En su texto, Marcial Fernández destaca a Carlos Martín Briceño como «cuentista pura sangre que le gusta adentrarse en los bajos instintos del ser humano en ambientes tropicales».
La poesía del México antiguo es conocida. Tal vez la de Nezahualcóyotl, tlatoani de Texcoco y erudito en distintos temas, sea la más ilustre. Pero también en ese México y en los que le siguen vive Sherezade, quien como el personaje de Las mil y una noches narra cuentos para salvar la cabeza, la de ella y de quienes la oyen. Una buena parte de esas voces las recopila y reescribe Fabio Morabito, publicándolas con el título Cuentos populares mexicanos (2014).
Sin embargo, el cuento escrito en México ya con una intención no meramente legendaria o anecdótica nace en el siglo XIX en autores costumbristas y románticos como José María Roa Bárcena y Vicente Riva Palacios, quienes sin descuidar el propósito de lo que cuentan, descubren un estilo que los define.
Otros cuentistas notables de aquel tiempo son el neoclásico Ignacio Manuel Altamirano, Pedro Castera y sus cuentos mineros, el romanticismo de Justo Sierra hijo y el modernismo de Carlos Díaz Dufoo padre —quien publica su cuentística en el siglo XX, lo mismo que Federico Gamboa, Luis G. Urbina, Amado Nervo, Heriberto Frías y Rubén M. Campos.
El siglo XX inicia en lo político y en lo social con la dictadura de Porfirio Díaz. Luis Leal, en su Breve historia del cuento mexicano (UNAM, 2010), señala que tal régimen “coincide con el predominio, en la vida cultural, de las ideas positivistas y científicas que había implantado Gabino Barreda”. Agrega: “un grupo de jóvenes no conformes con el positivismo en la filosofía ni con el modernismo en la literatura se reúnen en torno a la revista Savia moderna (…) para dar expresión a sus ideas antipositivistas. De este grupo (…) surgió el Ateneo de la Juventud”, en el que se pueden encontrar escritores como Alfonso Reyes, quien publica un puñado de cuentos que combinan su erudición personal con mundos oníricos —“La cena” es el ejemplo más claro de ello; José Vasconcelos que, en su escasa cuentística, mezcla lo autobiográfico y la búsqueda del sentido de la vida; Mariano Silva y Aceves, uno de los abuelos del cuento contemporáneo que, en palabras de Beatriz Espejo —la gran maestra del cuento de las últimas y primeras décadas de los siglos XX y XXI—, “sabía que un narrador precisa encontrar la frase inicial para introducir el tema sin mayores preámbulos, buscaba la sintaxis bien construida y esmerada, el adjetivo justo, introdujo el final abierto, y se destacó como espléndido creador de atmósferas” (Mariano Silva y Aceves, UNAM, Material de lectura No. 40, 2008); caso parecido al de Julio Torri que es considerado una voz mayor entre los microcuentistas de habla española.
Pero si bien estos dos últimos ateneístas son los abuelos de la cuentística contemporánea, con la Revolución mexicana, valga la expresión, se revolucionaría el cuento en el país, dándole paternidad, pues se trata de una narrativa que por primera vez se afirma a sí misma, crea su propio modelo popular en el habla y desarrolla temas en torno a la guerra fratricida, características que dan por resultado una literatura más rica en cuanto la comprensión de la condición humana, ruptura que prevalecerá hasta mediados del siglo XX, y sus recursos darán la base a la literatura de la otra mitad.
Cuentistas revolucionarios son, en ambas acepciones del término, Mariano Azuela, Ramón Rubín, José Rubén Romero, Rafael F. Múñoz —el mejor cuentista de la Revolución—, Carmen Baez —una cuentista espléndida hoy casi olvidada—, el pintor y vulcanólogo doctor Atl, Celestino Herrera, José Alvarado y la balletista Nellie Campobello, entre otros.
Mención aparte merece Edmundo Valadés, quien al nacer a la mitad de la lucha armada también es cuentista y antólogo de la Revolución. Él mismo y el periodista Horacio Quiñones publican en 1939 el primer número de la revista El Cuento, que lleva como subtítulo Los Grandes Cuentistas Contemporáneos, en la que se comprometen en dar a conocer la cuentística más notable de aquella época, sobre todo la que se escribe fuera de México.
