En más de una ocasión Agustín Monsreal ha comparado su oficio con el de un humilde orfebre. “Construir ese orbe cerrado, sin fisuras, es un trabajo de relojería fina”, apunta en una entrevista refiriéndose al cuento. Existen seis espléndidos libros de su autoría que confirman este ideario estético. Desde la aparición de su primer volumen de relatos, Los ángeles enfermos, en 1978, –Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí del Instituto Nacional de Bellas Artes–, hasta su más reciente cuentario, Deudas pendientes, de 2016, el ritmo envolvente y una plasticidad maliciosa del léxico presiden su obra. El maestro Agustín Monsreal es un autor preocupado por innovar constantemente sus recursos creativos y mantener la calidad narrativa en un alto nivel.
Deliberadamente irónicos, eróticos, lúdicos, provocativos, con una fluidez trepidante, economía de diálogos y adjetivación osada, los cuentos de Agustín Monsreal no se parecen a los de ningún escritor de su tiempo. Y aunque en sus entrevistas insiste en decir que “No hay nada nuevo bajo el sol sino mi manera de ver el sol, de sentirlo, de expresarlo”, cualquiera que se acerque a su trabajo certificará la vigencia de lo dicho en alguna ocasión por Edmundo Valadés: “Monsreal alcanza un lenguaje que nos parece de los más ricos, de los más bellos y de los mejor armados de la narrativa mexicana actual”.
La venganza, el hastío, el miedo de vivir y la culpa callada suelen ser los demonios que atormentan a los personajes del mundo monsrealiano, mujeres y hombres de poca voluntad entrampados, sobreviviendo apenas, a la busca de un lapsus de locura que los ayude a romper, aún si brevemente, las ataduras que los someten.
Agustín Monsreal es pues, un fabulador formidable que busca dar a cada relato identidad, una técnica propia y una estructura única. Hay ciento veinte historias para comprobarlo. Allí está, por ejemplo, Habitación deshabitada, que forma parte de Los ángeles enfermos, la fábula de un pusilánime que, con tal de seguirle el juego a su mujer que ha perdido en el vientre al hijo de nombre Darío, acaba convenciéndose de que aquello no sucedió: “Será cuando escuche un lloro pequeño, un mínimo lloro apoderarse del silencio, dominarlo, y no sabré precisar si proviene de mí o de Darío. Entonces ella me alzará con todo su cuidado y me dará a beber de la parte de su carne suave como cera calentada y yo percibiré su ternura por encima del ligero daño causado por la mordiente glotonería de mis encías”.
En el cautiverio, magistral cuento incluido también en su primer libro, la desesperanza la ejemplifica un preso que termina por aceptar en su celda la compañía de una alimaña que lo acecha: “Entonces la sentí trepándome por el costado, sentí el asqueroso contacto mórbido de su vientre, y la frialdad áspera y morosa de su cola, y la baba que su hocico iba sembrando en mi piel”.
Igual sucede en Panorama después del puente, título que hace eco a la obra de Arthur Miller, donde un infeliz padre, en su día de asueto, es abusado por su familia con una agenda que incluye una tediosa excursión a Oaxtepec, la asistencia a la ceremonia del Grito de Independencia y la atención a los reclamos de alcoba de su mujer, no obstante la resaca que lo aqueja: “Y yo con la achacosa cruz de mi parroquia a cuestas: imagen del desguace, calca del diablo enjaulado soportando las arterías a plomo de un solazo categórico, anchuroso, atroz, dueño de todo”.
Monsreal, a sus ochenta años, continúa escribiendo con el mismo ímpetu que en sus inicios. Su onomástico es un pretexto perfecto para agradecer al maestro su generosidad y paciencia en nombre de los que tuvimos alguna vez el honor de formar parte de sus talleres. Hago memoria. Corría el año de 1997 y cada fin de mes, Agustín “hacía viaje”, como decimos los yucatecos, desde la capital de la República para impartir en Mérida un taller de narrativa en el salón de las columnas del edificio porfiriano que alguna vez albergara el Asilo Leandro León Ayala para enfermos mentales –nótese la coincidencia–. Éramos, quizá, veinte. Para mitigar el bochorno de la canícula yucateca unos pocos solíamos invitarlo a continuar la tertulia en algún bar del centro histórico. Probablemente él no lo recuerde, pero en una de esas ocasiones, una tarde de verano, luego de abandonar el extinto bar Principal, mientras caminábamos por la calle 70, tras avistar el abandono por los postigos abiertos de una casona en ruinas, Agustín Monsreal me compartió sus claves para escribir un buen cuento: la inspiración, dijo, surge de lo que uno ve, de algo que te llena el corazón de amor o de indignidad; captura el entorno, llénate con esas sensaciones, no las dejes escapar, resguarda la esencia y escríbelo.
