No alcanzaba a comprender cómo es que Ivette era tan fresca. Le parecía mentira que esta noche pudiera beber y departir con los demás como si nada, cuando los niños se hallaban al cuidado de esa extraña que, desde el primer día, se mostró excesivamente cariñosa.
—Están encantados, doña Luz es una bendición. No sé por qué cuestionas todo, envejeces antes de tiempo.
Quizá su esposa tenía razón. Ya no le entusiasmaban como antes estas reuniones de seudointelectuales en las que se daba cita “todo el mundo”. Tampoco le seducía escuchar las peroratas de las “grandes figuras” que llegaban de la capital invitados por el organizador de estas tertulias.
Ivette, en cambio, parecía necesitar cada vez más de esta parafernalia: su carrera iba en ascenso, estaba ansiosa de ganarle la partida al tiempo e imaginaba que cualquier paso en falso podría arruinarla. Él, a pesar de haber publicado ya un par de novelas policiacas en una editorial, de cierto prestigio, no pasaba de ser un hombre de familia jugando al intelectual, un abogado sin el coraje suficiente para dedicarse a su vocación literaria, un padre tardío que se levantaba a medianoche a comprobar que sus hijos continuaran respirando con normalidad. Envidiaba la facultad de Ivette para ignorar cualquier cosa que pudiera convertirse en lastre para su trayectoria.
Atravesó las estancias sin saludar a nadie, cruzó el jardín con rapidez, abriéndose paso entre los invitados. Junto con las risas y conversaciones, llegaban a sus oídos los rebuscados arpegios de Michael Finissy. Un mesero lo detuvo para ofrecerle champaña, canapés de anchoas y queso roquefort con lascas de jamón serrano, pero después de lo sucedido, lo que menos tenía era ánimos para detenerse a beber y charlar con estos artistas advenedizos. Estaba hastiado de ese ambiente, de la hipocresía del anfitrión, un director en decadencia que ahora se dedicaba a dar clases particulares con la única intención de acostarse con sus debutantes de caras angelicales, y cuyo único mérito era haber heredado una enorme fortuna familiar. Por eso, sólo unos instantes atrás, antes de recibir en el celular esa extraña llamada, había decidido permanecer en la biblioteca de esta residencia, alejado de las risas afectadas de los invitados, de los chapoteos en la alberca donde algún efebo debía estar ya desnudo, de los acosos recurrentes de aquella actriz decrépita que, luego de tres whiskies, comenzaba a buscarlo para chuparle la verga. Los actores de cine le parecían individuos capaces de cualquier cosa con tal de obtener un poco de gloria. Y además estaba esa jauría de jovencitos en celo detrás de Ivette. Se le revolvía el estómago cada vez que alguno la saludaba en su presencia con un beso en los labios.
—Así fue como me conociste —le espetaba cuando él se atrevía a cuestionar su confianza excesiva en las personas—. Ya deberías de haberte acostumbrado. Y para que envejezca faltan muchos años.
Coño. Y para que los niños crecieran, aún más. Hubiera sido mejor no tenerlos. No estaría lidiando ahora con la preocupación de haberlos dejado en manos de una desconocida.
Al llegar al área de la piscina se topó con que su mujer, copa en mano, echada en una chaise longue rococó, conversaba animada con un hombre mayor, rubio y de pelo largo que le recordó a Mick Jagger, tan flaco que los pómulos se le hundían de manera grotesca, dándole a su rostro un aspecto cadavérico.
Ivette lo recibió eufórica, brillantes los ojos, la voz con ese tono afectado por el alcohol, que él tanto detestaba.
—Ven, acércate Octavio, quiero presentarte a Pierre Arcand —el tipo, detrás de unas pupilas grises como de gato, extendió una mano huesuda y balbuceó un mucho gusto en un español afrancesado.
—Qué tal —devolvió el saludo con un rápido apretón de manos y se dirigió a su mujer—. Nos vamos, en el camino te explico.
