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“La muerte del ruiseñor” (Reseña en dos tiempos)

Gaspar Gómez Chacón

Septiembre 29, 2019

I

Guty Cárdenas es, sin duda alguna, el más alto valor de la canción yucateca de todos los tiempos. Con un desempeño artístico precoz, que se hizo manifiesto desde los primeros años de su infancia en la Mérida de la primera década del pasado siglo xx, Augusto Cárdenas Pinelo, Guty desde entonces y para siempre, habría de recorrer una intensa jornada de vida que lo llevó a erigirse en el símbolo más representativo del fenómeno cultural llamado “la canción romántica de Yucatán”. De existencia breve y pródiga en resultados, hizo bueno el presagio mítico de “vida breve, pero feliz” que lo llevó a competir con Agustín Lara en popularidad y aceptación del público mexicano y a dejar una herencia artística de largo plazo como compositor e intérprete, herencia que solo Armando Manzanero ha podido replicar al paso de casi un siglo. Su talento natural, su creatividad y una personalidad desafiante lo convirtieron en símbolo del self made latinoamericano, que a la primera oportunidad llega y triunfa en la capital de la república y en cuestión de meses conquista el difícil mercado de medios de Nueva York. Habla inglés, compone canciones de éxito sobre textos poéticos de sus contemporáneos Mediz Bolio, López Méndez y “Chispas” Padrón; enaltece los valores de la cultura maya e impone parámetros líricos nuevos en la canción mexicana con un romanticismo fresco que cautiva auditorios y genera reconocimientos. Memorable aquella noche de agosto de 1927, cuando Guty presentara a concurso y con éxito inusitado su canción-clave Nunca ante un público entusiasta que abarrotaba el Teatro Lírico de la capital de la república. Los asistentes se hicieron entonces testigos fieles de aquel portento que emergía espontáneo, lozano, promisorio. Fueron cientos de espectadores en arrebato los que advirtieron de inmediato los alcances de aquel joven provinciano lleno de talento y sensibilidad que había llegado desde la distante tierra yucateca. El toque fino de su guitarra, las notas suaves y firmes de su voz, así como una inusual calidad interpretativa dejaban advertir una prometedora carrera artística. Ese evento habría de ser la plataforma de lanzamiento del joven compositor nacido en Mérida un 12 de diciembre de 1905.
Cuando rebasaba los veinte años regresó a la Unión Americana, donde antes había estudiado el inglés por consigna de su padre, para grabar sus canciones y las de otros creadores utilizando con audacia las entonces nuevas tecnologías del fonógrafo, los discos y el cinematógrafo. Realizó pruebas con la Victor, se aproximó a la Brunswick y tuvo tratos con la Columbia Phonograph realizando, acompañado de su entrañable amigo Chalín Cámara, grabaciones que tuvieron éxito inmediato. Todo bajo el impulso de una genialidad deslumbrante, una voz bien modulada y una creatividad que todos aclamaban. La bibliografía sobre su vida y su obra, así como las numerosas anécdotas que dan perfil al personaje, es pródiga en investigaciones, artículos, libros y autores. A ello han contribuido Beatriz Heredia y Rafael de Pau, quienes en 2005 dieron a conocer el largo y documentado estudio biográfico Guty Cárdenas, leyenda o realidad, que de inmediato se convirtió en fuente obligada de consulta sobre el tema; luego en 2006 el Instituto de Cultura de Yucatán editó el importante volumen Guty Cárdenas, Cancionero, bajo la coordinación de Alvaro Vega y Enrique Martín; y Luis Pérez Sabido, el más profundo conocedor de la canción yucateca y su historia, aportó de su autoría los títulos De Guty a Manzanero (2003); Nueva antología de la canción yucateca (2005) y Guty Cárdenas, su vida y sus canciones (2005), trabajos de investigación extensa y minuciosa a los que habrían de añadirse, en calidad de antecedentes, los de Gerónimo Baqueiro Foster y Miguel Civeira Taboada que vieron la luz en los años setenta. Como alcance conmemorativo de los setenta y cinco años de su muerte, debe mencionarse la edición especial de la Revista de la Universidad Autónoma de Yucatán (2006-2007) con cinco ensayos sobre nuestra canción vernácula y dos en relación con la muerte de quien la llevó al punto más alto de su esplendor.
Resulta copiosa esta información documental y testimonial obtenida de entrevistas de primera mano, recortes de prensa, archivos poco explorados, fotografías inéditas, hallazgos de letras de canciones, cartas, telegramas y, particularmente, una lista de fonogramas cuidadosamente preservados. Todo ello es materia de consulta disponible en bibliotecas y acervos de resguardo, destinados un tanto a preservar del olvido al trovador preclaro y, otro tanto, para enaltecer el lirismo persistente que siempre nos acompaña y distingue como pueblo, a pesar que para algunos extraños suene anacrónico y desfasado. Este interés generalizado indujo a pensar a muchos, válidamente, que el tema de Guty había sido agotado. Y sin embargo, hace unos meses irrumpió en las librerías del país una novela sobre el personaje que apunta a best seller, obra con enfoque nuevo y sugerente, ejercicio de narración que vale la pena leer y comentar de un cuentista experimentado y exitoso, nacido en estas tierras de la península y llamado Carlos Martín Briceño.

