Por Agustín Labrada
Una tensión, que llega a polarizaciones agudas, entre los instintos humanos y las normas para domesticar, sostiene el conjunto de cuentos de Carlos Martín Briceño Moctezuma’s Revenge y otros deleites con que el autor mexicano marca su huella en el mundo.
Esta huella la marca desde la confesión de sus personajes-narradores, casi todos en primera persona y representativos de una clase que repelen y acogen; y con sus mismos códigos juzgan ese entramado con rostro de fantasía y bordes bien oscuros.
Por esos bordes de ángulos filosos, por esa oscuridad que a veces disimula la hipocresía, fluye la prosa crítica de Carlos en historias que hurgan más allá de los apacibles ritos cotidianos y se contaminan con frustraciones, odios y sueños rotos.
En estructuras narrativas que casi siempre acaban en el final sorpresa, Martín Briceño puebla sus escenarios (generalmente de estirpe urbana) de conflictos oriundos de la cotidianidad, pero que contienen señas universales como la culpa y el miedo.
El leguaje usado por algunos de los protagonistas es coloquial y revelador de las limitaciones de ese sector clasemediero deformado por la mercadotecnia, la arrogancia y la escasez de lecturas. Ese aire testimonial dota al libro de más verosimilitud.
Hay una carga de egoísmo en cada uno de estos seres cuyo estandarte se dibuja en sus propias ambiciones, aunque para satisfacerlas o alcanzarlas tengan que lacerar a otros físicamente, con pensamientos negativos o con frases de menosprecio.
Aunque parezcan distintos, los protagonistas tienen semejanzas: son inseguros y arrastran un insondable complejo de inferioridad que intentan esconder minimizando (de manera burda y cruel) a los otros para legitimarse ellos en la subjetividad.
Estos cuentos son como una pasarela donde reinan la doble moral, las bajas pasiones y el engaño; y, en su esencia, más que al realismo sucio, recuerdan ciertas páginas de Balzac, Maupassant y Dostoievsky; y películas como Belleza americana.
Franjas de costumbrismo cruzan por estas narraciones en la que prevalece un fondo común: la insatisfacción. Descontentos con su destino, los personajes sacan a flote sus mezquindades y, sin pudor alguno, actúan transgrediendo cualquier barrera.
Carlos Martín Briceño, como James Joyce en Dublineses, muestra una sociedad decadente y estancada, que se ajusta a prejuicios seculares y, sobre todo, intolerante, sin capacidades para reconocer la otredad y con muy poca vocación hacia la autocrítica.
Los conceptos canónicos en torno al bien y el mal se diluyen en la visión y la actitud de los personajes, e incluso las reflexiones sobre algunas injusticias que viven los obreros chinos o el campesinado en el sureste de México se vuelven una caricatura.
Igual que en sus libros anteriores Caída libre y Los mártires del freeway, el autor privilegia la precisión, en una suerte de realismo periodístico, de los datos. Un coche, una botella de whisky, un perfume y una camisa tienen nombres y apellidos.
El cuerpo anecdótico del libro es variado, aunque con mucho peso en la pareja y en la infelicidad de las relaciones carcomidas, porque cada miembro arrastra un horizonte distinto y sólo cede a causa de algún interés o una estratagema vil.
El conjunto está creado con oficio. Diferentes voces narrativas van aportando sus miradas, desnudan el infierno que late tras una escenografía engañosa, en proyecciones identificables de lo que se piensa, lo que se dice y lo que al fin sucede.
Un asesino sin culpas, una europea egocéntrica, políticos corruptos, bandidos rurales, niños enfermos, esposas frustradas, prostitutas de diversa índole, homosexuales, empresarios, amas de casa, artistas en pos del éxito… tejen con profusión un laberinto.
Si bien el cuento que da título al libro, premiada en un certamen español, es una pieza de altas connotaciones, el resto de los relatos, esculpidos con frescura, son indispensables para redondear con armonía y unidad esta obra de Carlos Martín.
Aun cuando se relata desde el narrador omnisciente, no hay mucha lejanía con los lectores, ya que las situaciones abordadas son creíbles y se acoplan a las experiencias de muchas personas que pueden leer estas aventuras con complicidad.
La pormenorización exhaustiva del ambiente, las líneas de espíritu confesional que podrían parecer autobiográficas, la ausencia de escenas fantásticas más allá de algún sueño y los diálogos poco rebuscados convergen en una suerte de realismo.
Antihéroes y víctimas, mentirosos y déspotas inundan con sus valores preconcebidos y su rapiña estas páginas donde la sangre, el sudor y el semen se juntan con el afecto, la incertidumbre y la piedad humanizando cada frase o acción.
Los cuentos de Martín Briceño no crean una poética del escándalo, pero sí ejecutan sublimemente una profilaxis social sin afanes moralistas y dan fe ellos mismos del crecimiento artístico de su creador y sus comuniones con la literatura.