1.- La escena posible. Sábado 3 de diciembre de 1921.
—¡Estos son los auténticos huevos motuleños! —se adelantó el gobernador electo de Yucatán, Felipe Carrillo Puerto, a responder cuando sus invitados, entusiasmados por los sabores del desayuno, preguntaron al cocinero por el nombre de la exquisitez que estaban degustando: huevos estrellados que mezclaban la crujiente textura de las tostadas de maíz y el deleite de los frijoles refritos con el regusto salobre del jamón ahumado, el dulzor de una aromática salsa de tomate enriquecida con cebolla y manteca de cerdo y el sutil acento de los chícharos.
El recién nombrado Secretario de Educación Pública del país, José Vasconcelos, quien llevaba la voz cantante en aquella comitiva de intelectuales, celebró entre carcajadas, junto con Jaime Torres Bodet, Pedro Henríquez Ureña y Adolfo Best Maugard, la pícara ocurrencia de Carrillo Puerto. Mientras tanto, Roberto Montenegro y Diego Rivera, que como siempre se habían quedado con el apetito a medio satisfacer, pidieron al joven creador de aquella primicia culinaria, que por favor les sirviera de inmediato sendas nuevas raciones.
—Son una verdadera delicia —comentó Diego Rivera, al tiempo que se llevaba a los labios su segunda taza de chocolate con leche.
Carlos Pellicer se mantuvo indiferente a la plática, cautivado por el místico paisaje que los rodeaba: las entrañas del Sambulá, famoso cenote subterráneo de Motul. Habían descendido varios peldaños hasta llegar a la mesa de granito donde Carrillo Puerto solía realizar banquetes privados para agasajar a visitantes y amigos. Para el poeta tabasqueño este viaje, además de servirle para constatar las bondades de la educación racionalista con sentido social que impulsaba el político yucateco, era una oportunidad para llenarse de inspiración. Acababa de publicar su libro Colores en el mar y otros poemas y necesitaba empaparse de horizontes ajenos a los matices del mar del golfo. El tenue verdor de la selva yucateca le parecía igual de subyugante que la vivacidad de la vegetación que rodeaba los anchos ríos de su tierra.
En ese instante, el primer gobernante socialista emanado de las urnas en Hispanoamérica, al darse cuenta de que sus invitados estaban satisfechos y dispuestos, decidió aprovechar la sobremesa y ordenó una jarra de jugo de naranja, con hielo, para sofocar el calor que ya comenzaba a filtrarse por la entrada del cenote. Acto seguido confió a Vasconcelos los planes educativos que pondría en marcha, nada más tomar posesión como máxima autoridad en el estado.
—Me propongo —dijo, con la voz un tanto impostada —implantar la enseñanza bilingüe maya-español y hacer realidad la Universidad Nacional del Sureste, proyecto que mis adversarios detuvieron en el congreso.
El más joven de la comitiva, el poeta Torres Bodet, quien aún no cumplía los 20 años, socarrón, comentó la urgencia de alimentar a los legisladores con suficientes huevos motuleños para garantizar la aprobación de las leyes socialistas. Las risas no se hicieron esperar.
Antes de levantarse de la mesa para continuar con la gira y partir al sitio arqueológico de Ucí, Carrillo Puerto felicitó calurosamente a su paisano, el cocinero Jorge Siqueff Febles, quien, tímido, agradeció el cumplido sin imaginar la trascendencia que su receta tendría en el vasto repertorio de la gastronomía yucateca.
2.- En el lugar de los hechos. Jueves 26 de octubre del 2021
Ahora a Motul se llega desde Mérida en menos de media hora, por una autopista de cuatro carriles circundada por modernos desarrollos inmobiliarios. Pero 30 años atrás, cuando la compañía para la cual trabajaba me ofreció ocupar la gerencia de ventas de la ciudad donde nació Carrillo Puerto, el “Dragón de los ojos verdes”, el viaje duraba más de una hora. Había que atravesar varios poblados, aminorar la velocidad por causa de los innumerables “topes” y sortear los múltiples hoyancos que salpicaban la vieja carretera. En esto pensaba cuando estacioné mi automóvil frente al “Bar Buenfil”, propiedad del cronista oficial de la ciudad, Valerio Buenfil, a quien he venido a entrevistar para que me aclare, de viva voz, la leyenda que gira en torno a aquel desayuno donde fue bautizado el emblemático platillo.
Valerio me recibe a las puertas del negocio familiar, una cantina tradicional, heredada de Celestino, su padre, y fundada por su abuelo, el primer Valerio, ubicada a media cuadra de la plaza principal. Viste una impecable guayabera, gruesos anteojos y una amplia sonrisa. Aún no es mediodía, pero varias mesas están ya ocupadas por los primeros parroquianos. Echo un vistazo a mi alrededor. De las paredes penden múltiples fotografías relacionadas con el béisbol, deporte de gran tradición en el sureste de México. Al fondo, muy cerca de la barra, un hombre rasga la guitarra y entona lánguidamente una canción. Me bastan unos segundos para reconocer los versos de Novia envidiada. El cronista y yo tomamos asiento en la misma mesa que el músico. Enseguida un mesero nos trae dos cervezas. Hace calor, pero la penumbra del lugar y la frialdad de la Bohemia, ayudan a disiparlo.
