El primero en entrar fue Mauricio. Yo me quedé afuera, en la semioscuridad del pasillo de aquel hospital, arrepentido por no haber tenido el valor para decirle a mi hermano menor algunas palabras que lo reconfortaran. Nunca fuimos muy unidos, teníamos serias discrepancias en cuanto a nuestras formas de entender la vida. A él, que abandonó la carrera de arquitectura para dedicarse de lleno a la pintura, le parecía que yo era un tipo mediocre por haber estudiado derecho, una profesión gris, decía, cuyo único fin era el de “hacer dinero”. Detestaba mi “burgués” estilo de vida, pero, irónicamente, trabajaba mucho menos que yo, seguía soltero y gozaba del apoyo económico incondicional de mis padres. A mí siempre me pareció que el más burgués de los dos era él. No obstante estas diferencias nos queríamos y, aunque nos frecuentábamos poco, cuando mi madre nos convocaba por algún asunto importante, acudíamos de inmediato.
Mamá había pedido que llegáramos puntuales. El horario de visitas para los enfermos en terapia intensiva en aquella clínica era muy estricto. Hasta que no trasladasen a mi padre a una habitación privada no podríamos verlo con libertad. Mucho menos traerle a alguno de sus nietos. Así lo había dicho el médico y ella rogó que respetáramos la orden.
–Vengan solos, van a entrar uno por uno. Estarán con él menos de quince minutos –recalcó por teléfono.
A unos metros de mí, en una salita de espera con aire acondicionado donde una televisión transmitía telenovelas sin descanso, Lorena platicaba en voz baja con mamá. Las vi de reojo: tenían las manos entrelazadas. Pinche Lorena. Ella había tenido mucho que ver con todo esto. Fue la primera en presionar a mamá para que autorizara a los médicos hacer “lo que fuera necesario”. Devota del yoga, el new age y el reiki, mi hermana parecía irradiar siempre una tranquilidad desquiciante, pero sus dos oscuros divorcios, aunados a sus constantes cambios de trabajo, evidenciaban su verdadera naturaleza. Ahora, de seguro, estaba aconsejando a mamá acerca de cómo “anteponerse ante la adversidad”.
Cuando Mauricio volvió venía muy alterado. Me di cuenta que tenía el rostro transfigurado por la pena. Lloraba. Traté de abrazarlo, pero él, tajante, me rechazó.
–Apúrate, carajo, todavía faltan Lorena y mamá –dijo.
Atravesé la primera puerta y me topé con un lavabo de acero inoxidable y un gancho donde colgaban batas, guantes y cubrebocas. Mientras intentaba colocarme correctamente la bata, pensé en cuánto me hubiera gustado que mi padre muriera de un paro cardíaco y no de estos putos infartos cerebrales intermitentes que lo estaban matando poco a poco. Probablemente él hubiera deseado lo mismo. Ya con el disfraz, me encaminé a la puerta abatible que daba al área de terapia intensiva. Al entrar el olor a cloro, alcohol y desinfectante hizo que comenzara a picarme la nariz y me esforcé para no estornudar. Separados tan sólo por unas frágiles mamparas de plástico, había allí una veintena de lechos. Me llamó la atención que hubiera tanta gente visitando a sus enfermos. Si lo que necesitaban estos pacientes para reestablecerse era tranquilidad, en este lapso de tiempo no la iban a encontrar. Me acerqué a un joven enfermero que reía con alguien en su celular y le pedí que me indicara cuál era la cama que correspondía a mi padre. Sin soltar el teléfono buscó el apellido en una bitácora y señaló una de las mamparas con el índice.
Papá, vestido con una de esas feas batas azules, dormía profundamente. Estaba conectado a numerosos tubos y una máscara de oxígeno le ayudaba a respirar. En su cráneo totalmente afeitado, resaltaban las costuras brillantes de la operación reciente. Una doctora, blanca y regordeta, le tomaba el pulso.
–¿Cómo está? –dije, para romper el silencio.
–Estable, joven –respondió, esbozando una benévola sonrisa.
–Ah…
–¿Es su papá? Tiene un corazón muy fuerte –agregó, abriendo mucho los ojos. –A su edad no cualquiera aguanta una operación así.
Levanté la mirada y traté de sonreír.
