Me está llamando Cancún: tres avistamientos al Caribe | Carlos Martín Briceño

De todos los paraísos el mío es mejor aún

Porque Dios me dio permiso de llamarlo Cancún

Me está llamando Cancún, ya me voy para Cancún

Canción popular de Luis Castillo Herrera (fragmento)

Abril, 1975

Apenas sonó el despertador, mamá sacudió las hamacas y ordenó que subiéramos de inmediato al Chevelle.

—Despabílense— dijo—. Para el desayuno llevo sándwiches de paté y plátanos.

Eran las cinco de la mañana, aún estaban encendidas las luces de la calle y ni siquiera los pájaros que habitaban la lluvia de oro de la escarpa habían iniciado sus cantos madrugadores. Pero papá, que había calentado ya lo suficiente el motor del auto, nos esperaba ansioso, punta en blanco con su playera Manchester de siempre y sus acostumbrados Ray-Ban. Subimos al coche y el invitante aroma a café que despedía el termo Coleman que reservábamos para los recorridos largos por carretera, confirmó que estábamos a punto de emprender el viaje.

No existía ruta corta por autopista. Teníamos que recorrer casi trescientos cincuenta kilómetros desde la capital yucateca hasta Cancún por una peligrosa carretera de doble vía salpicada de hoyancos, cargar gasolina a medio camino en Valladolid y pasar por un montón de pequeños poblados antes de llegar al sitio “donde los mayas veranearon hace mil años”, según rezaba la campaña turística diseñada por el gobierno de Luis Echeverría Álvarez.

Corría el primer lustro de la década de los setenta y en Mérida se hablaba mucho de esas playas de arenas blancas y aguas azul turquesa que atraían a turistas extranjeros y que los afortunados yucatecos teníamos a tiro de piedra.

¿Otra vez fuiste de temporada a Progreso?, ¿cómo? ¿aún no te llevan tus papás a Cancún?, bulleaban en la escuela los niños que ya conocían el nuevo paraíso. Y aquella Semana Santa del 75, cuando mis hermanos y yo íbamos a sugerirlo, papá se nos adelantó anunciando que esta vez iríamos ahí, “donde veraneaban los mayas”; aunque ahora, —lo comprobaríamos más tarde—, sus descendientes regresaban para dedicarse a la albañilería en los grandes hoteles que comenzaban a erigirse groseramente sobre los manglares milenarios.

Aunque nunca habíamos ido, parecíamos saberlo todo del nuevo puerto por lo que se contaba.

Que el agua era tan clara que podías ver cardúmenes multicolores nadando a tu alrededor.

Que la arena era tan fina que parecía talco.

Que a los alrededores había lugares de ensueño donde se mezclaba el mar con el agua dulce de los cenotes.

Y mi padre, que como muchos profesionistas de su época odiaba que alguien le pusiera un pie adelante, no iba a dejarse ganar. Cancún lo estaba llamando y atendería ese reclamo.

¡Ah, el rebelde mar de Cancún! Al llegar a Playa Chac Mool, deslumbrados por la iridiscencia de aquellas arenas blanquísimas, mis hermanos y yo bajamos del coche y corrimos a zambullirnos en el agua, sin reparar en las voces paternas que nos advertían que estas olas no eran tan dóciles como las yucatecas. Y aunque al principio creímos dominarlas, al cabo de un rato ya habíamos tragado suficiente agua como para reducir el nivel del mar. Quisimos reponer fuerzas y nos recostamos en unos camastros, sin imaginar que una hora después, papá tendría que pagar el equivalente a una cena familiar —tíos y primos incluidos—, por el uso de aquellas silletas con sombrilla.

A la mañana siguiente papá nos pidió que desayunáramos deprisa. Había decidido llevarnos a la caleta de Xel-Há, un lugar, según leyó en el Diario de Yucatán, único en el mundo. Tuvimos que viajar durante más de una hora en dirección a Tulum. Al cabo, dejamos el Chevelle estacionado junto a otros automóviles a la vera del camino y avanzamos a pie por un sendero con olor a marisma que parecía haber sido recién abierto en el monte a punta de machetazos. Cuando finalmente llegamos a nuestro destino, entendimos cuánta razón tenía la gente que elogiaba el sitio: la belleza de aquel acuario natural de aguas cristalinas administrado por una cooperativa de pescadores era apabullante. Todavía recuerdo la gozosa sensación que me embargó al sumergirme en aquella piscina milenaria, hábitat de montones de peces policromos.

