Avenida Colón 501. La casa de doña Estela Ruiz Milán, madre de Juan Villoro. Me sorprende descubrirla todavía de pie, en medio de los escombros que la circundan. El Gobierno ha decidido demoler varias de las antiguas residencias cercanas al Paseo de Montejo para construir un nuevo Centro de Convenciones. Está intacta: su fachada amarilla, el balcón de piedra y el pequeño porche que a Juan lo hicieron pensar en Nueva Orleáns. Pregunto a un albañil cuándo la tirarán. Tenemos orden de respetarla, dice, y sigue su camino sin reparar en mi asombro. Faltan el flamboyán encendido y la mata de mango calcinada, pero en su lugar, una altiva palma real, agitada por una repentina y fresca brisa, se yergue con perseverancia.
Muchas cosas han cambiado en esta ciudad desde que Juan Villoro publicara sus Palmeras de la brisa rá-pida. El viejo Café Express, el sitio que le sirvió como punto de partida y de retorno para plasmar sus impresiones de la Ciudad Blanca, se ha vuelto un Mexican Grill. En lugar de los grandes cuadros regionales pintados por Mario Trejo, de sus paredes penden ahora banderas mexicanas, sarapes de Saltillo y sombreros de charro. Sus mesas y sillas de madera oscura fueron sustituidas por unos aparatosos “equipales” jaliscienses. En vez de café, los meseros sirven a los turistas, “cucarachas”, tequilas y mojitos, al dos por uno.
Sólo ha pasado un cuarto de siglo desde que Villoro visitara por primera vez Yucatán y gran parte de lo que conoció ha desaparecido o cambiado sustancialmente. Numerosas haciendas que Juan encontró abandonadas, luego de haber sido adquiridas por inversionistas de dudosa reputación, se han convertido en elegantes hoteles boutique frecuentados por una élite a la que no le preocupa pagar ocho mil pesos por día por una deluxe suite con terrace and garden view donde “el buen gusto se entremezcla con la historia”.
El local del Deportivo San Juan, allí donde solían darse cita los villamelones de la lucha libre, lo ocupa ahora un gris supermercado.
En cuanto al Paseo de Montejo, sin duda la vía más emblemática de la ciudad, hace tiempo que se convirtió en una avenida para turistas, pues a ningún adolescente clasemediero de hoy que tuviera intenciones de ligar, se le ocurriría cambiar el aire acondicionado de las modernas plazas comerciales por el bochorno de la noche meridana.
Y ni hablar del antiguo monopolio de los autoservicios San Francisco de Asís que tanto llamara la atención del escritor. Sus propietarios, prominentes miembros de la casta beduina –como Juan los nombró– con todo el dolor de sus bolsillos, han tenido que reinventar sus negocios para impedir que la llegada de la poderosísima Walmart acabe con su legendaria historia de éxito.
A Villoro, que en 1988 había llegado de un Distrito Federal totalmente convulso, le asombró sobremanera la placidez con que se manejaban entonces las cosas en Mérida, el sosiego con el que se bebía y se “desplegaba el arte de la conversación” en los cafés del centro, que hoy llamamos centro histórico: “Yo venía de una ciudad mutilada, con un paisaje en perpetua alteración, y de repente me encontraba en esa zona intacta, donde la mata de mango calcinada era la noticia desde hacía décadas”.
¿Le sorprendería saber que de los siete cafés que menciona en su crónica de viaje –El Louvre, el Express, el Nicté-Ha, la Flor de Santiago, el Congreso, la Italiana, el Alameda– solo este último sobrevive?
¿Le llamaría la atención enterarse de que en este nuevo siglo, al igual que en el resto del mundo, las exóticas bebidas remasterizadas de Starbucks se han adueñado de los paladares meridanos?
¿Le extrañaría al ganador del Premio a la Excelencia de las Letras “José Emilio Pacheco”, conferido por la Feria Internacional de la Lectura Yucatán 2016 y u. c. Mexicanistas, que aquella Mérida bucólica, de tibios y tímidos colores que describiera durante su breve estancia en tierras peninsulares, en la que “las nueve de la mañana era demasiado para dar con alguien”, se hubiera convertido en una giganta perdida con aspiraciones de ser el eje económico y cultural del sureste del país?
Seguramente no, pues Villoro, escritor experimentado, sabe que una buena crónica, además de mezclar atinadamente “información con emoción”, es más que nada una fotografía que capta las costumbres, el lenguaje y la ideología de una sociedad, en un momento determinado. De allí que Palmeras de la brisa rápida, pese a su irreverencia y mala leche, sea un libro tan disfrutable. En sus doscientas siete páginas salpicadas de ironía, el autor recorre palmo a palmo la historia de su familia: desde la llegada a las costas yucatecas de su abuelo materno, el español Juan Ruiz Ojeras, hasta la muerte en la capital de la república de su abuela progreseña, doña Estela Milán de Ruiz. De paso, aprovecha para hacer una divertida descripción de algunas costumbres yucatecas que con el transcurrir del tiempo han desaparecido. De allí, dirían los que saben, el beneficio de la crónica.
