La amabilidad de los extraños | Por Carlos Martín Briceño

—No me voy a quedar.

El anciano pronunció sin titubeos la frase, se aferró al asiento, parpadeó con insistencia y, a través del parabrisas del Audi A7, fijó la mirada en las sombras lejanas que supuso árboles.

—¿Qué dices, papá? —desconcertado, el conductor se dirigió al viejo al tiempo que disminuía el volumen del estéreo donde Nat King Cole interpretaba melancólicamente “Les feuilles mortes”.

—Lo que oíste, Felipe. Llévame a mi casa.

El hijo trató de mantener la calma. ¿Cómo que no se iba a bajar? ¿Y ahora qué tocaba hacer con él?

Sin apagar el motor del carro, miró el rostro marchito del viejo y le advirtió tajante:

—No te hagas al difícil… Todavía te llevo a almorzar fuera y mira con qué me sales.

Habló en el mismo tono que utilizaba con sus subordinados de la empresa capitalina donde laboraba como director de recursos humanos.

—No vuelvo a este lugar donde me recluyeron tus hermanas. Odio que se me trate como niño. ¡Hasta pretenden limpiarme el culo!

—No me hagas esto, papá. Mi avión sale en un par de horas. Y aún debo devolver el auto a la rentadora.

—Entonces llévame a mi casa.

—No me obligues a pedir ayuda, papá…

—No me bajo, Felipe. Haz lo que quieras.

El hijo sintió una ráfaga ardiente en el esófago. Acababan de operarlo de una hernia de hiato y la recuperación se estaba complicando. En las últimas semanas dos veces tuvieron que llevarlo de emergencia al hospital porque el dolor atacaba sin aviso, volviéndose insoportable. Había perdido más de ocho kilos y le costaba trabajo tragar la comida. Cada vez que tenía algún disgusto serio volvía a sentir ese ardor royéndole por dentro. ¿Por qué coño no hizo caso a sus apáticas hermanas? “Ni se te ocurra ir a alebrestar a papá al asilo.”

Pero llevaba mucho tiempo sin ver a su padre y se sentía con todo el derecho del mundo a invitarlo a donde le diera la gana. ¿No era él quien mandaba puntualmente el dinero para su manutención? ¡Y la habían pasado tan bien en el restaurante! Para sus ochenta y cuatro, con todo y sus achaques, el viejo pinchaba los trozos de mignon a la mostaza con bastante precisión y se llevaba con tino el merlot a los labios sin apenas derramar unas gotas.

¿Cómo se iba a imaginar que más tarde el cabrón iba a montarle una escenita como esta?

—Vamos, papá, ¿qué pretendes? ¿No entiendes que ya no puedes valerte por ti mismo?

¡No hace ni un mes que mis hermanas te encontraron deshidratado en el piso de tu casa! Un poco más y no lo cuentas. ¿Así quieres morir? ¿Solo, jodido como un perro?

El anciano se mantuvo en silencio. Tenía la mirada perdida en el paisaje brumoso que se le presentaba enfrente. Detrás de los vidrios entintados del automóvil adivinaba una avenida arbolada y una secuencia de residencias campestres con jardines sembrados de plantas de ornato y flores bien cuidadas que sus ojos nebulosos ya no le permitían disfrutar. Evocó el suyo —amplio, colorido— en la parte trasera de su casa, aquel jardín que regaba y podaba a diario hasta antes de que los temblores del Parkinson comenzaran su embestida.

—Te guste o no, papá, tienes que quedarte. Era diferente cuando vivía mamá. ¡Ni siquiera puedes ya marcar las teclas de un teléfono! Un viudo como tú no puede estar solo.

Viudo. El viejo continuó callado. No se acostumbraba al término. Lo curioso es que, contra todo lo que pensaba la gente, el repentino fallecimiento de su mujer no le había afectado. Llevaban años conviviendo en una especie de fría hermandad en la que cada quien se ocupaba de sus asuntos. Había asumido esta segunda soltería como una nueva condición de vida de la que esperaba obtener satisfacciones masculinas: emborracharse con mayor frecuencia, comer lo que se le antojara y ¿por qué no? probar vulvas distintas —invitaría de vez en cuando a alguna prostituta a su casa—. ¡Lástima que el gusto le hubiera durado tan poco! Seis meses después de haber enviudado, como si su esposa se hubiera puesto de acuerdo con algún demonio en el más allá, comenzó a sentir que su olfato ya no funcionaba igual que antes. Más tarde aparecerían los primeros titubeos en manos y labios, y notaría que brazos y pies se negaban a obedecerle. Mal de Parkinson, progresivo e irremediable, había dicho el médico. Igual de destructor que estas cataratas que, día tras día, iban cercando su visión, derrotando a sus ojos.

