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Festejo navideño | Carlos Martín Briceño

Lo trajo la abuela una mañana de sábado, dos meses antes de la Navidad. No era lo que él quería, pero le pareció mejor que nada. Llevaba mucho tiempo pidiéndole un perro a su madre y siempre recibía la misma respuesta:

Sobre mi cadáver entra un animal aquí.

Así que esa mañana, cuando despertó y escuchó los glugluteos que llegaban a sus oídos, abandonó intrigado la hamaca y corrió hasta el patio en donde descubrió al pavo deambulando debajo de la mata de naranja agria. Se acercó hasta él y trató de acariciarlo, pero el animal se le escapó de las manos batiendo las alas. Al cabo, el chico lo acorraló y pudo tomarlo entre sus brazos unos segundos hasta que apareció la abuela con un traste lleno de maíz.

—Hazme el favor de dejarlo en paz. Mejor ayúdame a darle de comer.

Le entregó el traste y se dio media vuelta. Al chico le brillaron los ojos. Por fin tenía una mascota.

A partir de aquel sábado lo primero que hacía al llegar de la escuela era visitar a Lorenzo. Lo nombró así en honor a un perro de la colonia que murió atropellado frente a sus ojos. Al pavo le cambiaba el agua, le daba en el pico trocitos de tortilla, buscaba las hojas más tiernas del embeleso para alimentarlo. Incluso compraba cada domingo en la tienda de la esquina, ciento cincuenta gramos de pepita de calabaza que le iba dando de a poco. Su madre, siempre preocupada por la ropa que debía de entregar —los alfileres en la boca, las tijeras en las manos, la cinta métrica a modo de collar en la garganta— no tomaba demasiado en cuenta al hijo. Lo que a ella en verdad le atormentaba era cumplir con sus compromisos y juntar el dinero necesario para el alquiler antes del último día de cada mes. Peor aún en diciembre, cuando tenía que ver de dónde sacaba un extra para el festejo navideño. Desde que su marido se marchó, apenas tenían para irla pasando con lo que ella ganaba. Por eso aceptó la sugerencia de la abuela:

—Un pavo de patio, hija; sabe mejor y cuesta menos.

Esto último acabó por convencerla. Quería que su familia pudiera gozar de una cena navideña de verdad: pavo asado con achiote acompañado de espaguetis con queso y frijoles refritos. Estaba harta de los tristes sándwiches de jamón y queso que habían comido las últimas Nochebuenas.

La mañana de Navidad el cielo amaneció nublado. El chico se despertó muy tarde, una modorra espesa lo había atrapado y le costó trabajo abrir los ojos. Hacía frío, su madre había colocado papel periódico debajo de su hamaca para que la humedad del piso no subiera hasta sus huesos, pero era inútil: en esta época del año, el cuarto se llenaba de heladez. Mientras se vestía, se percató del silencio que reinaba en la casa. Tuvo un mal presentimiento. Recordó la promesa que le había hecho su abuela y corrió al patio para verificar que en verdad la hubiera cumplido.

—¡Abuela! —gritó con todas sus fuerzas.

Nadie contestó.

—¡Mamá! —soltó, desesperado.

Tampoco hubo respuesta.

Estaba solo en casa y de la cocina emanaba un aroma a achiote que saturó su olfato. Se sentó a la sombra de la mata de naranja agria y vio en el suelo el viejo traste de Lorenzo. Derrotado, comenzó a llorar.

Cuando las mujeres llegaron, pensaron que el chico seguía dormido. Habían salido a comprarle un regalo y se demoraron más de lo planeado. Fue la abuela quien lo descubrió colgado en el cuarto. La soga de la hamaca estaba a punto de quebrarle el cuello. Apenas tuvo tiempo para sostenerlo de las piernas y llamar a gritos a su hija. En la cocina, la mujer abandonó el guiso y corrió para ver qué sucedía. Recostó al chico en el suelo y le dio respiración de boca a boca. Al cabo de un rato dejó de intentarlo.

Texto publicado el 24 de diciembre en el Suplemento cultural Laberinto de Mileno

Enlace: https://www.milenio.com/cultura/laberinto/festejo-navideno-cuento-carlos-martin-briceno

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