisa mientras daba ligeros mordiscos a mis tetillas. Luego siguió con mis pantalones. Ya desnudos, nos besamos de pie largo rato antes de dejarnos caer encima de aquel lecho alquilado. Estaba tan ansioso que no le atinaba. ¿Creerás? Tuvo que manipular mi verga como si fuera un dildo para introducírsela. Para no venirme tan rápido traté de pensar en cosas desagradables: la cara antropoide del Mataperros, los pelillos del lunar de carne que mi jefe tenía encima del labio superior, las letrinas hediondas que vi en una reciente visita al campo. Inútil. En menos de cinco minutos había terminado. Elsa no emitió palabra, sólo me abrazó con una ternura fuera de lugar.
—Si quieres lo hacemos otra vez —ofrecí, a manera de disculpa, aún dentro de ella.
—Hace demasiado calor, mejor llévame a la playa a desayunar mariscos. Hay más tiempo que vida —me apartó suavemente para ir en busca de sus mentolados.
Obedecí. No iba a insistir luego de escuchar de su boca aquello que auguraba nuevas y mejores cogidas.
Al día siguiente, apenas llegué a la oficina, la Chata —recepcionista, solterona y chismosa—, con una burla escarlata en el rostro, me pidió que pasara a ver al Mataperros.
—¿Al licenciado? ¿No te habrás confundido? —pregunté con extrañeza.
—Para nada. Antes de irse tempranito al aeropuerto, tu jefe me pidió avisarte. Aquí entre nos: se le veía bastante preocupado. ¡En qué lío te habrás metido, jovencito!
—Me puse nervioso, pero fingí serenidad. ¿Estaría ya enterado el Mataperros de mi lance con su asistente? Al mal paso darle prisa, reflexioné, y fui decidido a la oficina del Delegado, donde esperaba toparme con Elsa. Su mesa de trabajo, sin embargo, estaba vacía. Toqué la puerta y un imperativo “adelante” me produjo retortijones en el estómago.
Sin levantarse de su enorme sillón negro tapizado en piel, el tipo saludó con una sonrisa ensayada de dientes manchados por la nicotina.
—Siéntate —señaló una de las dos sillas que estaban colocadas frente a su escritorio—. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias, acabo de desayunar —desvié la mirada hacia la fotografía oficial de Doña Paloma Cordero de De la Madrid. El vestido azul cielo y el grotesco peinado de hongo la hacían ver como virgen de retablo.
—¿No habrás comido mariscos, por casualidad? —levantó el Mataperros la ceja izquierda como una diabólica María Félix.
—No, un par de huevos —reviré con ironía.
—Conque huevos, ¿eh? Valiente el muchacho —se puso de pie y fue hasta un frigobar de acero inoxidable que desentonaba con el solemne mobiliario Chippendale de su despacho.
—En serio, ¿no quieres nada? ¿Un agua mineral? ¿Juguito de naranja?
—No, gracias.
—Allá tú —destapó un agua mineral, se la bebió, soltó un eructo con olor a rábanos y regresó a su lugar.
—Vamos al grano. Elsa me lo contó todo.
Me removí en el asiento y bajé la mirada. Aquella inesperada revelación me produjo un incontrolable temblor de párpados que distorsionaba mi visión.
—¿Todo? —pregunté aparentando calma.
—Te portaste como un caballero, la ayudaste a salir de la ciudad para que no la encontrara el marido.
—Era lo menos que podía hacer —la frase brotó con dificultad de mi boca. No sabía si el cabrón hablaba en serio o me estaba provocando.
—¿Sabías que el ex marido es un asesino? Elsa no debió involucrarte. Capaz de que te pegaba un tiro
—Me imagino…
—Pero pensándolo bien, no está de más que alguien cuide permanentemente de la integridad de Elsa. Es como mi hermana. Si algo le pasara, no me lo perdonaría.
¿Hermana? No me costó ningún trabajo imaginarme a Elsa cogiendo con el Mataperros igual como lo hiciera conmigo.
—Dime una cosa —el tipo carraspeó y se tragó los mocos—. ¿Estarías dispuesto a ayudarme? Te asignaría un coche para que pudieras llevar y traer a Elsa todos los días.
No lo podía creer. ¡Me estaba poniendo la mesa y el plato, pidiéndome que dedicara parte de mi tiempo laboral a cuidar de su querida! ¿Cómo iba a decir que no? Era a la vez humillante y conveniente. Rememoré el instante gozoso en que tuve a Elsa bajo el peso de mi cuerpo y acepté. El Mataperros sonrió un poco más que complacido.