II

La aparición de La muerte del ruiseñor, bajo el sello de Ediciones B México, empresa de Penguin Random House Grupo Editorial, atrajo de inmediato la atención del público lector del país por lo bien pensado del título que nos hace recordar a botepronto To kill a mockingbird, de Harper Lee, publicada en 1960 y ganadora al año siguiente del Premio Pulitzer de Ficción, libro que además resultaría el más vendido sobre el tema racial en los Estados Unidos con un personaje central, Atticus Finch, que encarnaba la tolerancia y que resultaría uno de los cien mejores personajes de ficción de la narrativa norteamericana. Todo hace pensar en el manejo, voluntario o involuntario, de una acertada estrategia de marketing editorial instrumentada a partir del título y apoyada en el rescate de Guty y su infortunada muerte, una figura y un hecho de alta sensibilidad para los amantes de la música romántica de México y, en específico, para la comunidad de seguidores de esta expresión musical tan arraigada en el alma de los yucatecos.
Nadie mejor que Carlos Martín Briceño, por su reconocido oficio de narrador, para afrontar el reto de una novela histórica que toca los linderos de la “novela negra”, tan de moda en estos tiempos en la literatura hispanoamericana; una obra de ficción cruzada transversalmente por circunstancias, hechos y personajes diversos que incluyen al propio escritor; revelación que permitirá rescatar de la desmemoria a un símbolo artístico de la talla de Guty Cárdenas y su trágica muerte. Para ello mucho ha contribuido su condición de peninsular devoto de la trova yucateca adquirida a través de una herencia paterna; su extensa producción cuentística que incluye Al final de la vigilia (2006); Casi lo que ella buscaba (1999); Los fines de semana (2003), y la antología De la vasta piel, que lo hizo merecedor del Premio Nacional de Literatura “José Fuentes Mares” (2018), textos que a manera de pasos previos lo encaminaron a la construcción de esta su primera novela, género que, por cierto, no ha podido sentar reales dentro de la literatura nuestra a pesar de los aceptables niveles de lectura que tenemos y de las significativas aportaciones de Sierra O’Reilly y Eligio Ancona, durante el siglo xix, y de títulos más recientes debidos a la autoría de Ermilo Abreu Gómez, Juan García Ponce y Hernán Lara Zavala.
Nadie podría poner en tela de juicio el potencial narrativo del autor para transitar de la brevedad propia del cuento a la extensión que exige la novela, desafío que Martín Briceño resuelve con solvencia y manejo apropiado de los personajes, ágil prosa y manejo de una atmósfera que retiene al lector a lo largo de sus doscientas páginas.
Con la autorización del autor, reproducimos tres capítulos de esta novela que ha recibido reconocimientos de la crítica especializada.

