No es fácil escribir una novela de tintes autobiográficos sin caer en el razonamiento maniqueo de que “sólo por haber hecho el esfuerzo de narrarla, nuestra vida debe de interesar a cualquiera”. La autobiografía pura, dicen los que saben, no existe. Es apenas una versión disimulada de la historia original de vida y suele ser válida para aquellos que han padecido algo en verdad trascendente, digno de ser contado desde su óptica personal.
Pero, ¿qué sucede cuándo nuestra historia tiene su origen en algo menos escabroso? ¿En algo más cotidiano (pero no por ello menos áspero, hay que decirlo), como la relación entre padres e hijos? En este caso, irónicamente, la tarea para el escritor se vuelve más complicada. Se requiere de un verdadero oficio literario para conmover al lector y mantenerlo pegado a la historia. Se necesita de una honestidad genuina que permita al otro encontrar ecos de su propia existencia en la de los protagonistas. Y se requiere, sobre todo, de mucha valentía para contar sin ambages aquello que nos carcome desde la infancia y que, en la mayoría de los casos, por salud mental, preferimos mantener sepultado en algún rescoldo de la memoria.
Con esa mezcla indispensable de franqueza, atrevimiento y dominio de la pluma, Joel Flores (Zacatecas, 1984) ha escrito Nunca más su nombre, novela galardonada con el Premio Nacional Juan Rulfo en 2014 en la que explora, a través de los ojos y la primera voz de un personaje llamado también Joel, la beligerante relación que tuvo con su padre, un militar de bajo rango que abandonó a su familia y prefirió repudiarlo como hijo antes de poner en duda su paternidad.
“El día que me dijeron papá se está muriendo, estábamos mudándonos de casa y desempleados. Había jurado no regresar a Zacatecas, ciudad estrecha, de personas cerradas como sus callejones”. Así, con esta categórica frase que invita a seguir adelante, comienza el protagonista a contar una historia personal donde prevalece la figura paterna como eje central. Y aunque el mismo Joel en alguna entrevista afirma que este trabajo nació para rescatar algunos capítulos importantes de su infancia, en el fondo, la novela se asemeja más a un ajuste de cuentas que a una retrospectiva del pasado.
No estamos, por fortuna (como podría intuirse) ante una larga queja contra el progenitor al estilo de la Carta al padre kafkiana. Gracias a su buen oficio narrativo, Joel Flores se aleja del sentimentalismo gratuito y sazona Nunca más su nombre con otras fábulas que corren paralelas a la anécdota principal. De esta manera, conforme avanzamos en la lectura, nos iremos enterando no sólo de las razones que originaron este grotesco distanciamiento entre el padre y el hijo, sino de temas tan trascendentes como la imposibilidad del artista de vivir de sus letras, las fatalidades originadas por las desapariciones forzadas en este México castigado por la violencia o la desolación existencial que permea en las ciudades fronterizas.
Dice Vargas Llosa que “el novelista que no escribe sobre aquello que en su fuero recóndito lo estimula y exige, y fríamente escoge asuntos de una manera racional porque piensa que de este modo alcanzará mejor el éxito, es inauténtico”. No es el caso de Joel Flores. Al contrario. En ésta, su primera novela, ha elegido un tema que le es necesario contar, una historia que, al tiempo que le sirve para escrudiñar el pasado e intentar reconciliarse consigo mismo, le ayuda a desarrollar, con mucha más soltura, esa preocupación por el destino de las personas tocadas por la violencia que ya había abarcado en Rojo semidesierto, su espléndido libro de cuentos. Y aunque el proceso de escribir no debe ni puede ser curativo, estoy seguro de que a su autor, Nunca más su nombre le sirvió como llave para entender algunos procesos de su mundo interior.
Llena de descripciones y anécdotas luminosas, tales como la que se refiere a la operación que deben hacerle a Joel niño para librarlo de una peligrosa inflamación de la punta del pene, o aquella en la que el protagonista y su hermano se enfrascan en un viaje inútil lejos de su ciudad para ir tras la pista de un abuelo que finalmente los desconoce, este es un libro sobre ser hijo y volverse escritor, y uno de sus aspectos más llamativos es la sensación de impudor del novelista. Me pregunto si algunos pasajes no habrán causado problemas a su autor: por ejemplo, el relato donde se devela el abuso por parte de la nueva pareja de la madre hacia la hermana menor. ¿No habrá resultado demasiado franco para la sensibilidad de los familiares en quienes se inspira?
Es inevitable remitirse a Paul Auster y su libro autobiográfico La invención de la soledad, del que el mismo Auster confiesa haber comenzado a escribir la mañana en que supo que su padre había muerto. Quiero imaginar que Joel Flores, al igual que el famoso neoyorkino, empezó a bocetear Nunca más su nombre el día que le dijeron que su padre estaba a punto de morir, y que todo lo que leemos, o casi todo, es verídico.
“¿Qué debe de hacer uno con lo que sabe, cuando no desea saberlo y quiere arrancarlo de su cabeza? ¿Qué debe de hacer uno con tanto coraje, si el coraje mismo termina pudriéndolo a uno y haciéndolo tomar decisiones que no debe de tomar?”, se pregunta el Joel protagonista en algún momento, antes de decidirse a aceptar la invitación a una cita en la que, hipotéticamente, habrá de reconciliarse con el padre.
Lo que debe de hacer es lo que ha hecho, precisamente, Joel autor: expulsarlo a través de las letras, escribirlo utilizando un tono sincero, intimista, casi desvergonzado; canalizarlo a través de una aventura literaria donde se develen defectos, traumas e inseguridades; darle forma y lanzarlo valientemente al público en forma de novela sin pensar demasiado en que los detalles íntimos revelados podrían disgustar o, por qué no, arrancar algunas lágrimas a nuestros seres más queridos. Lectores y críticos inteligentes, a fin de cuentas, lo vamos a agradecer.