—Además, papá —el hijo continuó su discurso—, me apena decírtelo, tu casa ya no es tuya. Vine, precisamente, a concretar la venta.

El viejo miró, incrédulo, el rostro de su hijo. ¿De qué chingados estaba hablando? Intentó decir algo, pero se le fue el resuello. Tanta rabia se alojó en su pecho que perdió el aliento. ¡Así que a esto viniste, recabrón!, pensó. ¿Era posible que Felipe lo traicionara de esta manera? Volvió a verse en su escritorio de La Española, la vieja fábrica de puertas y persianas, trabajando hasta la madrugada con tal de ganarse el bono mensual que le permitía pagar la carrera del ingrato. Dormía muy poco, únicamente cuando cuerpo y mente, extenuados, exigían descanso. Tuvo ganas de echarle en cara cuán injusto estaba siendo con él, pero una pausa de sensatez le aconsejó sumergirse en la indiferencia, convirtiendo esa gran decepción en una apatía comparable solo con la que siempre había sentido ante la superficialidad de sus hijas.

—Papá, ¿estás bien? ¿Oíste lo que acabo de decir? —le puso una mano sobre el hombro.

El viejo asintió. No, no estaba nada bien. Pero no tenía caso reclamar por algo imposible de revertir. Mejor cerrar los ojos, echar la cabeza hacia atrás y perderse con Cole en la cadencia dulzona de “Unforgettable”. Pensar que de joven soñó con dedicarse a la música… Solía tocar la guitarra y cantar. Y aunque en un principio esas dotes le sirvieron únicamente para llevar serenata a la novia en turno, en algún momento acabó por unirse a sus amigos en un trío con el cual estuvo a punto de grabar un disco. Todo se fue al carajo cuando debió elegir una carrera y su padre lo obligó a estudiar contaduría en la Academia Comercial Marden. “La oportunidad de oro que estás buscando está en ti mismo. No en tu entorno, ni en la suerte o el azar, ni en la ayuda de otros, sino en ti mismo. Esfuérzate y lo conseguirás.” Así iba el puto lema de la institución. Ni siquiera el Parkinson lograba borrárselo de la memoria.

—Papá, te tienes que bajar ya.

Esta vez, casi suplicando, con más firmeza, apretó la espalda del viejo. Llevaban casi quince minutos discutiendo y comenzaba a resentirlo. El ardor se le había recrudecido. Para él tampoco era fácil. ¿Por qué tendría que sentir remordimientos por dejar a su papá en este sitio? ¡Él nunca dejó de cumplir como hijo! Durante treinta y cuatro años trabajó duro en aquella trasnacional para mantener con un buen nivel de vida a su familia, sin olvidarse jamás de sus padres. Incluso, en un arranque de sentimentalismo, cuando supo que ellos deseaban dejar la capital para pasar su vejez en la ciudad donde habían nacido, sin hacer caso de las quejas de su esposa, decidió comprarles esa casa que hoy acababa de vender. Lo malo es que su padre, como mucha gente, deslumbrado por las altas tasas de interés que ofrecía en aquel tiempo la banca, en vez de rentar —como él mismo le aconsejó— su departamento de Villa Coapa, decidió venderlo para vivir “como rey” de sus intereses. Pésima idea. Al cabo, la devaluación del 94 haría mierda su dinero en el banco. A él, “el hijo rico”, le colgarían entera la responsabilidad de mantener a los viejos. ¿Por qué ya nadie se acuerda de esto?

—Papá, no estoy jugando.

—…

—De una chingada vez… ¡Bájate!

Los gritos devolvieron al viejo a la realidad. El reloj digital en la parte central del tablero del automóvil podía indicarle cuánto tiempo llevaban en ese estira y afloja, pero mirarlo no significaba nada. El fraseo silabeante de Cole había ocupado la mayor parte de sus pensamientos.

¿Y si no se bajaba?

¿Qué iba a hacer su hijo?

¡Era tan cómodo permanecer en aquella indiferencia!

Felipe intentó serenarse. Desde la boca de su estómago, un dolor agudo se desplazaba con rapidez hacia el centro de su pecho. Su médico le había pedido que evitara situaciones estresantes.

¿Qué necesidad tenía de pasar por esto?

¡Qué injusto!

No era un mal hijo. Si de algo podía culpársele era de haber estado lejos, pero en cuanto a dinero, desde un principio le autorizó a su madre una extensión de su tarjeta de crédito. No fue culpa suya que jamás la hubiera querido utilizar “por respeto a él”, como solía decir. Ahora que por fin había hecho un espacio en su agenda para visitar al padre, llevarlo a comer y cerciorarse de que nada le faltara, el muy cabrón le salía revanchista.

