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En el reino de la desesperanza | Por Alma Gelover

El reino de la desesperanza (Lectorum, 2024), de Carlos Martín Briceño, es un libro que sacude, que provoca la sensación de fatal desamparo ante un mundo encerrado en una multiplicidad de intereses individuales que dejan un mínimo espacio —y en ocasiones ni eso— a la empatía, la solidaridad o el amor. Un mundo egoísta que ensombrece la vida entera.

Dividido en tres partes, a través de dieciséis relatos el libro recorre el camino que va de la adolescencia a la vejez de sus protagonistas en el sureste mexicano, o para ser más precisos, aunque no se menciona, en la sociedad meridana de clase media y media alta —sin importar que uno de los cuentos ocurra en un pequeño pueblo de California—, una sociedad prejuiciosa, hipócrita, machista que refrenda la certeza de Tolstói en Ana Karenina: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”.

Como suele ocurrir en la narrativa de Carlos Martín Briceño, en estos relatos están presentes la comida —sobre todo la yucateca— y la bebida para aderezar y contrastar sus delicias con el acíbar del abuso infantil, el bullying, el machismo que exhibe a las mujeres como codiciados trofeos, y nada más. Todo, o casi todo, en este libro transcurre en el reino de las apariencias, en la urgente necesidad de ocultar el lado oscuro de los personajes que se muestran fervientes católicos, dichosos en sus matrimonios, orgullosos de sus hijos, mientras el fanatismo, la infidelidad o los vástagos inconscientes y descarriados brotan como hongos y va germinando el desencanto, la decepción que, en ocasiones, se transforma en odio.

Tres ejemplos:

En “Conjura”, luego de cuarenta años un respetado pediatra, casado con una mujer “de buena familia”, recuerda a Elsy, la sirvienta de la que abusó cuando tenía dieciséis, embarazándola a pesar de sus precauciones. Al enterarse de la relación, la madre regaña a la muchacha, la ofende. El protagonista se propone hacerla abortar en un hospital, después de darle unas yerbas que la han hecho sangrar. La madre le grita: “¿Estás loco? Si esta india se muere en el hospital te van a acusar de asesinato”. La recuerda con deseo, sin arrepentimiento.

En “Miel sobre hojuelas”, un ejecutivo a punto de jubilarse es sometido a una operación de próstata, para acompañarlo en el hospital, a su pesar, llama a su exesposa. Es divorciado y libre, con una novia treinta años menor que en esos momentos estaba viajando por Europa con sus amigas. Piensa en ella y orgulloso se dice: “¡Qué afortunado eras de haberte conseguido una hembra así! Todo en ella te gustaba, su olor, su boca, sus labios carnosos, la redondez de sus pechos, la firma curvatura de sus nalgas. ¡Carajo! ¡Preferirías morir antes de perderte estos placeres!” Pero los placeres, como la novia, se alejan irremediablemente.

En “Último invierno”, un hombre cuida a su padre en un hospital público, no hay esperanzas y sin embargo los médicos, con la autorización del hijo, siguen martirizando el cuerpo del anciano, víctima de un coma diabético. No fue un buen esposo ni un buen padre, acumuló rencores y paga las consecuencias. El viejo suplica: “¡Diles que me dejen en paz, Ramiro, por favor!” Pero él no le hace caso, es su revancha, y la disfruta.

El reino de la desesperanza es un espejo que no otorga concesiones, un libro que muestra a un escritor en plena forma.

 

Texto publicado en el suplemento Laberinto del periódico Milenio el 21 de septiembre del 2024

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