Capítulo 4
Raúl H. Vega

Ahora que escribo esta historia, caigo en la cuenta que la música yucateca siempre ha estado ligada a mi vida. Durante mi adolescencia, tres veces por semana, a instancias de mi padre, sin tomar en cuenta el bochorno meridano ni el sopor de la digestión, mi hermano Enrique y yo solíamos tomar clases vespertinas de guitarra popular en la sala de nuestra casa.
Raúl H. Vega, así se hacía llamar el profesor, pero para nosotros era simplemente “el Viejo”. Yucahuach, fumador empedernido, calvo, bebedor compulsivo de café, eternamente vestido con una raída guayabera que alguna vez fue blanca, el Viejo formaba parte de aquella generación de solitarios trovadores de carpa que, en los años cuarenta, acostumbraba abrirle el espectáculo al cómico o a la vedete del momento. Así lo presumía y lo comprobaba el hombre con ayuda de una ajada fotografía en blanco y negro donde aparecía, muy orondo, abrazando a Tongolele.
—Voy a hacer de ustedes el mejor dúo de Mérida, dijo, cuando nos conoció. Pidió talco y nos blanqueó las manos para luego ordenar que levantáramos el brazo y moviéramos con rapidez los dedos. Por la cantidad de motas que cada uno hizo flotar decidió que Enrique sería el requinto del binomio. Luego nos obligó a cantar a capela El ausente y me escogió como primera voz. Tres meses después estábamos hasta la madre de aquel corrido. Mi padre, que había contratado al tipo para que nos enseñara boleros, sones montunos y trova yucateca, no dejaba de preguntarse cuándo dejaríamos de practicar aquella bravata, pues el Viejo, argumentando que nuestro estilo seguía viciado por malas enseñanzas de profesores anteriores, no nos había permitido cambiar de tema. Finalmente, cuando estábamos a punto de claudicar y mi padre de mandarlo al carajo, el Viejo accedió suplir El ausente por Reina de reinas, el monótono vals de Chucho Herrera con el que los tríos de mi tierra inician invariablemente las serenatas del Día de la Madre:

Reina de reinas, llego a tu reino
donde tu cielo todo es azul,
con los fulgores de tu mirada
hasta la noche se torna clara.

Es la clara visión
de mi corazón
que me hace sentir,
que me hace vivir,
y no olvidaré, lleno de ilusión.

Reina de reinas,
cuando tú pasas
todas las flores dan su fragancia.

Esta sería la primera melodía del vasto repertorio que nos enseñaría el Viejo a lo largo de casi cinco años. Todavía guardo las libretas de pasta dura donde anotábamos las letras de las canciones remarcando los momentos del cambio de tono. El vejete era un obsesivo: exigía que escribiéramos con pluma negra, sin ningún error. Ante cualquier falta, por insignificante que fuera, había que rehacer el trabajo. Sus libretas reflejan la clase de artistas que pretenden ser, decía. Supongo que cumplimos sus expectativas. En aquellas impolutas páginas llegamos a transcribir más de un centenar de melodías aprendidas para amenizar las infinitas fiestas que mi padre solía organizar los fines de semana para agasajar a sus amigos. Boleros, bambucos, valses sudamericanos y sones era lo que acostumbraba. Cero rancheras, reafirmando aquello de las diferencias de gustos entre los habitantes del centro del país y los de la única península del mundo que mira hacia el norte. Así hasta que un buen día, hartos de ser el dúo particular de papá, decidimos que ya era suficiente: un lustro de paciencia comenzaba a desmoronarse. Mi padre, a regañadientes, acató nuestra rebeldía; habló con don Raúl H. Vega, le dio algunos billetes en compensación de su trabajo y jamás volvimos a saber de él. Poco nos importó que fuéramos sus únicos alumnos y, por ende, su único sustento.
En homenaje al Viejo transcribo esta canción de enorme cursilería, A mi madre, escrita y musicalizada por él, que alguna vez nos obligó a aprender para cantarle a mamá un 10 de mayo:

A mi madre
En el mundo hay tristezas que no puedo olvidar,
en el cielo hay estrellas que no puedo contar;
pero nada me importa porque soy muy dichoso
porque tengo a mi madre, el amor más hermoso.

Este día es tan grande, que no puedo olvidar,
hoy le canto a mi madre, la que reina en mi hogar,
y al sentirme dichoso hoy te vengo a cantar,
a decirte mi madre, que perdones mis faltas,
que te han hecho llorar.

publicado en el periódico Por ESTO!

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