Escribir sobre Guty Cárdenas por Mónica Lavín

No escribo sobre Guty Cárdenas sino sobre Carlos Martín Briceño y su primera novela: La muerte del ruiseñor (Ediciones B, 2017), que en efecto gira alrededor del trovador yucatecto y su muerte temprana. Anoto gira alrededor porque el centro de esta novela no es Guty Cárdenas, como nos lo revelará el autor después de intercalar escenas de la vida de Guty a partir de que queda en segundo lugar con Nunca (mi favorita) en el concurso de La canción mexicana del Teatro Lírico (Tata Nacho con Menudita, el primero, no está nada mal para un joven de 22 años), cartas, algún trozo de canción, sobre todo la que escribió en 1931, un encargo para alabar a la recién estrenada República española y que le pudo costar la vida, como se especula.

La vida de Guty Cárdenas es interesante y trágica de por si; después de sus muchos éxitos en Estados Unidos, y de tener un contrato sólido en Columbia Records, no tenía tres meses de haber regresado y en el salón Bach de la capital un tráfago de cantina, un mal entendido tal vez, con dos españoles, en el tiempo en que se llevaba pistola al cinto, las cosas acaban mal, tan mal, que Guty muere sin que el cantinero (cuyo testimonio anota y ficcionaliza Martin Briceño) pueda hacer nada ni el doctor que llega al final. Una novela que elige un personaje real no es el recuento de una vida, no nada más, es la forma en que se hace y, en este caso, el autor es también personaje. El yo que narra (uno asume que es el autor pero, cuidado, la autobiografía y la autoficción son terrenos distintos, el segundo usa las virtudes del fabulador: engaña) va intercalando su relación con el tema. Nacido en Mérida con un padre que se empeñó en que sus hijos aprendieran guitarra, y que gustaba de la trova y el trío, que hacía de la música parte de la vida de la casa, las canciones de Guty estuvieron desde el principio. Por eso el personaje Carlos mientras busca, escribe, acompaña a la esposa a asuntos de teatro, dialoga con quienes han estudiado a Cárdenas, confiesa que la novela no es lo suyo, pues lo suyo ha sido el cuento; llegará a una conclusión final que no estropeo para el lector, pero que hace de esta novela y del ejercicio de escribir sobre Guty Cárdenas un asunto que nos compete a todos.

Martín Briceño ha visitado el cuento en numerosos libros como lo revela la selección personal recién publicada por Ficticia (De la vasta piel), por ello la reflexión sobre el ejercicio de escritura es muy poderoso. ¿Por qué escribir una novela cuando la brevedad y no complacencia del cuento lo hacen un género tan poderoso? Del temor a la novela, el autor extrae fortaleza, es decir, crea no sólo un acercamiento a la tragedia de Guty Cárdenas, a sus logros rápidos, tempranos y
deslumbrantes, a su unicidad, y a lo absurdo de una muerte a los 29 años, sino un acercamiento al yo que cuenta la historia, a la vida detrás del escritor, a la batalla con la escritura, pero también con la vida: el padre que enferma, la madre que asume las fracturas con entereza, la esposa que tiene la misma pasión por el teatro que él por la escritura, los hijos que crecen, la infancia, la adolescencia y un primer matrimonio abortado. El resultado es que a través de las páginas de la novela, al tiempo que la escena musical del primer cuarto de siglo nos asombra —ese México que se internacionaliza y decide bautizar y difundir a la canción vernácula, donde el joven Guty es contemporáneo de Esparza Oteo, Agustín Lara y Tata Nacho— el personaje que escribe la novela sobre Guty Cárdenas se nos vuelve entrañable: un escritor que desnuda sus temores, sus lecturas, sus reflexiones sobre la escritura, sobre su ciudad, Mérida, sobre su origen, su familia y los sueños y fracasos que nos acompañan, y que hurga en la memoria, en la raíz del deseo de escribir sobre “el ruiseñor yucateco”.

El autor lanza una reflexión interesante para los que escribimos: le parece que el cuento le permite parapetarse y que la novela obliga a hurgar en uno mismo de manera frontal. Por lo menos, esta primera novela de Carlos Martín Briceño así lo muestra, y la sinceridad que asiste a todo constructor de narraciones logra lo que yo pido a los libros, una emoción estética y una verdad.

 

 

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