Puta madre. ¿Por qué no hizo caso a sus hermanas?

Deseaba escapar, conducir de prisa hasta el aeropuerto, subir al avión, pedir un trago, tomarse una pastilla, hundirse en el asiento clase ejecutiva y dormir profundamente hasta el aterrizaje.

Notó que desde el asilo alguien se acercaba. Era una mujer joven y menuda, de cabello corto y oscuro, ojos amables y sonrisa prefabricada. Vestía un uniforme beige, bien planchado; sobre el pecho una pequeña placa dorada con su nombre: Josefina. Era evidente que se había percatado de que algo no iba bien con uno de sus inquilinos, a quien ya había reconocido.

—¡Disculpen! ¡Buenas tardes!

Se acercó a la ventana del conductor, ensayó la mejor de sus sonrisas y le hizo señas para que bajara el vidrio.

—¿Puedo ayudarle? ¿Pasa algo malo con don Felipe?

—Estamos despidiéndonos, no se preocupe… —la voz del hombre sonó débil, nerviosa.

El viejo, molesto, volteó a ver al hijo con una expresión de desdén y rio. Los restos de luz de la tarde daban de lleno en el rostro del anciano, remarcando arrugas y manchas. Un temblor rítmico en la mandíbula había comenzado a manifestarse.

—Si me lo permite le ayudo a bajar a don Felipe. Es usted su hijo, ¿verdad?

—Sí…, no sé qué le pasa. Solo fuimos a comer…

—Creo que necesita tomar sus medicamentos, descansar un poco. Eso es todo —. La joven se expresó con seguridad, como si no fuera la primera vez que se hallara ante una situación semejante.

—Se lo agradezco…

Luego se dirigió a la portezuela del viejo, la abrió despacio y comenzó a hablarle en voz baja, afectuosa, lo que pareció agradar al otro. Al hombre le avergonzó el cariño con el que trataba a su padre aquella desconocida tan educada. Minutos después el anciano había dejado de temblar, se apoyó en la enfermera y salió del automóvil sin despedirse, dándole la espalda a su hijo.

Cuando la pareja hubo traspasado el umbral del asilo, Felipe subió el volumen al estéreo y aceleró. La cálida voz del cantante colmó una vez más el interior del vehículo. Se llevó la mano derecha al pecho; el dolor, cada vez más recio, parecía haberse estacionado en su organismo. ¿Y si durante el vuelo le daba una crisis? ¿A quién iba a recurrir?

Mientras conducía al aeropuerto llamó a su esposa con la intención de que lo recogiera a su llegada, pero esta lo evadió, sugiriéndole que tomase un taxi. Era viernes, día de quincena, la ciudad era una locura.

—Créeme que te entiendo, pero ¿qué más puede pasarte de allí a la casa?

Lo intentó después con el mayor de sus hijos y tampoco tuvo éxito: el muchacho estaba por el rumbo de Santa Fe, demasiado lejos, y de allí se iría al cine.

—Te conviene tomar un Uber, papá.

Aunque en el fondo sabía que eran pretextos, ambos tenían razón. No iba a pasarle nada. No debía dejarse llevar por la paranoia. Solo a él se le podía ocurrir que fueran a buscarlo al aeropuerto en un viernes. Sin embargo, le preocupaba mucho que los dolores arreciaran y tuviera que ser internado de emergencia. Afuera, la tarde se despedía entre tonos rojizos, incendiando las copas de los flamboyanes que desbordaban los camellones de esta ciudad sureña, terriblemente calurosa. Tuvo un desasosiego repentino, como una visión o un sueño consciente. Era un paisaje policromo donde podría desaparecer con tan solo proponérselo. Por un momento olvidó hacia dónde se dirigía. Fue solo una fracción de segundo, pero tuvo que detenerse para reordenar sus pensamientos. Recordó la frágil figura de su padre al abandonar el automóvil sin dedicarle siquiera una mirada y se entristeció.

¿Volvería alguna vez a verlo?

¿Tendría caso?

¿Cuánto tiempo más iba a aguantar?

Estuvo a punto de girar el volante y regresar, pero contuvo el impulso. Recordó la idílica imagen de Josefina llevando a su padre calmadamente hasta el asilo y se recompuso.

No, él no tenía nada de que arrepentirse.

Y no iba a cometer otro error.

Mejor escapar a tiempo, dejarlo todo atrás.

Vio el reloj en el tablero: su vuelo saldría en menos de una hora.

Aceleró.

 

Texto publicado en el portal de Carátula: https://www.caratula.net/la-amabilidad-de-los-extranos/

Cuento incluido en el libro El reino de la desesperanza (Lectorum 2024)

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