Fue “Carta para un zapatero que compuso mal unos zapatos” el primer texto de Juan José Arreola que llegó alguna vez mis manos. La misiva –irónica, pulcra, inteligente, amena– venía en el libro de lectura de sexto año de primaria, en una época en que a la Secretaría de Educación Pública parecía interesarle fomentar la buena literatura entre los niños mexicanos. Precedían a la carta, cómo olvidarlo, algunos de los nostálgicos versos de las “Canciones para cantar en las barcas”, de José Gorostiza y aquella innovadora curiosidad literaria que era, en aquel tiempo, el “Aplastamiento de las gotas”, de Julio Cortázar.
Recuerdo haber disfrutado tanto la misiva que tuve ganas de copiar algunas de sus frases para entregárselas al dueño de la peletería ubicada en la esquina de El Cardenal, un viejo cascarrabias que había mal costurado las tiras de mi mochila de cuero y que, por culpa suya, debía llevarla apretujada entre los brazos, desde el barrio de San Juan hasta el de Santiago, en mi recorrido diario hacia el Colegio Americano.
No volvería a toparme con Arreola sino hasta mi adolescencia, cuando leí “Varia invención” y “Bestiario”, en unas ediciones rojo brillante de Joaquín Mortiz, que mi hermano Enrique había llevado a la casa para engrosar su naciente biblioteca. Fue así como me acerqué a “Hizo el bien mientras vivió” y a “El cuervero”, cuentos muy mexicanos pero que al mismo tiempo gozan de clara universalidad, y también al “El hipopótamo”, “Topos” “El sapo” o “Camélidos”, deliciosas maravillas de la economía literaria que me hicieron pensar que, más allá de su vasta imaginación y su pericia en el manejo del lenguaje, Arreola era un verdadero genio.
A estas alturas, esta aseveración ya nadie la pone en duda. Atrás quedaron las voces de los críticos anquilosados que en 1954, al publicarse el “Confabulario”, opinaron que el jalisciense no trascendería porque “escribía de espaldas a la realidad del país”, sin darse cuenta, como afirmaría más tarde Emanuel Carballo, que “los textos de Arreola tenían más que ver con la realidad nacional de lo que se había supuesto”.
Y para muestra, un botón: “El Guardagujas”, ese relato sobre la intentona frustrada de un viajero por llegar en tren a su destino, 66 años después de su publicación, no ha envejecido ni un ápice. Crítica feroz en contra del capitalismo salvaje, sátira inteligente acerca del sistema ferroviario mexicano, anticipo de los horrores de la industrialización, alegoría sobre el destino de la humanidad, mordaz ironía dirigida a la ineficiencia gubernamental, “El Guardagujas” se mantiene intacto, moderno, fresco, más actual que nunca. La ridícula ocurrencia de nuestros gobernantes de financiar un tren bala que recorra los cinco estados del sureste de la República parece una idea surgida de las líneas de este cuento fantástico, sin duda uno de los mejor escritos en toda la segunda mitad del siglo XX.
Por otra parte, se suele decir que Arreola es el mejor ejemplo de que no se necesita haber tenido instrucción académica para ser un intelectual, pero los analistas olvidan que Arreola, además de haber pasado breve tiempo en la Comedia francesa, estudió teatro en el Instituto Nacional de Bellas y que tuvo como maestros a Rodolfo Usigli, a Celestino Gorostiza, a Xavier Villaurrutia, a Fernando Wagner y a otros grandes personajes. No hay que fomentar tan a la ligera esa fantasía de que Arreola fue autodidacta. De 1937 a 1947 fue actor profesional. De allí su apabullante presencia escénica, tanto en el escenario como en la televisión.
Y ya que hablamos de la televisión, aunque muchos literatos de la época lamentaron que Arreola hubiera dedicado tanto esfuerzo a la pantalla en vez de avocarse a la máquina de escribir, con el paso del tiempo es menester reconocer que fue él quien introdujo la cultura a este medio de comunicación. Arreola, enemigo de la cultura como bastión para unos cuantos, declaró alguna vez lo siguiente con respecto al tema: “me siento en la televisión como una pieza de ajedrez magistral donde una computadora dice: caballo 5 dama, y de pronto estoy ahí, caballo de ajedrez muy bien movido Tengo todo ahí ¿Quién me podría dar una hora así?”
Para quienes tuvimos la suerte de seguirlo en sus programas era una verdadera delicia oírlo hablar con admiración, dolor, convicción y humor sobre literatura, música, teatro, tauromaquia, temas que él dominaba a la perfección. Incluso llegó a participar como comentarista en el mundial de Italia 90 y a aparecer con Verónica Castro en “Mala noche no”, aquel programa nocturno de variedades donde intentó halagar con el lenguaje a la joven cantante Thalía, y ésta, con tremenda ignorancia, imaginando que el escritor la menospreciaba, reaccionó con grosería dando origen a uno de los pleitos más célebres en la historia de la televisión mexicana.
Antes de terminar esta evocación quisiera referirme a la labor de Juan José, citada ya en múltiples ocasiones, como descubridor de talentos. José Emilio Pacheco, Fernando del Paso, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Beatriz Espejo, sólo por mencionar a algunos, deben a Arreola el empuje inicial y la crítica constructiva indispensable para continuar avanzando por el sinuoso camino de las letras. De no haberse topado en su juventud con Arreola, su trabajo quizá nunca hubiera alcanzado el nivel indispensable para trascender.
No puedo dejar de mencionar que fue Juan José Arreola, con ese fraseo impetuoso y elegante que le caracterizaba, quien me ayudó a comprender por qué algunos escritores preferimos dedicarnos al cuento en lugar de la novela. La frase, rotunda e inteligente, la dijo el maestro en una entrevista, acaso sin pensársela mucho, y la he oído mentar en varias ocasiones: “El cuento es para mí el origen de todo. Es que el cuento libera pronto al autor de la red, de la captura y lo hace salir más rápidamente de este trance maravilloso, pero aniquilador, que es la inspiración”.
Pero volviendo al inicio, setenta y cinco años después de la publicación de su primer cuento, a diferencia los zapatos que le mal compuso aquel remendón a Arreola y que le provocó escribir aquella carta, sus textos no se desgastan ni se vuelven inservibles. Al contrario, con el paso del tiempo se aprovechan más y descubrimos que contienen maravillas en las que antes no habíamos reparado.