Nunca he vuelto a Xel-Há, pues me resisto a contribuir al ecoturismo prefabricado, pero me regocija saber que tuve la fortuna de vivir la caleta en su estado prístino, antes de que fuera concesionada a los inversionistas privados que la convirtieron en un parque de diversiones al estilo Walt Disney.

Inevitablemente, un par de días después regresamos a Mérida. Iba cansado, somnoliento, atarantado, la piel enrojecida por el bravo sol del Caribe. De cuando en cuando abría los ojos y alcanzaba a escuchar, con intermitencias, el ronroneo del motor y la conversación de mis padres mezclada con las voces del trío Los Panchos en el estéreo. Estaba exultante, feliz. Ligeras se me hicieron las cinco horas del viaje de vuelta. ¡Por fin había conocido Cancún! Ya ningún niño iba a ningunearme en el colegio. Ignoraba que habría de pasar más de una década antes de volver a ese paraíso y que, a mi regreso, me enfrentaría a otra ciudad, totalmente distinta.

1985, agosto

—Ustedes no van a pasar.

La voz del hombre retumba en tu cerebro. No van a pasar. No van a pasar. ¿Para eso hiciste este viaje? ¿Para que un tipo con facha de matón sentencie que no puedes entrar a la discoteca? ¿Qué se imagina este hijo de puta? Reprimes el coraje, te aguantas las ganas de avanzar y estrellarle al tipo en la cara un puñetazo. ¡Cómo te gustaría atravesar esa cadena que divide a los de afuera con los que se dirigen ahora a la entrada de Christine! Cada vez que abren momentáneamente las puertas para recibir a los privilegiados —extranjeros en su mayoría— llega hasta tus oídos la inconfundible voz de Madonna:

Like a virgin, hey,
Touched for a very first time,
Like a virgin,
with your heartbeat next to mine.

¡Pensar que te endeudaste para poder venir! ¡Y ni siquiera pudiste llegar al Sheraton, al Casa Maya, al Krystal o alguno de esos complejos hoteleros frente al mar donde las gringas beben Corona tras Corona con rodajas de limón, se pasean en toples a sus anchas y la diversión en sus piscinas nunca se acaba! Porque, la verdad, cuando tú y tus amigos sacaron cuentas tuvieron que conformarse con reservar en el Soberanis, un hotelito de tres estrellas ubicado en el centro, muy cerca de la Glorieta del Ceviche.

Pero Cancún te estaba llamando. Años sin venir y tus recuerdos de niño nada tenían que ver con el Cancún de ahora: la zona hotelera se había convertido en un moderno bulevar flanqueado por grandes hoteles y lujosos restaurantes, las playas estaban atiborradas de extranjeras que parecían dispuestas a todo y en las discotecas, comentaban, podías ligar con la gringa que se te pegara la gana. A eso venían ellas: a pasarla bien, a beber cerveza con tequila hasta el amanecer, a probar el amor mexicano.

No van a pasar. El tipo fue tajante. De buenas a primeras el hombre había destruido también tu oportunidad de practicar con una rubia el inglés aprendido durante varios semestres en el Instituto Benjamín Franklin:

Hello! How are you? What is your name? Where are you from? Would you like to dance with me? Would you like to have sex with me?

Carajo. ¿Para eso habías venido hasta aquí? ¿Para quedarte de pie frente al cadenero esperando misericordia? Observas a tu alrededor. No eres el único al que le han negado la entrada. Mal de muchos, consuelo de tontos. Atrás ha quedado rezagado un grupo de rubias oxigenadas made in Mexico. Traen ajustados pantalones de mezclilla deslavada, blusas color neón, tacones y el pelo al estilo de Cyndi Lauper. No están de mal ver, hay que reconocerlo. La más alta se ha separado momentáneamente del resto y puedes otearla a tus anchas. Parece algo decepcionada. Su rostro te recuerda el de Phoebe Cates, la hermosa actriz de Gremlins. Ahora, la joven parece que ahoga sus penas dándole largas caladas a su cigarro. Pobre. ¿Pobre? ¡Pobre de ti, idiota! ¡Te quedaste con las ganas de entrar a Christine! Humillado, das media vuelta y te retiras de la fila. Decides no hacer caso al reclamo de tus amigos que exigen paciencia porque “en cualquier momento”, dicen, “podrían dejarnos entrar”. Entonces te animas, vas hacia ella y le pides un cigarro. Esa noche serás el único de la banda que no conocerá el interior de Christine, pero también el único que no regresará a dormir solo al Soberanis.

