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Apuntes sobre la crueldad en Toda felicidad nos cuesta muertos | Mateo Peraza Villamil

En La ética de la crueldad, José Ovejero escribió que creer, a estas alturas, que la literatura puede transformar a la sociedad, a través del cambio en los individuos, supone un optimismo que pocos compartirán, pero también es una “forma de superar, sin negarlas, las enseñanzas de la posmodernidad”.

“La crueldad hoy recupera la fe en la modernidad cargándola de escepticismo”, expone el autor. “Se vuelve abanderada de una ideología de la negación, sin dogmas, sin ideales, sin promesas”.

Para el escritor español, ganador del premio Anagrama de ensayo 2012, el autor que es de verdad cruel, el que  no se limita “a convertirse en un Virigilio devaluado en el parque temático del infierno”, pone de pronto un espejo frente al lector, le muestra su rostro desencajado, le integra su imagen en esos laberintos en los que se creía de visita pero que SON los suyos, los que habita desde hace tanto sin darse cuenta. Y remata: “No hay auténtica crueldad sin revelación dolorosa”.

Me quedo con la última frase para iniciar una digresión sobre el último libro de Carlos Martín Briceño, autor yucateco con numerosos premios y cuentista prolífico cuya incursión en el relato negro sobresale por ser éticamente cruel desde el título: “Toda felicidad nos cuesta muertos” es una sentencia mordaz que podría consignar la premisa sobre la cual se levanta la sociedad decadente en la que se desenvuelven sus personajes, caracterizados por la  indiferencia y la mirada socarrona que dedican a sus tragedias. De hecho, si ampliamos la perspectiva, la felicidad de las sociedades del mundo se ha basado, desde siglos atrás, en la paulatina destrucción de los otros, en el sometimiento. La crueldad es un yugo invisible cuyas cicatrices se vuelven fosforescentes, diría Ovejero, gracias a la literatura, y en este caso a través de los cuentos de Carlos, quien no tiene concesiones para ser cruel.

“Oyó la voz carrasposa llamándolo desde lejos. Abandonó la hamaca, se quitó los audífonos y encaminó hacia el patio […]. La encontró al fondo del terreno, a la sombra del árbol de aguacate, removiendo el contenido de la enorme olla en la que solía hervir vísceras de puercos […]. Desde hacía más de treinta años realizaba religiosamente el mismo ritual. La casa entera hedía a cerdo: doña conchi, él mismo, sus ropas, el sudor de su cuerpo. Su mundo hedía a cerdo”, escribió Carlos en Cibercafé, el cuento que retoma un crimen ocurrido hace más de una década en Mérida La descripción, además de remarcar el contexto de podredumbre, revela el paradigma psicosocial de quienes encarnan a los personajes en la historia.

Martín Briceño escribe sin soltar el argumento. Esta es la lanza que mantiene hacia al frente y  lejos queda cualquier atisbo de injerencia moral o aforística. Entusiasta de las técnicas del relato norteamericano, lector asiduo del realismo sucio devenido de Hemingway, las elipsis que fomentan la idea metafórica de un iceberg subterráneo e impenetrable son su mejor recurso. Crear un argumento ulterior que nunca termina de contarse; porque Carlos no muestra, sino esconde, prefiere, antes que un proscenio manchado de sangre, golpear la imaginación del lector  cuando se apagan las luces. Bien empleado, este recurso genera una tensión rigurosamente cruel. Me remite, por ejemplo, a El monstruo pentápodo, de Liliana Blum, en donde la carencia de detalles explícitos vuelven más perturbadoras las acciones de un pedófilo; o El extranjero, de Camus, donde la indiferencia del personaje principal hacia la muerte de su madre es una forma de cifrar la crueldad derivada del crecimiento tecnológico y El Progreso devenido de la revolución industrial (progreso, por su puesto, entre comillas).

Los cinco cuentos que reúne la compilación poseen vías comunicantes. Suceden en el sureste o  se narran a través de personajes instalados ahí, quienes no niegan su identidad por una visión cosmopolita o  cualquier otro facilismo argumental. En ese sentido, uno de los mayores aciertos de Carlos es escribir desde los espacios que conoce, las comidas que él mismo disfruta, sin perseguir la violencia a partir de la norteñalización, propia de la literatura del narcotráfico, o el centralismo. En vez de ello, el autor toma los escenarios cotidianos de Mérida, sus inmortales y cruentas notas rojas en un lugar donde, según las voces gubernamentales, no pasa nada, aunque hace catorce años un hombre destrozó a un mujer y dejó sus restos afuera de un ciber café en bolsas de basura; aunque, en 2018, un chico menor de veinte años abusó sexualmente y  asesinó con una piedra  a una niña de seis  en uno de los municipios más pobres del estado y Latinoamérica, antes de arrojarla a un pozo; aunque,  hace apenas unos meses, el operativo fallido de dos policías terminó con la muerte de un niño y su abuelo cuando jugaban en el patio delantero.

Por lo tanto, y retomando a Ovejero, se podría sostener que  Carlos es un escritor responsable y ético. Su crueldad tiene el fin concreto de sorprender y generar aversión. Que uno se pregunte, con un nudo en la garganta,  ¿cómo me puedo estar riendo de esto?, y frene la lectura para hacer un repaso cínico de los estatutos morales que rigen nuestras vidas, donde negamos crueldades incluso más evidentes que las abordadas en los textos, es un logro.

La realidad supera a la ficción, dicen por ahí, pero la ficción nos acerca, como lectores morbosos, a lugares de la realidad imposibles de ver. La diferencia entre libros como El adversario, de Carrère, A sangre fría, de Capote (ambos limitados por lo factual) con El fin de Alice, de A.M, Homes, o Zombie, de Joyce Carol Oates, es que los datos son el vendaval que espanta el humo de la imaginación en toda investigación periodística. El asidero de los hechos es una limitante de ciertos géneros pero una baraja de imágenes posibles para contar o expandir. Carlos, no obstante, se inscribe en la genealogía de las últimas autoras señaladas,  pues desborda la realidad para llevarla a un límite que resulta  más cruento en contraste con la nota informativa narrada en tercera persona del singular. Ahí, de paso, se revelan taras de nuestra identidad como seres humanos, pensamientos crueles que todos hemos tenido pero somos incapaces de reconocer en público.

En Montezuma’s Revenge, el argumento se sostiene a través de una mirada masculina en donde se exponen, sin tapujos y con sentido del humor,  el periplo de una relación amorosa que termina en tragedia, no sin antes burlarse de los contrastes de nacionalidades y  un sometimiento colonial inherente a la cultura mexicana. Sin miedo al ridículo, su violencia funciona como un recurso natural en medio de nubes de mota y hedonismo. Lo violento y lo chusco, como una intempestiva canción de Timbiriche que acompaña los momentos posteriores a un asesinato, son el contraste entre el humor negro y la realidad. Bajo esa línea llegan los otros cuentos, Hombres de bien, donde la ausencia de descripciones deja un halo revelador en una historia de abusos y doble moral, o el caso Montelongo, en cuyo argumento una reportera, envuelta en traumas de la niñez y frustrada por la intrascendencia, persigue una verdad que termina devorándola.

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