¿De qué otra manera podríamos enterarnos de que cuando Chichén Itzá aún no ostentaba el pomposo título de “Maravilla del mundo moderno”, ni los yucatecos habíamos cobrado conciencia del conservacionismo del patrimonio arqueológico, cualquier turista con fantasía de Eric Thompson podía adentrarse en las entrañas del castillo de Kukulcán para admirar la cá-mara del Chac Mool y el jaguar rojo?:
Como muchas otras pirámides, la de Kukulcán fue erigida sobre una construcción previa. Una escalera interior permite llegar a la cámara del Chac Mool y el jaguar rojo, en caso de que no esté bloqueada por turistas sudorosos. Nosotros tuvimos que esperar el descenso de un niño tan rollizo que obstruía el túnel entero.
Uno llega a la cámara sintiéndose el doctor Livings-tone en su viaje al África; en consecuencia, el jaguar re-sulta demasiado pequeño y paliducho y el Chac parece una estatua de parque público.
Los yucatecos comen mucha azúcar
Monsiváis solía decir que la crónica es un texto construido para “iluminar determinado hecho o acontecimiento sin acudir a una argumentación rigurosa, formal y directa, sino mediante la descripción de la realidad misma, de alguna pincelada valorativa y del manejo de factores de tipo emocional”. Villoro, sin lugar a dudas, cumple esta sentencia con creces.
Inevitable evocar las líneas que Juan dedicó en su libro al Nefertiti, el hotel donde se hospedó durante
su breve estancia en Río Lagartos; el mismo, casualmente, donde pernocté la única vez que mis padres me llevaron a conocer aquel puerto de pescadores:
El hotel Nefertiti merece ser declarado monumento nacional. Tiene una fachada ciega, como las de los cines de provincia, cubierta de mosaicos diminutos, y está rodeado de palmeras de dátil que crean un ambiente vagamente egipcio. Los pasillos interiores brillan en color flamingo y convergen en un cubo de luz presidido por una réplica de la efigie de Nefertiti que se encuentra en Berlín Occidental.
¿Existe aún? Para cualquiera que quiera ahondar en el tema, Google ofrece una nota donde un periodista cuenta que el huracán Gilberto acabó con el coloso; el meteoro azotó con tanta fuerza los cimientos del edificio que dañó seriamente su estructura y derrumbó la gran palapa del restaurante. Saco cuentas. Villoro es-tuvo en Mérida en mayo de 1988. El huracán Gilberto golpeó a la región en septiembre del mismo año. Una diferencia de solo cuatro meses. Si Juan hubiera retrasado su viaje, no tendríamos la divertida crónica que rememora la época gloriosa del Nefertiti.
Alfonso Reyes juzgó alguna vez que el ensayo era el centauro de los géneros; la crónica, según Juan Villoro, reclama un símbolo más complejo: el ornitorrinco de la prosa, y ha sido fiel a esa divisa.
“Juan Ruiz llegó a Yucatán para ver por qué los yu-catecos comían tanta azúcar”: así, con esa curiosa intriga da inicio el diario de viaje que acercaría espiritualmente al cronista a la tierra de su abuela materna. Debo reconocer que fue, a partir de la lectura de esta obra, plena de vivacidad, desenfado y expresiones mordaces, que en ocasiones pueden resultar provocadoras, que me interesé por la literatura de Villoro. Por esta causa y por la vitalidad de sus letras, busqué otros de sus títulos. Así di con los cuentarios La noche navegable y Albercas. Años más tarde me acercaría a El disparo de Argón, a La casa pierde, a El testigo, su aclamada novela por la que recibiera el prestigioso Premio Herralde, y a otros textos de su vasta obra. Mi interés creció cuando mis hijos, Emilio y Esteban, también crecieron y decidí leer junto con ellos El libro salvaje y La calavera de cristal, dos volúmenes que han pasado a formar parte de su selecta biblioteca infantil.
En honor a la verdad, y para vigencia del libro Palmeras de la brisa rápida: un viaje a Yucatán, no todo ha cambiado en la Ciudad Blanca. Los camiones de transporte público siguen dejando tras de sí una oscura estela de humo “borrándolo todo con su estruendo de diesel”; el béisbol, temporada tras temporada, sigue convocando a los fanáticos de la pelota caliente en el estadio Kukulcán, y la temperatura ambiente, en el último cuarto de siglo, se ha mantenido, más o menos, dentro de los mismos parámetros infernales.
A pesar de que vivimos una época de quebrantos, la literatura no tiene por qué ser tan solemne. Punto y aparte de la naturaleza de los temas, el humor y la ironía nunca serán ingredientes que desentonen con la esperanza transformadora de las letras. La obra de Juan Villoro es un ejemplo cabal •