Por la mañana, luego de haber pasado la noche entera soñando con Elsa, fui por ella a su casa. Me había despertado temprano y tuve tiempo suficiente para hacer lagartijas, tomar un buen baño, rociar mi cuerpo con Azzaro y ponerme la trusa Calvin Klein que reservaba para ocasiones especiales. Toqué el timbre y esperé. Abrigaba la esperanza de que Elsa, enfundada en un negligé, abriera la puerta para invitarme a retozar en su cama. Nada de esto sucedió. Quien abrió fue Minerva, la mucama, una mujer obesa que vivía con Elsa y la celaba peor que si fuera su abuelita. Se me quedó viendo de arriba abajo y olisqueó mi perfume.
—Vine por la señora —dije.
—Ah, usted es el chofer que manda el licenciado.
¿Chofer? A punto estuve de protestar cuando apareció la causa de mis constantes erecciones. Llevaba un vestido rojo y el pelo todavía húmedo, recogido en una coleta. Juro que jamás la había visto tan hermosa.
—Buenos días —farfullé.
—Vamos, se hace tarde —se encaminó al coche.
Minerva soltó un “hasta luego joven” que escuché a lo lejos mientras yo abría galantemente la puerta.
—Así que eres su querida… —reclamé en el camino, lleno de celos, mientras ella se esmeraba en embadurnarse las pestañas de rímel.
—Ay, no digas pendejadas —respondió—.Sólo somos amigos. Nuestros padres se conocen desde hace mucho y lo único que él hace es apoyarme.
—No me digas, y tú le has de corresponder con las nalgas.
Elsa abandonó un instante su tarea de embellecimiento, se me quedó viendo con furia y dijo que mis opiniones me las metiera por donde mejor me cupieran.
—No eres más que un pobre pendejo al que nunca debí haberle prestado atención —remató.
Le pedí disculpas pero de nada sirvió. Siguió rizándose en silencio las pestañas sin hacerme el menor caso. Fue entonces cuando comprendí que a ninguna mujer se le debe juzgar por la forma en que administre los favores de su cuerpo.
Una semana después, para mi sorpresa, el Mataperros me mandó llamar. Quería que lo acompañara a un congreso en Acapulco donde él expondría el tema “Retos hacia el fin de siglo” ante las juventudes selectas del partido. Debía viajar un día antes de su exposición para verificar que todo estuviera en orden.
Lo mejor del caso es que Elsa iría conmigo de avanzada. Para entonces, ella y yo habíamos establecido una relación cordial señora-chofer que me tenía permanentemente excitado. Apenas cerraba Minerva la puerta detrás de nosotros, Elsa se colgaba de mí, rozando como por casualidad sus pechos contra mi cuerpo. Luego en el auto, durante el breve trayecto a la oficina, echaba el asiento hacia atrás para estirarse como gata en celo, prendía un cigarro, subía y bajaba las piernas al tablero, se desabrochaba los primeros botones de la blusa, despotricando en contra de las elevadas temperaturas de la ciudad. Lo extraño es que, a pesar de que sus acciones parecían darme luz verde para repetir nuestra aventura en El Maracaibo, al mínimo intento de acariciarla me rechazaba tajante. Paciencia, paciencia, hay más tiempo que vida, repetía, y me daba un cálido beso en la mejilla acompañado de una rápido toqueteo en la entrepierna que me volvía loco.
Que había un peñón donde los valientes se tiraban desde muy alto para deleite de los gringos, un hotel Ritz famoso por anunciarse en el Canal de las Estrellas y un Baby’ O donde se reunía la crema y nata de la farándula era lo único que sabía de Acapulco hasta antes de esa visita. Por eso, cuando el taxi se detuvo frente al lobby del neo azteca hotel Fairmont Princess, caí en la cuenta de por qué el puerto fascinaba a los turistas adinerados. Mi anticuada maleta de lona, imitación piel, frente a los sofisticados equipajes de los extranjeros que hacían fila para registrarse, hizo que me sintiera ridículo.
