Fragmento de la novela La muerte del Ruiseñor (México, 2017)
Crecí escuchando a mi padre hablar con orgullo del pasado glorioso de la Casa Martín. Cada vez que pasábamos en su automóvil frente a la vieja casona ubicada en el número 466 de la calle 62, papá bajaba la velocidad del Chevelle dorado, apuntaba con el índice los enormes ventanales de la casona y decía: allí vivió mi abuelo Rudesindo, el primero en traer los fonógrafos a Mérida, el primero en distribuir los discos Columbia en la península. Enseguida se ponía a cantar un estribillo (del cual nunca había entendido a ciencia cierta la letra) que finalizaba con la frase “la acreditada Casa Martín”. Su rostro, en esos momentos, adquiría una apacible expresión de felicidad que le duraba varios minutos.
Con el paso del tiempo, me di cuenta de que aquella jactancia tenía su origen en algo mucho profundo que una simple remembranza familiar. Para mi padre, que siempre le dio pavor no llegar a ser “alguien”, la existencia de la Casa Martín era la prueba fehaciente de que alguna vez, la familia tuvo un negocio próspero que influyó directamente en el desarrollo de la ciudad donde nació.
Desafortunadamente, todo se perdió por causa de la inmadurez de los hijos del bisabuelo —mi abuelo y sus hermanos—, cuando al morir su padre, en vez de seguir cuidando del negocio, se dedicaron a derrochar la fortuna conseguida a lo largo de décadas. Del tío Enrique, el mayor, se cuenta que además de viajar infinidad de veces a La Habana, financió por completo los carros alegóricos y los trajes de fantasía de las comparsas de su novia en turno que anhelaba llegar a ser la reina del carnaval. Al cabo, los acreedores les quitaron todo: casa y negocio. Y cada hijo tuvo que ingeniárselas para sobrevivir de la mejor manera posible.
Escribo esto en tanto observo dormir a mi padre en su cama de hospital. Esta tarde me toca cuidarlo para que mi madre tenga unas cuantas horas de libertad y pueda irse a comer algo decente o darse un buen baño. Según los médicos, pronto lo darán de alta. Falta de sodio, han dicho. Algo extremadamente raro, pero que tiene consecuencias fatales en la gente mayor.
Mientras escucho su respiración acompasada y dejo correr mis dedos sobre el teclado, caigo en la cuenta de que la casa donde creció Guty Cárdenas quedaba a sólo unos cuantos pasos de la Casa Martín. Hago números: Guty nació en 1905; el auge del almacén de mi bisabuelo se dio entre 1890 y 1920. Estoy seguro de que Guty, siendo niño, tuvo que haber pasado infinidad de veces ante sus puertas. Me lo imagino deteniéndose frente a los gramófonos para escuchar, azorado, las óperas y las zarzuelas que emanaban de los discos de moda, sin imaginar que, años más tarde, serían sus canciones las que oiría la gente.
El timbre del Nokia me desconcentra. Abandono la escritura y salgo de la habitación para contestar. Es mi mujer. Pregunta por la salud de mi padre.
—Yo lo veo igual —le digo—, me da la impresión de que en este hospital sólo nos están bajando el dinero.
Ella, como siempre, me reprende, me pide que deje de ser tan escéptico. Me pasa a los niños. Los dos mandan besos para el abuelo.
Al colgar regreso al cuarto y abro de nuevo la computadora. Reviso un correo electrónico que acaba de enviarme mi hermano Enrique y encuentro, con sorpresa, que se trata del estribillo completo de la Casa Martín. Desde que comencé a escribir este capítulo supuse que el único que podía recordarlo era él. Y no me equivoqué:
Las novedades que el mundo goza,
las reproduce discos Columbia,
que distribuye en todo el sureste,
la acreditada Casa Martín.
Adjunto al mensaje, Enrique ha pegado la imagen de un viejo anuncio del periódico que reproduzco en su totalidad:
FONÓGRAFOS Y GRAMÓFONOS
En esta casa encontraréis constantemente los fonógrafos Edison de todos los tamaños. Repertorio de piezas, las más selectas al gusto más exigente. Lindas mexicanas, El estado mayor y Zapadores. Cantos populares. Discos con acompañamiento de guitarra. Zarzuelas de todas clases. Selecciones cubanas de lo más selecto. Óperas, las hay alemanas, italianas y francesas por renombrados cantantes. Pero si no les satisface el fonógrafo, tenéis los afamados gramófonos Siglo XX, superiores a cualquier máquina. Las hay pequeñas, que con estas máquinas podéis economizar una orquesta para el día de su Santo. También tenéis aquí las máquinas de disco, de precios los más bajos en plaza. Bicicletas Rambler y sus repuestos. Si tenéis descompuestas vuestras bicicletas, aquí encontraréis operarios prácticos para su compostura.