Pero en 1939 también inicia la Segunda Guerra Mundial y el papel con el que se imprime la revista se vuelve escaso e incosteable para dos muchachos de veintitantos años que sólo logran publicar cinco números. En 1964, sin embargo, Valadés resucita el proyecto bajo el mismo nombre, aunque diferente apellido, Revista de Imaginación, con secciones nuevas que nombra Caja de Sorpresas, cuyos contenidos son fragmentos de sus lecturas y si bien pertenecen a un contexto más amplio, es posible resignificarlos y leerlos como piezas individuales. Esos recortes se publican en El libro de la imaginación (1976).
Aquellas citas hoy se conocen como cuentos jíbaros, bonsái, mínimos, ultracortos, fictimínimos, microrrelatos, etcétera, y se suelen confundir con otro tipo de literatura fragmentaria como la sentencia, el aforismo, la greguería, etcétera, son la semilla para que, a partir de 1969, la revista abriera el Concurso del Cuento Brevísimo, en el que pueden participar escritores aficionados o profesionales con un texto que no excediera una cuartilla —tres cuartos de una cuartilla, recomienda Valadés— a doble espacio y 65 golpes de máquina de escribir.
Tal certamen se convierte en un taller abierto entre quienes buscan publicar sus minificciones y el consejo de redacción de la revista, conformado en sus distintas épocas por Andrés Zaplana, Juan Rulfo, Juan Antonio Ascencio, Agustín Monsreal, José de la Colina y Eraclio Zepeda, un sexteto de cuentistas que pocos países pueden presumir.
De dicho grupo, Rulfo escribe el libro de cuentos más importante de México, El llano en llamas (1953); “La tumba india” de José de la Colina es un cuento que merece estar en cualquier antología del género; Eraclio Zepeda es un cuentista para cuentistas mientras que Agustín Monsreal se destaca como una leyenda viva de la literatura yucateca.
Las décadas de los setenta y los ochenta fueron de plena consolidación para El Cuento que pronto cobra fama en Hispanoamérica, convirtiéndose en un referente tanto para conocer a escritores de otros idiomas —que son traducidos al español por los colaboradores de Valadés— como de autores cuyo lengua es el español.
En esos años, por otra parte, Juan José Arreola, Jorge Ibargüengoitia, Carlos Fuentes, José Revueltas y Salvador Elizondo, escriben por encima de su poética, ensayística o novelística, al menos un libro de cuentos ya considerado obra maestra: Confabulario (1952) de Arreola —»El guardagujas» es lectura indispensable para quien quiera ser escritor—; Dormir en tierra (1961) de Revueltas; Cantar de ciegos (1964) de Fuentes; La ley de Herodes (1967) de Ibargüengoitia y El grafógrafo (1972) de Elizondo.
Otros cuentistas que trascienden la segunda mitad del XX son Inés Arredondo, Rosario Castellanos, Guadalupe Dueñas, Juan García Ponce, Elena Garro, Ricardo Garibay, Sergio Galindo, Severino Salazar, José Emilio Pacheco, Eusebio Ruvalcaba, Guillermo Samperio, Sergio Pitol, Amparo Dávila, Jorge López Páez, Rafael Ramírez Heredia —más allá de su famoso «Rayo Macoy», su cuento «El faraón» es fascinante dentro de su temática taurina.
Entre los autores vivos que forman la cuentística contemporánea, José Agustín sigue siendo una influencia determinante en las nuevas generaciones y su mejor libro del género es Inventando que sueño (1968); la ya mencionada Beatriz Espejo; Felipe Garrido, otro maestro del cuento; Óscar de la Borbolla, cuya escritura lúdica y filosófica cuenta con muchos lectores; Francisco Hinojosa, un contador de historias inteligente y divertido; Mónica Lavín —en su libro Uno no sabe (2004) tiene dos textos excepcionales: el que le da título a la obra y «Los diarios de un cazador»—; Hernán Lara Zavala, Francisco Prieto, Emiliano Pérez Cruz, Bernardo Ruiz y Alberto Ruy Sánchez, los cinco con estilos y temáticas que hablan de las gran pluralidad y riqueza imaginativa del género; Enrique Serna —El orgasmógrafo (2001) es una delicia—; Ignacio Trejo Fuentes —»Vestido de novia» es el ejemplo más claro de cómo se puede transformar una circunstancia patética y cruel en una obra de arte—; Eduardo Langagne —“Veinte años” relata una historia de amor sexual mágica, hoy día posiblemente incorrecta, lo que la convierte en correctísima.