Verano del 2019

Al registrarse en el resort, un recepcionista con el pelo cortado al rape, vestido con una pulcra guayabera de lino, oloroso a Calvin Klein le dio la bienvenida. Después le explicó con paciencia cómo llegar al spa, al gimnasio, a las piscinas, a los restaurantes, a los bares y a la discoteca del flamante complejo hotelero. Confirmó que podían comer y beber en cualquier bufé, pero le advirtió que si ordenaban a la carta, habría un cargo extra.

El hombre no contestó nada. Simplemente sonrió y extendió el brazo para que le colocaran la pulsera de color azul, esa que indicaba los servicios que le correspondían en base al monto de su reservación. La esposa y los hijos adolescentes hicieron lo mismo.

No fue fácil dar con la habitación asignada, tuvieron que tomar un elevador, recorrer largos pasillos, atravesar un par de pequeños puentes y guiarse por los mapas de concreto que aparecían como monolitos entre los delicados jardines poblados de helechos, malangas y embelesos. “Usted está aquí”, decían, y señalaban con una flecha el sitio donde la familia se encontraba en ese momento.

Cuando finalmente llegaron al cuarto, una onda gélida golpeó sus cuerpos sudorosos. El aire acondicionado marcaba dieciocho grados. Las luces y la televisión estaban encendidas. En el ambiente, un agradable olor a lavanda. El hombre pensó en cuánta electricidad debían pagar en este resort que albergaba más de un millar de habitaciones y que, irónicamente, presumía de ser “completamente ecológico”.

Ya en el área de piscinas, intentaron relajarse en familia. En una de las albercas daban una clase de aeróbicos y era complicado nadar sorteando los cuerpos de las numerosas gringas mayores, blancas y pellejudas, que se sentían renovadas por el sol del Caribe y los gritos de la instructora que las animaba a imitar sus movimientos. Así que se dirigieron a otra piscina donde pudieron nadar libremente. Allí jugaron voleibol acuático con otros huéspedes hasta que se hartaron. Poco después decidieron ir a comer: el Caribe podía esperar.

Nunca le habían gustado los bufés, pero desde que hizo las reservaciones en este hotel decidió otorgarles el beneficio de la duda. Su privilegiada ubicación frente a una azulosa caleta de aguas mansas lo justificaba. Se sirvió un gran trozo de salmón a las brasas y aunque a la vista parecía apetitoso, el sabor lo decepcionó; probó los camarones al mojo de ajo y los encontró desabridos. Sus hijos devoraron una pizza de jamón con algunos trozos de piña pero se quejaron de la falta de consistencia en la masa. En cuanto a las bebidas, a él le tocó una cerveza de máquina que sabía a agua, a su mujer una copa de vino tinto que le sirvieron directamente de un envase de cartón y a los hijos unas limonadas de jarabe tan falsas como los redondos y brillantes senos de algunas turistas que pululaban en traje de baño por el restaurante. Iba el hombre a pedir algo a la carta, cuando su esposa lo paró en seco:

—Come lo que te parezca menos malo del bufé. Total, es solo un fin de semana.

Al día siguiente, después de desayunar unos simples huevos fritos y algo de fruta, corrieron a sumergirse al mar. Diez años atrás, cuando se hospedaron en un hotel aledaño, el hijo mayor había visto un banco de peces merodeando alrededor de un arrecife cercano. Deseoso de repetir la experiencia, el chico se puso unas patas de rana, ajustó un esnórquel a su rostro y en compañía del padre nadó en busca del sitio.

Media hora después, regresaron. El chico estaba molesto, decepcionado. Muy poco quedaba de aquel hábitat acuático que había conocido antes. El blanqueamiento provocado por el calentamiento global había barrido con todo.

—Hubiera preferido no haber regresado —confió al padre.

No quería ser cómplice en la destrucción de la barrera coralina de la península.

¿Por qué no se quedaron en casa a ver Netflix o fueron a otra ciudad? ¿Qué necesidad había de poner en riesgo la vida marina en los arrecifes?

El hombre no supo qué responder. Se encogió de hombros, buscó la sombra protectora de una palmera y recordó su primera vez en Cancún, cuando sus padres lo trajeron a conocer el sitio “donde los mayas veranearon hace mil años”. Se entristeció. Cayó en la cuenta de que había pasado casi medio siglo.

Entonces el chico, arrepentido, se acercó hasta él y, pasándole el brazo por los hombros, dijo:

—Vamos, papá, no es para tanto—. Y se encaminaron de nuevo al mar.

 

Texto publicado en el Suplemento Laberinto del periódico Milenio, el 5 de abril del 2025

Enlace: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/me-esta-llamando-cancun-tres-avistamientos-al-caribe

 

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