Pero volviendo al tema de los cuentos, sus protagonistas son herederos de la desesperanza con vidas aplastadas por el terrible peso de la mediocridad, tal el caso de Nico, el pobre hombre del monólogo Grande es tu salida a la guerra, pequeño tu retorno, quien debe soportar estoicamente las recriminaciones de la esposa cada vez que regresa derrotado de la búsqueda: “Hoy tampoco conseguiste empleo, no, qué vas a conseguir tú, si eres un apocado, un blandengue, una nulidad, un inútil, un sobrado para nada, pero a ver, cómo sí eres bravo para hacer hijos”.
El quehacer acucioso del maestro Monsreal destaca en aquellas historias contundentes que no necesitan de muchas páginas para atrapar al lector y mantenerlo atento, como si de un filme de acción se tratase, al filo de la butaca. Elocuente resulta al respecto La última miseria, uno de mis favoritos (aquí se puede escuchar en voz del propio autor), que está incluido en Las terrazas del purgatorio, donde se cuenta el ataque a una pareja, la violación de la esposa que le provoca la muerte. “Una noche, una noche cualquiera, Santos sale con su mujer a dar un paseo; de regreso a casa son asaltados por un hombre cuyo rostro sólo alcanza a ver de manera fugaz, pero definitiva; él es brutalmente golpeado y ella violada tan espantosamente que muere pocas horas después de la agresión.” En este tono confidencial y seco, el narrador omnisciente cuenta el proceso revanchista del marido. Lo hace lenta y concienzudamente, de una manera tan perturbadora que sólo alivia la conclusión de la lectura.
En De pronto y para siempre, cuento que forma parte de la colección titulada Desde el vientre de la ballena, un hombre, de buenas a primeras, experimenta una necesidad imperiosa de estar con una mujer en la que nunca se ha fijado. Poco a poco va descubriendo que ésta se ha valido de un hechizo para atraparlo. “De pronto me acometía el impulso de escapar, de buscar algún refugio, y en seguida, sin ninguna transición, me fustigaba, me carcomía la iracundia insoportable de unos celos que devoraban mis entrañas cuando permanecía fuera del territorio de Virginia”. El final es hiriente, bizarro. Una mezcla de consuelo y sorpresa nos embarga mientras apuramos los últimos párrafos.
Imaginativo como pocos, este escritor yucateco es consistente, comprometido con su propia escritura, trabajador incansable, diestro para urdir piezas delirantes donde personajes entrañables aquejados de soledad se encuentran con su destino. A Monsreal, como a Publio Terencio Africano, “nada de cuanto es humano le es ajeno”. Su maestría para el relato breve le permite entrelazar en una misma historia varios flagelos emocionales de la humanidad sin menoscabo de la trama principal.
Imposible no traer a colación su espléndido cuento Lo mismo que el tigre, donde el incesto, frecuente tema monsrealiano, armoniza perfectamente con el hastío conyugal y la devastación por la muerte. “Cómo han de estar hartos los dos de sus noches idénticas, de esa su cama de siempre, de esa su aceda, acorralada, lánguida lujuria de siempre.”
El gran crítico literario del siglo XX, Emmanuel Carballo, calificó a Monsreal como “el cuentista más extraño de su generación”. Agustín, no hay que olvidarlo, es un especialista eminente y aunque en 2016, su relato largo Mamá duerme sola esta noche se anunció como novela por cuestiones de marketing, él mismo ha declarado en numerosas ocasiones que no le interesa incursionar en ese género porque “encuentra las aguas suficientemente profundas en el trabajo del cuento”.
Monsreal se ha vuelto una referencia obligada para todos los que escriben y leen relatos, un ejemplo de que la mejor manera de trascender está en permanecer fiel a aquello en lo que uno cree. Agustín Monsreal es, a sus ochenta años, uno de los mejores cuentistas latinoamericanos, un maestro de la literatura en nuestra lengua.