Ella sorbió su copa de vino y lo miró incrédula. Parecía estar seleccionando las palabras exactas para responder. El alto volumen de la música dificultaba la conversación.
—¿Te has vuelto loco? ¿Por qué no pides un trago? Ven, siéntate y escucha: Pierre es director de cine independiente y está interesado en tu último libro —buscó con la mirada Ivette al canadiense, quien movió mecánicamente la cabeza de arriba abajo.
Octavio se quedó serio. Escuchó el último comentario sin reflejar ninguna emoción en el rostro. No era la primera vez que Ivette hacía lo mismo. Con tal de conseguir un papel en una producción extranjera, por nimio que éste fuera, era capaz de cualquier artimaña; incluso de inventar que él, un insignificante creador de novelitas policiacas, era un afamado autor.
La verdad —Octavio lo sabía perfectamente— era que a estos célebres extranjeros que de vez en cuando aparecían en estas reuniones lo único que podía impresionarles de Ivette era su culo caribeño, complemento ideal de las torneadas piernas que presumía, insinuantes, cada vez que se removía en la chaise longue.
—He dicho que nos vamos —habló con voz fuerte—. Algo sucede en casa. Primero recibí una llamada donde oí claramente lloriquear a los niños y ahora nadie contesta.
Ivette frunció el ceño, se llevó la copa a los labios con parsimonia y, sin importarle la presencia del canadiense, acercó la mano a la bragueta de su esposo para acariciarle el sexo por encima de los pliegues de sus pantalones.
—Tienes demasiada imaginación. Con doña Luz están a salvo de cualquier cosa. Tómate un vodka, lo necesitas.
Permaneció de pie, inmóvil, tratando que las palabras de ira no salieran de su boca. Finalmente, cuando sintió que el enojo disminuía, se atrevió a preguntar:
—¿Cómo puedes estar tan tranquila?
—Relájate, no me vas a arruinar la noche. Por mí puedes hacer lo que te dé la gana. Yo me quedo.
Octavio se acercó y jaló bruscamente del brazo a su mujer, que derramó el vino sobre el blanco inmaculado de su Narciso Rodríguez.
—¡Cuidado! ¡Mira lo que hiciste! —se puso de pie Ivette. La mancha oscura iba fijándose segundo a segundo.
—¡Te vas conmigo ahora, quieras o no!
El canadiense, que hasta el momento se había mantenido al margen de la discusión, intentó decir algo, pero Octavio lo paró en seco.
—Este no es asunto tuyo, pendejo.
Segundos más tarde, sin soltar a su esposa, desoyendo sus insultos, el hombre se dirigió hacia su automóvil. Una vez en la carretera, marcaría varias veces el celular intentando, sin éxito, comunicarse a su casa.
***
Hijo de puta, esta vez sí se jodió, lo voy a dejar, a ver cómo se las arregla solo, no va a haber mujer que lo aguante, pinche resentido, frustrado, como a él le ha ido tan mal con sus libritos; por mi madre muerta que es la última vez que se lo permito, me dejó en ridículo delante de todos, qué habrá pensado Pierre; desgraciado, maldito Octavio, no se midió, por culpa de sus desconfianzas voy a perder la oportunidad de mi vida, ya tenía al canadiense bebiendo de mi mano, no dejaba de mirarme el culo, desde que lo vi supe con qué clase de tipo me enfrentaba, era cosa nada más de incitarlo, de hacerle creer que iba a ser correspondido, y el protagonismo sería mío; ahora, con lo sucedido, quién sabe si el vejete quiere volver a verme; ¡le habremos parecido tan tercermundistas! El macho latino reclamando a la hembra; en su país, estoy segura, esto jamás hubiera sucedido; encima arruinó mi vestido, pensar que todavía lo debo, que lo compré para esta fiesta; la mancha de tinto no se quita con nada, lo mismo me hizo el muy idiota la noche de bodas, estaba tan borracho que al final de la fiesta me derramó vino; entonces me pareció divertido, no me molesté, seguí bailando como si nada, sin hacer el caso de las miradas, pero ahora, diez años después y dos hijos de por medio, el cabrón se ha vuelto insoportable, un verdadero misógino, ¡envidia tanto mi éxito en el cine!, se las da de liberal pero quisiera verme encerrada día y noche cuidando de los niños, sin poner pie en la calle, pero no le voy a dar el gusto, si no me conoció en un convento, que se aguante, no me va a venir ahora con que las circunstancias han cambiado, debí haberlo previsto, ¿para qué lo habré llevado a la reunión de esta noche?, por su culpa perdí el mejor papel de mi carrera, siento que me hierve la sangre, esta vez sí se jodió, me largo, a ver cómo se las arregla solo, y con dos niños.