–¿Usted cree que se recupere? –pregunté, fingiendo desconocimiento, aun cuando mi madre me había advertido que los médicos pronosticaban bajísimas posibilidades.
–Sólo Dios sabe –respondió, evadiendo cualquier compromiso, anticipando el fracaso, colgándole la responsabilidad a la divina providencia.
¿Y para que chingados lo operaron?, me entraron ganas de gritarle, pero además de que ya sabía la respuesta –para bajarle a la familia la mayor cantidad de dinero posible–, no quise verme como un idiota. Ya mamá conocía mi opinión sobre el asunto y me había advertido cuando hablamos largamente sobre el tema: cuidadito le reclamas algo a tus hermanos o a los doctores.
Le acaricié el hombro a mi padre. Sonriente, la mujer volvió a la carga:
–Háblele, joven, dígale que está usted aquí, platíquele que tiene que poner de su parte para recuperarse. Es lo que necesitan oír los enfermos cuando están convaleciendo. Les hace mucho bien. A lo mejor hasta abre los ojos al reconocer su voz.
No contesté. Hice una señal de adiós con la mano, dándole a entender que se largara.
Cuando la doctora se retiró ya había transcurrido más de la mitad del tiempo que me tocaba. Observé con detenimiento la gran cantidad de cables y aparatos que mantenían a mi padre con vida artificial. ¿Y si desenchufaba la máquina de oxígeno sin que nadie se diera cuenta? Recordé que alguna vez, cuando comenzaba a desvariar por los primeros micro infartos, mientras lo llevaba en mi automóvil al desayuno semanal con sus viejos amigos –único acto social no familiar al cual se permitía asistir–, tuvo un inesperado repunte de lucidez. Me dijo que a sus ochenta y cinco ya no le tenía miedo a la muerte, que había vivido una buena vida y formado una gran familia. “Lo que sí no quiero”, enfatizó, “sería comenzar a dar pena como el Suzo Buenfil, ese pobre que seguía yendo en silla de ruedas y con tanque de oxígeno a las reuniones del Colegio de Ingenieros; o peor aún, acabar como tu tío Alfredo, tirado en una cama sin poder hablar ni comer o tomar siquiera una cerveza, llenando de preocupaciones a toda la familia, obligado a que otros te bañen y limpien las nalgas”. Estaba tan sorprendido por su repentino acto de franqueza que detuve el coche, me le quedé mirando y prometí encargarme de que nada de esto sucediera. Tres meses después me encontraba junto a mi padre en la sala de cuidados intensivos de este hospital, observando cómo el destino, coño, lo llevaba justo hacia lo que él tanto temía.
¿Por qué era tan difícil para mi madre y mis hermanos entender que no tenía ningún caso empecinarnos en mantenerlo con vida?
¿Tanto trabajo les costaba aceptar lo inevitable?
Aun suponiendo que consiguiera brincarla, papá nunca volvería a ser el mismo. Iba a salir lleno de secuelas, iguales o peores que las del tío Alfredo. No quería ni imaginar el calvario que le esperaba.
Tratando de sobreponerme y cumplir con el protocolo coloqué mi mano derecha sobre una de las suyas y le hablé en voz queda.
–Papá, soy Ricardo, ¿me escuchas?
Silencio. Lo único que se oía era el ritmo de su respiración dificultosa.
Volví a intentarlo, pero esta vez le apreté la mano y subí la intensidad de mi voz.
–Papá, ¿puedes oírme? ¡Soy Ricardo!
Nada. Sólo el sonido de su respiración. Coño, coño, coño. Todo era inútil, mi padre jamás volvería a estar con nosotros. Desvié la mirada y caí en la cuenta de que nadie se fijaba en mí. Había demasiada gente. Por unos segundos pasó por mi cabeza la idea de arrimarme al respirador artificial y desconectarlo. ¡Sería tan sencillo! Me acerqué al enchufe pero enseguida una mezcla de conciencia y cobardía me hizo vislumbrar lo que sobrevendría: el ajetreo, los reclamos, los gritos, las preguntas, las explicaciones, el repudio de la familia al enterarse de la intentona. Imposible. No estaba listo para jugar a ser Dios. Vi en mi reloj que ya le había robado cinco minutos a Lorena. Derrotado, me acerqué a darle un beso a mi padre en la frente y di media vuelta para retirarme.