Pero nada de esto me importaba, lo único que yo quería era buscar a Elsa. Me había prometido que la noche previa a la llegada del Mataperros, cogeríamos como Dios manda y desde que subí al avión no había dejado de pensar en ello. Mi ansiedad se incrementó cuando supe que Elsa tomaría un vuelo anterior al mío. De última hora, según ella, la Chata se había equivocado en las reservaciones y nada pudo hacerse. Marqué varias veces el número de su cuarto sin éxito; recorrí uno por uno los camastros de la piscina con la esperanza de encontrarla junto a las brasileñas topples; la busqué, una y otra vez, en aquella playa de arena oscura y olas bravas, tan diferente de los mansos litorales a los que yo estaba acostumbrado. Finalmente, cuando me dirigía al cuarto dispuesto a hacerme una puñeta en su nombre, la vi. Estaba sentada en una ornamentada silla de ratán, en el bar del lobby, bebiendo champaña y whisky en compañía de un par de sesentones del tipo de Pedro Armendáriz. Su risa retumbaba por encima del “María Bonita” que un lánguido trío ofrendaba a los comensales. En cuanto Elsa se puso de pie y me dio un efusivo abrazo, aquellos señores, desde sus albas camisas de lino y sombreros panamá, se me quedaron viendo con desprecio. De seguro les costaba trabajo entender que un don nadie en shorts de mezclilla y tenis, distrajera, de buenas a primeras, la atención de su presa.
Elsa me presentó como su colega de trabajo y me invitó a acompañarlos. Aunque no disimularon que no era bien recibido, bebí y departí como si fuera de gran mundo, intentando hacerles ver a ese par de ejecutivos pendejos que Elsa me pertenecía. Envalentonado por el champaña, que nunca había probado, le acariciaba las manos y el pelo de cuando en cuando. Hasta pedí dos veces “Quizás, quizás”, acompañando al trío con mi desafinada voz. Elsa, por su parte, se dejaba hacer y me observaba con gesto cómplice mientras solícita, atendía a sus admiradores. A estas alturas, a pesar de la borrachera, te confieso que llevaba un buen rato con la verga parada, como si tuviera vida propia y anticipara el instante de hundirse de nuevo en la calidez de aquel ansiado coño.
En algún momento Elsa se puso de pie y dijo que iba al baño. Al cabo caí en la cuenta de que jamás volvería. Sin su presencia el ambiente en la mesa se tornó insoportable, así que abandoné a mis nuevos amigos y fui a llamarla por teléfono. Los timbrazos me desesperaron. Aquel culo se me estaba escapando, por lo que resolví dirigirme a su habitación. La puerta estaba entreabierta, el aire acondicionado subido y el cuarto en penumbras. Música ambiental suave inyectaba, me pareció, de energía sexual la atmósfera. Mi instinto no me había fallado: Elsa me esperaba desnuda, las curvas de su cuerpo dibujadas contra las sábanas. Su perfume acarició mi olfato, alterándome aún más. Me quité la ropa; la tenía durísima. Elsa se incorporó, parecía extrañada. Ah, eres tú, dijo. Encendió la lámpara de noche y vi sobre la mesita unas líneas de coca.
—Ven, recuéstate, pero prométeme que vas a hacer exactamente lo que te pida.
Sí, lo prometo, dije, al tiempo que me acurrucaba junto a ella, el sexo a punto del estallido. Elsa señaló las rayas que esnifé como un experto a pesar de que jamás lo había hecho antes. Enseguida me invadió una sensación de ligereza y un calorcillo picante, agradable por todo el cuerpo, pero sobretodo en el prepucio. En ese momento Elsa se agachó y se metió el miembro en la boca. Era una mamadora experta que aprisionaba sin dañar y que intuía el momento justo en que debía detenerse para no aguar la fiesta. Luego hundió la cabeza en la almohada y abrió las piernas. Acerqué el rostro y metí la lengua en aquella poza del paraíso, aperitivo del éxtasis celeste. Para entonces mi cuerpo ya no era mío, las sensaciones se habían vuelto más intensas, tú entiendes.
No sé cuánto tiempo transcurrió antes de decidirme a subir hasta sus pechos y comenzar a untármele, buscando el acoplamiento. El glande me ardía pero ya era inevitable meterla. Por eso no dejé de embestir cuando sentí que unas manos recias aprisionaban mis caderas. Traté de voltear, de resistirme, pero Elsa me contuvo brindándome convenientemente su boca y aprisionándome desde el coño. Lo prometiste, lo que yo pida, susurró. Sentí la calidez de su aliento y nuestros labios se juntaron en un beso largo que aminoró la sensación de dolor, placer y humedad que comenzó a invadir mis entrañas, y que decidí guardar en un apartado perdido de mi memoria, pero que a veces vuelve, excitándome como entonces.
¿Te acuerdas que nunca entendiste porqué renuncié de manera tan abrupta al gobierno para irme a refundir al despacho mal pagado donde nos conocimos? Fue eso. No tuve valor para volver a poner pie en esa dependencia. Alguien me dijo que la Chata hizo correr el rumor de que el Mataperros nos descubrió cogiendo y me partió la madre en el mismísimo Fairmont Princess. Fue una verdad a medias. Quizás.

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