Hotel | Un relato de Carlos Martín Briceño

Desnudo, el hombre se puso de pie y se acercó al ventanal de la habitación ubicada en el último piso del hotel. De su miembro todavía goteaba algo de semen. Caía la tarde y los automóviles circulaban a paso de rueda con las luces encendidas en las interminables avenidas de la ciudad. A lo lejos, el verdor del bosque de Chapultepec descollaba por encima de los tonos grises del resto de la urbe. En la cama, la mujer dormitaba. El hombre desvió la vista y la observó. ¡La amaba y la odiada tanto! Se habían reencontrado después de algunos meses, luego de haber jurado no volver a frecuentarse salvo por algo grave que incumbiera a las hijas, las que, “por fortuna ya están grandes y hacen su vida sin que les afecte el divorcio”, había dicho ella. El hombre se dirigió al baño y se lavó los dientes. Aún tenía en la boca el sabor al sexo de ella, ese sabor dulzón al que era adicto y que no se le parecía en absoluto al de ninguna otra mujer. El espejo de cuerpo entero le mostró sus ojeras pronunciadas, las entradas del pelo y las arrugas en la frente que evidenciaban su cercanía a las seis décadas, pero también el pecho musculoso, el estómago plano, la verga gruesa y los brazos fuertes producto del ejercicio constante.

“¿Y todo para qué?” Por enésima vez volvió a proyectar en su mente la película del último año de su vida. Aunque hubo señales que anunciaban tormentas jamás imaginó que la relación terminara de manera tan vulgar. Sintió una punzada de rabia. Estaba cansado, fastidiado, harto de cargar la lápida de una culpa que no era suya. En ese momento escuchó la voz de la mujer, llamándolo:

¿Por qué no vienes a la cama? Hace frío.

La cama…, el único territorio donde los dos se encontraban sin hipocresía. Se metió bajo las sábanas, la abrazó por detrás y cubrió con los dedos los pechos de ella.

¡Están heladas tus manos!, se quejó.

No hizo caso. Se le pegó aún más, cerró los ojos e inhaló el aroma inconfundible de su cabellera. Imaginó que todo estaba bien, que seguían juntos en casa y que al despegar los párpados se encontrarían de nuevo echados en la habitación donde durmieron durante tantos años. Si se amaban, ¿por qué tenían que acabar como amantes furtivos? Reflexionó: porque ninguno de los dos tenía la voluntad suficiente para remover las anclas que habían soltado durante el pleito que provocó la separación. No eran ni los primeros ni los últimos esposos que se llevaban mejor como amantes, pero ¿serían de los esperanzados que continuaban como si nada, anhelando que el tiempo pusiera las cosas en su lugar?

Tiempo. Ya no le quedaba tanto. Habría de vivir, cuando mucho, unos veinte años más.

¿Los pasaría a solas?

¿Con aventuras ocasionales?

¿Lo merecía?

¿Serían capaces?

Se acercó más al cuerpo de ella y su miembro revivió. El odio, pensó, aviva el deseo.

Hicieron el amor por segunda vez, con una ansiedad y frenesí insanos. Él con la mente asaetada por dolorosas imágenes. Ella con los ojos cerrados, gimiendo con algo de exageración. Cuando terminaron, la mujer intentó abrazarlo, pero él la rechazó. En su interior había comenzado a crecerle esa ira cerril por el ego destruido. Discutieron. Revivieron los hechos. Se ofendieron, regresaron los arrebatos, los desacuerdos, las humillaciones. Pero entre lágrimas también evocaron la mañana en que por primera vez la divisó, de lejos, caminando por las calles del centro histórico y la abordó de improviso con una frase cursi que recordarían siempre: ¡están cayendo ángeles del cielo!

Al cabo sonrieron, descorcharon la segunda botella de tinto que él llevaba en la maleta y pidieron al room service salmón a las brasas y ensalada César. Comieron y bebieron desnudos, aparentemente felices, aunque en el fondo sabían que la dicha estaba por terminar: en unas horas cada quien habría de irse lejos, a continuar su vida en solitario.

Texto publicado en el suplemento Laberinto del periódico Milenio
Enlace: https://amp.milenio.com/cultura/laberinto/hotel-un-relato-de-carlos-martin-briceno

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