Rudesindo Martín
Calle 62, número 466
Mérida, Yucatán, México
¡Así que con ese raro argot publicitario y una foto de la familia posando en medio de fonógrafos y bicicletas anunciaba mi bisabuelo Rudesindo su almacén a principios del siglo pasado! Reviso con detalle la fotografía y trato de encontrarme en el rostro de algunos de los que aparecen en la imagen, pero no logro identificarme. La estampa está demasiado borrosa como para hallar semejanzas.
Justo en ese momento mi padre abre los ojos. Sale de un sueño opresivo provocado por los barbitúricos. Pide agua. Le acerco un vaso que bebe con avidez. Algo del líquido le resbala por la comisura de los labios manchando su bata de color azul cielo. Lo veo consciente y le pregunto si se siente mejor. Asiente con la cabeza y me cuenta, entre balbuceos, que estuvo soñando. Era niño otra vez y trepaba a la enorme mata de mango del patio de su casa de infancia. Desde las alturas, podía observar toda la ciudad y sentir la fuerza del viento en la cara. Lo miro empequeñecido, frágil. El bigote, que normalmente mantiene oscuro con ayuda de tintes, luce entrecano, blancuzco. Desde que entró al hospital no ha podido pintárselo. En sus mejillas flácidas, la sombra de una barba de varios días sin rasurar. La imagen me remonta a la época en que él se afeitaba a conciencia con una maquinilla de níquel Gillete de hoja intercambiable y doble filo. Cada mañana, mientras nosotros nos preparábamos para ir a la escuela, papá se ponía de pie frente al espejo, y luego de cubrirse las mejillas y el mentón con abundante espuma artificial, se afeitaba a contrapelo hasta sentir que su piel había quedado totalmente lisa. Al terminar se vestía con su bata blanca y tomaba el desayuno con nosotros oliendo fuertemente a Old Spice. “Un dentista tiene que lucir impecable ante sus pacientes”, decía. Imagino lo mal que se sentiría si alguno de sus antiguos pacientes lo mirase ahora. Lo veo revolverse en la cama y mover las piernas.
—Papá, ¿estás bien?
— ¿Y tu mamá? —responde con un tono de angustia en la voz.
—Ahora vuelve, fue a bañarse, ¿necesitas algo?
— Es que tengo ganas de orinar…
Salgo del cuarto y llamo a la enfermera. En un hospital como éste, donde cobran más de mil pesos al día, ni mi padre ni yo tenemos por qué pasar por una situación incómoda. Voy por un café.
Cuando regreso, lo encuentro dormitando con la boca abierta. Trato de no hacer ruido al tomar asiento, pero es inevitable que despierte. De nuevo me pregunta por mi madre. No puede pasar mucho tiempo lejos de ella. Sobre todo ahora que se siente tan desvalido. Él, estoy seguro, intuye que las cosas no van bien, que en cualquier momento puede morir. Y morir sin la presencia de su mujer es una de las peores cosas que le podrían suceder. Me acerco y le digo que mamá debe llegar en cualquier momento, le cuento que sus nietos le mandan besos y abrazos. El rostro se le ilumina. Tengo la impresión de que los quiere más a ellos que a mí. Les ha dedicado más tiempo. Y no me molesta. En mi caso, el único recuerdo que tengo de mi abuelo paterno tiene que ver con su desmedida afición por la bebida. Solía llevar, en el bolsillo derecho de su flus, una chatita de un ron habanero bautizado con el extravagante nombre de Pizá Araña. Las pocas veces que venía a visitarnos, se llevaba de cuando en cuando la botella a la boca y se relamía los labios para que no se le escapase ni una sola gota. Mis hijos, por fortuna, tendrán una imagen muy diferente de su abuelo. Entonces, al verlo tan indefenso, siento muchas ganas de abrazarlo, de decirle cuánto lo quiero, pero no me atrevo. Nunca he sido muy efusivo con él. A lo más que he llegado es a saludarlo con un beso en la mejilla cuando hemos pasado mucho tiempo sin vernos. Y en mi búsqueda por romper el silencio y alegrar el momento, le pregunto si acaso recuerda el estribillo de la acreditada Casa Martín.
—¿La canción? —responde con extrañeza—, ¿cómo crees que no me voy a acordar?
Toma aire y comienza a tararear. La melodía brota con dificultad de su garganta. Hago un esfuerzo para no llorar.
La muerte del Ruiseñor; Martín Briceño, Carlos; Ediciones B; Primera edición, 2017; Pp. 198