***
¡Eres un paranoico, un pinche obsesivo, no debiste tener hijos! Me gritará. Y a pesar de estar furiosa, la voz va a quebrársele cuando golpee con el puño el tablero del automóvil. Más tarde comenzará a llorar, y otra vez la amenaza, dejarme, largarse al extranjero a seguir con su carrera. Así, hasta que el aire acondicionado y el ritmo del auto sobre la carretera la venzan. Nunca va a cambiar, unas copas y se pierde, que se vaya a la chingada; si no tuviéramos a los niños hace rato que la hubiera dejado. Puta madre, en la casa nadie contesta. ¿Por qué no levanta el auricular la pinche vieja? Se lo advertí a Ivette: apenas la conocemos. Pero ella es así, con tal de que nada interrumpa sus “grandes planes”. Viene bastante borracha, lo sé por la manera en que arrastra las palabras, por la forma grotesca en que me insulta y sube los pies descalzos al tablero. Al rato caerá rendida, la cabeza ladeada y el ronquido ahogado de la ebriedad; tendré que ingeniármelas para llevarla al sofá del estudio a dormir la borrachera, no me gustaría que los niños la descubrieran en este estado. ¿Y así pretende que la deje ir sola a estas fiestas? De nada sirvieron las consultas con el psicólogo, sigue sin entender que está por cumplir cuarenta, que a estas alturas difícilmente va a llegar a ser una estrella y que es madre de dos niños. ¿Hasta cuándo he de soportarla? Estoy harto de hacerla de celador, de girar en torno a sus proyectos fallidos. ¿Cuándo va a entender que lo único que buscan sus sucesivos amigos es cogérsela?
Pero no me imagino sin ella.
—¡Eres un paranoico, un pinche obsesivo!
Allá vamos…
***
A pesar de que a estas horas de la madrugada casi no hay tráfico, el camino de regreso se le hace el doble de largo. Varias veces marca a su casa sin obtener respuesta hasta que agota la batería del celular. El silencio de la ciudad le parece abrasivo. A su lado, Ivette —cabeza echada hacia atrás, respiración pausada— ha empezado a dormitar. Busca algo de música en la radio y lo único que encuentra es una antigua canción de Mocedades. La voz triste de la vocalista lo encabrona. Acelera. Recorre calles, toma atajos, atraviesa avenidas a gran velocidad hasta que una grúa le cierra el paso y lo obliga a bajar el velocímetro. El armatoste va a ritmo de tortuga. Se desespera, toca la bocina con insistencia, rebasa por la derecha. En su prisa por llegar desobedece varias luces rojas. Oye a lo lejos el ulular de una sirena. Acelera. ¿Habrán notado que me pasé el alto? Al dar vuelta a la esquina para tomar la calle hacia su casa, un retén policial lo obliga a detenerse. Siente que la respiración se le corta. Sacude con fuerza a Ivette. Ambos alcanzan a ver signos de agitación frente a su cochera: vecinos en ropa de dormir, dos patrullas con sus torretas encendidas, una ambulancia con las puertas abiertas y a doña Luz, manoteando, custodiada por un par de uniformados.