La fiesta de los libros: La literatura persiste en nuestra necesidad de contar historia | Por Carlos Martín Briceño

En 1955, cuando mi madre estudiaba la secundaria en el Instituto Campechano, durante una visita que hizo el presidente Ruiz Cortines al estado, los profesores pidieron a los alumnos que salieran en fila india para arrojar piedras al océano como arranque de los trabajos destinados a ganarle terreno al mar

En ese tiempo la ciudad de San Francisco de Campeche terminaba en la calle ocho, no tenía más de 100 mil habitantes y era posible divisar el esmeralda de las sosegadas aguas del golfo desde el mercado municipal, mientras se escuchaba a lo lejos el golpeteo de las olas al estrellarse contra los muros del baluarte de San Carlos.

Aquella historia, que mi madre solía contarnos al rememorar su niñez, siempre cautivaba mi atención. En mi lógica de entonces imaginaba que, gracias al sinnúmero de piedritas lanzadas por los estudiantes, los campechanos lograron la proeza de someter al océano y adueñarse de la superficie marítima donde hoy se erigen el legendario Hotel Baluartes, el parque de Moch Couho y buena parte del Malecón.

Dudo que mi madre supiera que con el paso del tiempo aquella anécdota fantástica iba a despertar en mí el deseo de contar historias, una necesidad humana que no se sabe con certeza de dónde proviene, pero que permite modificar a voluntad el entorno y crear realidades alternativas a las existentes.

No creo que intuyera, tampoco, que con el correr de los años, los viajes familiares que realizábamos en automóvil por la antigua carretera desde Mérida para visitar a mi abuelo que vivía en el barrio de Santa Ana, iban a ser fuente de inspiración para algunos de mis libros.

Imposible desterrar el recuerdo del sabor naranjoso del pan de Pomuch al deshacerse suavemente en mi paladar de niño, la sensación de peligro que me invadía al llegar a las curvas de Castamay que advertían la proximidad de nuestro destino o el prodigioso sabor del pan de cazón que desayunábamos sobre la calle ocho, frente a la Puerta de Mar, en la popular lonchería de Puga, adonde mi padre nos llevaba tras haber finalizado el trayecto en carretera.

Por eso, ahora que recibo este reconocimiento en la tierra de mis antepasados, hago memoria y vuelvo los ojos atrás, al instante en que todo comenzó, cuando a punto de entrar a la treintena, seducido por un anuncio publicado por el Instituto de Cultura de Yucatán en un periódico meridano, decidí inscribirme en el taller de narrativa del maestro Agustín Monsreal.

Hasta entonces la literatura había sido para mí esparcimiento, una suerte de catarsis, tal vez una forma de ser diferente dentro de la multitud. Allí me di cuenta de que ya no era suficiente ser sólo un ávido lector. Creció en mí el deseo vehemente de «describir mi aldea y volverme universal», como quería León Tostoi.

Así fue como, de pronto, me vi envuelto en la aventura sin tiempo del cuento, ese género riesgoso para las editoriales pero que sigue siendo el más popular a la hora de acercar a los lectores al universo de las letras.

Rafael Ramírez HerediaRosa BeltránBeatriz EspejoGerardo de la TorreEusebio RuvalcabaEnrique Martín BriceñoJorge Lara Rivera y los integrantes del Centro Yucateco de Escritores, fueron algunas de las voces que guiaron mi formación inicial como cuentista. Me ayudaron a avanzar con firmeza por los sinuosos senderos de la República de las Letras.

Sí, digo sinuosos porque convertirse en escritor no es tarea fácil. Se necesita vocación, disciplina, trabajo y mucha tolerancia a la frustración. Para nadie es ya un secreto el rosario de vicisitudes que tuvo que pasar Gabriel García Márquez para publicar Cien años de soledad: desde empeñar las joyas de su mujer Mercedes Barcha, hasta mandar por correo a Buenos Aires al director de la Editorial Sudamericana sólo una parte de la novela por falta de dinero, pasando por el rechazo de algún despistado editor mexicano.

Pero el placer está en la contienda, en vencer las dificultades para la expresión, en ese esfuerzo que se ve compensado con la satisfacción de publicar un libro. Y en acontecimientos inesperados como el reconocimiento que me confiere esta mañana la Universidad Autónoma de Campeche, a través de su rector, doctor José Alberto Abud Flores. Y en el amable recibimiento que los lectores y la crítica han dispensado a varios de mis 11 libros. Y en los premios literarios que he sido capaz de obtener a lo largo de mi carrera.

«Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento», dijo alguna vez el recién fallecido autor norteamericano Paul Auster. «Tampoco», agregó, «ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima o evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra».

¿Podríamos estar en desacuerdo con él cuando, según datos del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos de Londres, México ocupa el lugar número seis en la lista de los países más violentos del mundo?

La literatura, en el sentido estricto de las cosas, no sirve para vivir. Pero gracias a ella, los seres humanos podemos dilatar nuestra existencia. Sentir intensamente el odio, el amor, el dolor, la muerte, la guerra, el sacrificio. La naturaleza misma de nuestra condición. La literatura nos ayuda a entender el mundo y proporciona elementos intelectuales suficientes para comprender aquello que nos resulta complejo y reaccionar con sentido común ante situaciones adversas.

Cierto, las nuevas tecnologías han modificado nuestro modo de contar historias. Desde la aparición de la Internet y la popularidad de los teléfonos celulares, la atención de los lectores se ha vuelto dispersa. Cada vez resulta más arduo lograr adeptos a la lectura.

Sin embargo, mientras seamos capaces de recordar el ansia con que escuchábamos el relato que nos contaban nuestros progenitores antes de ir a la hamaca y los que somos padres podamos evocar con nostalgia el brillo en las pupilas de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento, el libro y la literatura persistirán, sin importar los formatos para transmitirlos.

El reconocimiento que recibo lo entiendo, con toda humildad, como una prueba de que mis esfuerzos no han sido en vano. Lo comparto con mis lectores. Aplaudo que la Universidad Autónoma de Campeche siga realizando anualmente esta fiesta que celebra la palabra escrita, la ingeniosa manera que el ser humano inventó para registrar, conservar y transmitir el conocimiento de todas las generaciones.

 

Texto publicado en el portal de Arte y Cultura en Rebeldía el día 15 de octubre del 2024

Enlace: https://wp.me/p36O9X-94x

Compartir esta publicación