A la par de los cuentistas mencionados, la revista El Cuento sigue ganando adeptos. La Caja de Sorpresas y el Concurso de Cuento Brevísimo legitiman al microcuento como un género aparte del cuento, ni más ni menos importante, sino distinto, con sus propias reglas, alcances y límites, una apuesta que, como señala Valadés, “no puede ser poema, anécdota, estampa, viñeta, ocurrencia o chiste”.
En 1994 fallece Edmundo Valadés, pero El Cuento se sigue publicando hasta 1999, año que nace Ficticia como un portal en Internet que, con las herramientas que da la nueva tecnología, busca mantener la tradición y el canon iniciado por el maestro seis décadas atrás, abriendo espacios tanto para cuentistas aficionados como profesionales, talleres escriturales, espacios de reflexión y difusión de la literatura breve, contemporánea y escrita en español. Para el 2000 Ficticia Editorial empieza a publicar libros y en su catálogo se pueden leer más de ciento cincuenta cuentistas, en su mayoría mexicanos.
Entre quienes más títulos ha editado esa editorial —además de haber publicado en su momento a Salvador Elizondo, José de la Colina, Severino Salazar y Eusebio Ruvalcaba, entre otros— se encuentran Agustín Monsreal y su prosa laberíntica en la que es un placer perderse; Gerardo de la Torre, dueño de una narrativa impecable que mira la realidad con una tenacidad también impecable; Mauricio Carrera, autor prolífico que en México ha ganado más de una veintena de premios; Javier García-Galiano, erudito dueño de un sarcasmo inconfundible; Carlos Martín Briceño, cuentista pura sangre que le gusta adentrarse en los bajos instintos del ser humano en ambientes tropicales; Gustavo Marcovich, quien con un humor negro finísimo siempre sorprende al lector, y Luis Bernardo Pérez, cuya maestría técnica e imaginativa lo convierten en un cuentista casi perfecto.
Otros narradores que han hecho una carrera importante en diferentes sellos y que nada le piden a Chéjov o a Poe, por mencionar las dos más amplias escuelas de la cuentística universal, son Eduardo Antonio Parra, cuya rudeza temática lo convierte, de manera paradójica, en un autor difícil que, a la vez, cuenta con muchos lectores; Naief Yehya, vanguardista, irónico, inteligente; el ya mencionado Fabio Morabito, quien posee una cuentística que no se parece a ninguna otra; Jorge F. Hernández —6 Cuentos 6 y uno de regalo (2010) es un cuentario de rabo y salida a hombros—; Ricardo Bernal, excelente cuentista de terror; Ana Clavel, Álvaro Enrigue, Elvira Aguilar Angulo, Jaime Muñoz Vargas —Leyenda Morgan (2010) es el mejor libro de cuentos policiacos que se ha escrito en México—; Mario González Suárez, Cristina Rivera-Garza, Alejandro Estivill —“El león de Bongor” es un cuento de futbol perfecto—; Flavio González-Mello —“En órbita” es un relato espacial irónico, exquisito, contundente—; Alberto Chimal, Juan José Rodríguez, Edgar Omar Avilés, Víctor Roberto Carrancá —su opera prima, El espejo del solitario (2014) busca la totalidad del universo en una ficción y se encuentra a un lector impresionado por la agudeza del narrador—; Cecilia Eudave, Liliana Pedroza, Aniela Rodríguez y Ulises de la Rosa que, con Teoría del llanto y otras disecciones (2020), también opera prima, hace pensar que seguirán los buenos tiempos, por lo menos en la imaginación, en las generaciones venideras.
Texto publicado el 27 de agosto del 2021 en la revista Agulha