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‘Fuego 20’, Ana García Bergua, Ediciones ERA, México, 2017.

Que en México las novelas con tintes de humor y sarcasmo no se valoran igual que las de literatura “seria”, ya no es un secreto. Escribir sobre la fatalidad, ahondar en historias relacionadas con la narcoviolencia y preferir la solemnidad parece tener buen efecto en el proceso de selección de los editores. Basta con echar un ojo a la mesa de novedades de cualquier librería o darse una vuelta por los pasillos de alguna feria de libro para enfrentarse con esta realidad. Por ende, los autores mexicanos, salvo contadas excepciones, prefieren desmarcarse del rumbo elegido por Arreola, Monterroso o Ibargüengoitia y escribir con seriedad partisana, tal como demanda el mercado.

Dentro de estas contadas excepciones hay una autora que destaca por su irreverencia, su acre humor y su tenacidad para producir, cada dos o tres años, novelas y colecciones de cuentos salpicados de mordacidad y fina ironía. Se trata, como ya habrán adivinado, de Ana García Bergua, ganadora en 2013 del Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz, quien acaba de publicar en Ediciones Era, Fuego 20, su trabajo más reciente.

Tomando como punto de partida el incendio que destruyó la Cineteca Nacional en marzo de 1982, García Bergua teje una historia en la que dos veinteañeros, Saturnina y Arturo, se ven de pronto envueltos en sucesos adversos que los obligan a cuestionarse el rumbo de sus nimias existencias.

La primera, Saturnina, cruza por un duelo originado por la trágica muerte de su tío Rafa, un piloto aviador, solterón empedernido, que solía mantenerlas a ella y a su madre como reinas en un penthouse de la colonia Nápoles. El segundo, Arturo, pasa por un momento de depresión porque, en contra de la voluntad paterna, acaba de dejar la carrera de medicina para dedicarse a trabajar sacando muestras de sangre en unos laboratorios clínicos ubicados frente a la Cineteca Nacional.

Así, durante toda la primera mitad de Fuego 20 sus historias correrán paralelas, sin tocarse siquiera una con otra. Incluso por momentos parecería que estamos leyendo dos fábulas diferentes en un mismo libro (la de Nina en primera persona, la de Arturo en tercera), hasta que de repente, merced a una pulserita de bisutería que Arturo encuentra en los escombros de lo que fuera la Cineteca Nacional, sus vidas se entrecruzan.

De esta manera, capítulo tras capítulo, hechizados por la seductora prosa de García Bergua y su hábil manejo del suspense, nos enteraremos de los pormenores y frustraciones que les tocará vivir a Saturnina y a Arturo en la búsqueda de su identidad. Ella, cuando decide adoptar una personalidad diferente, rebautizarse como Ángela Miranda y visitar una casa en venta en el número 20 de la calle Fuego del Pedregal, para tratar de conocer de cerca ese mundo del dinero que tanto anhela. Él, cuando abandona su trabajo y comienza a salir con una niña “bien” porque prefiere llamar amistad a eso que siente por Rubén, su mejor amigo, en vez de definir su sexualidad y agarrar al toro por los cuernos.

Cargada de nostalgia por una época ochentera que ahora se mira lejana, Fuego 20, además de ser una historia que homenajea a las viejas novelas francesas por entregas, constituye también una crítica en contra de la doble moral que campea en las clases medias de nuestro país, de las corruptelas de los ricos con aspiraciones políticas y del manipuleo de la información “oficial” por parte de las autoridades.

Pero por encima de todo, Fuego 20 es una novela que se articula en torno a las ambiciones de aquellas personas que, al estilo de Saturnina, están dispuestas a hacer cualquier cosa, incluso olvidar a la familia y amigos, para dejar atrás eso que ellas consideran sus “mediocridades”. Por eso, al igual que el Julián Sorel de Rojo y Negro, de Sthendal, para acceder al universo de los ricos, desde los primeros capítulos Saturnina trata de disimular su modesto pasado con la ropa, el maquillaje y el peinado.

Y qué decir de Arturo, quien por temor a enfrentarse con el qué dirán, oculta a todos su verdadera orientación sexual que, acaso, ni él mismo reconoce.

Pero lo mejor de todo es que, además de ser una novela divertida y salpicada de ironía, Fuego 20también es un texto de corte fantástico donde la autora, sin menoscabo para la trama, pone a interactuar a sus personajes con el demonio y con un alma en pena que anda en busca de un cuerpo que la cobije. Y todo lo anterior aderezado con un léxico notable lleno de frases rápidas, ligeras, ingeniosas, pero al mismo tiempo intensas. En esta novela, me atrevo a decir, García Bergua luce con todo su esplendor los recursos narrativos adquiridos a lo largo de su carrera. Por eso sus personajes convencen y se sienten tan vivos: viajan en avión, disfrutan una comida campestre, celebran una sesión espiritista, se mueven del Pedregal a Los Ángeles pasando por Calipén, una población muy parecida al Cuévano de Ibargüengoitia; beben, bailan, sueñan, hacen el amor e incluso alguno muere de congestión por exceso de barbacoa. En esta historia de escenarios tan variados, García Bergua aprovecha también la oportunidad para recuperar un México que ya no existe, aquel donde viajar por aerolíneas comerciales representaba toda una experiencia, donde tomarse en un trago en la Zona Rosa de la capital era sinónimo de glamour, un México gobernado entonces por el primer presidente de corte tecnócrata que acabaría con el viejo estilo de liderazgo priista, pero no con la corrupción que empeoraría con el tiempo.

¿Se puede vivir para siempre en la mentira, como pretendían Nina y Arturo? ¿Es posible montar una farsa y mantenerla eternamente? Para los políticos en turno, a buen seguro que sí, pero cuando uno se dedica a las letras, esto no es posible. García Bergua, como pocos escritores mexicanos, sin dejarse arrastrar por efímeras modas literarias, ha ido edificando con el paso de los años una carrera sólida que le ha granjeado un lugar especial en el universo de las letras hispanoamericanas. Fuego 20, qué duda cabe, es uno más de sus aciertos.

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