La muerte del Ruiseñor, por Juan Gerardo Sampedro

Guty Cárdenas (El Ruiseñor Yucateco) murió el 5 de abril de 1932, muy joven, con tan sólo 26 años, en el Salón Bach (Madero 32, Ciudad de México) como consecuencia de los balazos certeros que le propinó uno de los hermanos Peláez, luego de una discusión en una lucha de «venciditas» de dedo que jugaban en un privado. Se conocía el rudo carácter de Guty (su verdadero nombre fue Augusto Alejandro Cárdenas Pinelo) y había nacido un 12 de diciembre de 1905, en Yucatán.

Su padre jamás estuvo de acuerdo en que se dedicara a la composición porque, según él, habría de vivir en la miseria toda la vida.

Dos años antes de su muerte Guty triunfó en el extranjero y su madre fue la única que lo acompañó. Su fama había crecido tanto que las disqueras todas deseaban firmar contrato con él. Su éxito rotundo fue «Nunca», aunque la letra no era suya: «yo sé que nunca besaré tu boca/ tu boca de púrpura encendida…». Guty Cárdenas fue un excelente intérprete y compositor mexicano que a sus escasos 21 años, aún con los dientes disparejos (razón por la que sonreía poco), tuvo un auditorio pendiente de escucharlo en la joven XEW.

Todo esto que estoy narrando ahora proviene de la lectura de la primera novela publicada por el narrador Carlos Martín Briceño en Ediciones B: «La Muerte del Ruiseñor» (México, 2017), donde se intercala como un recurso literario, la vida del compositor, las últimas horas de su muere, su cercanía con Palmerín y con Agustín Lara, situación apenas dibujada para la imaginación con las motivaciones personales de un autor como Carlos Martín Briceño, quien poco a poco va explicando qué le motivó a elegir ese tema y no otro, porque se arriesgó sabiendo que a las nuevas generaciones poco ha de decirles el nombre de Guty Cárdenas, etcétera.

En lo personal, como al propio autor de esta novela, siempre me atrajo la música de Guty: amplia, monumental en las preferencias populares.

En alguna parte de la novela se dice que de no haber muerto a tan temprana edad, bien hubiera superado a un Lara y (lo agrego yo) a un Curiel.

Al parecer todo quedó en la impunidad: los hermanos Peláez eran españoles poderosos, dueños de zapaterías y acallaron la voz del testigo que levantó su cara ensangrentada, tratando de desanudar la corbata de un Guty Cárdenas tendido en el piso, muriéndose. Ese hombre fue el mesero Roberto Miranda, la persona que nunca confesó la verdad de lo que vio. O más bien, quien pudo haber cambiado la versión y callar cuando se culpó de la primera agresión a Guty Cárdenas.

Carlos Martín Briceño, el cuentista (Mérida, 1966), «se convierte en personaje de su propia novela para revelarnos que, a veces, la mejor manera de hablar de uno mismo es contando la historia de los seres y las cosas que amamos».

Guty Cárdenas aún es actual. Esta novela lo rescata del olvido y lo regresa a la vida plena.

jgsampe@me.com

Milenio Diario

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