Entre trago y trago, conversamos. Mi anfitrión domina el tema, no necesito animarlo para que hable largamente de la visita a Motul de aquellos intelectuales. Lo noto emocionado, alegre por el interés que manifiesto por su relato. Cuando termina de hablar, me obsequia un libro de su autoría que ha titulado La vida oculta de Felipe Carrillo en Motul, donde rescata algunas fotografías de esa gira. Abro el volumen allí mismo y en las primeras páginas me topo con una imagen en blanco y negro donde se ve a un grupo de hombres de “flus” y sombreros Fedora, oteando el horizonte desde la cima de un pequeño cerro. Imposible distinguir sus rostros. Sólo porque al pie de la foto hay un texto con los nombres de los integrantes del grupo entiendo que se trata de Carrillo Puerto, Vasconcelos y compañía, posando para la lente de Pedro Guerra.
¿El sitio? Ucí, una comisaría cercana a Motul con vestigios de ruinas mayas donde la vegetación domina el paisaje.
¿La fecha? Sábado 3 de diciembre de 1921.
Como si adivinara mis pensamientos, Buenfil se adelanta:
—Efectivamente, estuvieron en Motul aquel día, de eso no cabe la menor duda. Pero si Carrillo Puerto dijo lo que cuentan, ése es otro cantar.
Sonrío. Es evidente que no hay certeza, pero la anécdota ha ido creciendo hasta volverse parte de la memoria colectiva de los yucatecos. Quedo en silencio. Mejor sumergirse en la magia de esta cantina donde el barullo de los parroquianos y los boleros no cesan. Llegan más cervezas. Y esta vez, acompañadas de un humeante plato de huevos motuleños. El aroma que emanan despierta mi apetito. La boca se me hace agua. Antes del primer bocado, levanto la botella y brindo con Valerio. La tarde apenas comienza.
3.- En voz de sus autores. Miércoles 3 de noviembre del 2021 |
—¿De verdad importa tanto?
María José Siqueff me lanza la pregunta a bocajarro. Estamos sentados frente a frente en una mesa del restaurante de su familia, el cual ahora dirige. Es mediodía y, de cuando en cuando, cruzan frente a nosotros los meseros con bandejas repletas de manjares: alambres de carnero, filetes a la mantequilla, papadzules, tacos de cochinita pibil y, por supuesto, huevos motuleños. Llevamos media hora botaneando “kibi” frito con labne y conversando sobre el platillo inventado por su abuelo.
Quizá debería responderle que no, que es irrelevante cómo surgió el nombre del guiso, pero eso significaría aceptar que he venido a quitarle el tiempo. Y por eso, mientras le doy un sorbo a mi cerveza, elijo la amabilidad.
—No es crucial, concuerdo contigo, pero cuando la leyenda incluye a un personaje de la talla de Carrillo Puerto, no está de más indagar.
María José sonríe. Nos conocemos desde pequeños. Nuestros padres eran amigos y pertenecían al mismo club filantrópico, el Sertoma, que ya no existe. “El que no vive para servir, no sirve para vivir”, era su divisa. De niños nos obligaban a asistir a las aburridas reuniones sociales que frecuentemente organizaban allá los adultos. Esta cercanía se acrecentó porque en sus últimos años de vida, mi papá solía celebrar su cumpleaños con un almuerzo familiar en este prestigioso restaurante.
—Hay que reconocer que toda esa fabulación en torno es pintoresca, ¿no te parece? — insisto, al notar cierto resquemor en su mirada. Y recuerdo que cuando le avisé por teléfono que deseaba entrevistarla, me dijo que antes tendría que leer una información que ofreció enviarme a mi casa. Era un documento que explicaba las peripecias que tuvo que pasar la familia Siqueff antes de que su apellido llegara a convertirse en una referencia gastronómica: desde abrir una panadería junto con un restaurante en Motul, hasta emigrar en los años 60 a la Ciudad de Mérida para inaugurar el segundo restaurante, pasando por la renuncia a la propiedad de la hoy famosísima panificadora Montejo para evitar una quiebra.
—Una leyenda demasiado seductora como para no repetirla, ¿verdad? —Sus pupilas azules parecen escudriñar mi pensamiento. Bebe un largo trago de cerveza y agrega:
—¿Sabes? Lo que más me llama la atención es cómo se ha ido propagando en los últimos años.
—Estamos en la era de la tecnología —respondo —Wilkipedia, incluso, da por un hecho consumado la anécdota del desayuno en el cenote. La atribuyen a la memoria oral del pueblo. Aunque lo más importante, le guiño, es que confirman a tu abuelo como el único creador del plato.
—Menos mal —contesta, sonriendo.
En ese momento recibo una llamada. Me levanto de la mesa para responder. La voz de mi hijo me recuerda que debo pasar por él para llevarlo a su clase de karate. Cuelgo y me excuso con María José, despidiéndome de ella con un beso en la mejilla. De salida, mi vista recae en una pareja de turistas que comparte una orden de huevos motuleños. Disfrutan del almuerzo en silencio, fascinados con cada bocado. Tal vez, pienso, dejando de lado esta confusa historia, el deleite que ocasiona este singular platillo es lo que en verdad importa a los paladares.
Texto publicado en Confabulario, suplemento cultural del periódico El Universal, el 4 de diciembre del 2021