En el verano del 2007 viajé junto con mi esposa a El Fuerte, Sinaloa, una pequeña ciudad colonial ubicada a unos 80 kilómetros de Los Mochis, y en la que había nacido mi querida suegra. Llegamos cerca de las doce de la noche, cuando todo mundo dormía. Llamó mi atención el silencio del sitio y el rumor suave y persistente del río que parecía resguardar la paz de los forteños. Incluso los perros, que en cualquier poblado del centro o del sureste nos hubieran recibido con algarabía, permanecían callados. Era, como olvidarlo, el peor año de la guerra del estado contra las drogas, la gente se refugiaba temprano en sus casas y por todos lados se escuchaban historias de muerte que helaban la sangre.
Cuento lo anterior porque, luego de leer las historias que conforman Norte. Una antología, el libro compilado por Eduardo Antonio Parra, me resultó imposible no evocar aquel viaje donde conocí de cerca tierras mexicanas tan distintas de las mías. Si en verdad, me dije, en México caben muchos Méxicos, y ni siquiera la creciente comunicación e interdependencia entre los distintos estados de la república ha logrado liquidar del todo las diferencias y la diversidad, ¿por qué no hablar de literaturas regionales?
Con esta premisa, y con la idea de demostrar que la riqueza de los escritores norteños va más allá de la moda generada por la literatura del narco, Eduardo Antonio Parra ha seleccionado cuarenta y nueve autores oriundos de nueve estados del país para conformar Norte, una antología. Cinco estados fronterizos (Baja California, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Sonora y Tamaulipas), dos estados muy norteños (Durango y Sinaloa) y otros dos (Guerrero y Jalisco) que, para mi gusto, salvo por la calidad de sus autores, no tendrían razón de haber estado incluidos.
Pero para justificar su inclusión, el autor de Los límites de la noche, que no se conforma con los límites geográficos, ha diseñado en su imaginario un norte donde caben muchos nortes: los nortes sociológicos y lingüísticos de un antólogo nacido, curiosamente, en Guanajuato, pero cuyas historias transcurren en la frontera, en el desierto o en la montaña, los espacios que considera naturales para sus personajes.
Todos los cuentistas incluidos, es justo señalar, son escritores avecindados, nacidos, encariñados o identificados abiertamente con el norte, cada uno con edades, intereses y tiempos muy distintos, pero todos convergen en su voluntad por contar relatos que reflejen la idiosincrasia y el habla de los que viven en las tierras mexicanas ubicadas más allá del Trópico de Cáncer, allí donde impera el silencio opresor del paisaje desértico y la avasallante anchura de su entorno.
Concuerdo con Eduardo Antonio Parra cuando escribe en el prólogo que en la narrativa del norte “predominan el movimiento y la tensión dramática que se desenvuelve en espacios abiertos, por encima de la reflexión o las escenas desarrolladas en ámbitos cerrados”. Muy cierto. Quien se acerque a estas historias lo constatará: nada de complejos pensamientos internos o monólogos interiores tan frecuentes en los textos de los narradores sureños, donde el acompasado movimiento del océano, la quietud de sus ojos de agua y el sopor del trópico parecen haber dotado a sus escritores de un ritmo diferente, de una cadencia campechana que embriaga con lentitud.
Dice el crítico literario Sergio González Rodríguez, que los cuentistas del norte, a diferencia de los sureños que van soltando la tensión poco a poco, “eligen el golpe súbito desde la primera línea”. El mismo efecto siente uno cuando abre Norte, Una antología y se topa con que el primer cuento es La fiesta de las balas, el violento relato revolucionario de Martín Luis Guzmán, tomado directamente de su novela El águila y la serpiente. Parra ha dispuesto a los autores de este libro por orden cronológico, comenzando con un clásico como Martín Luis Guzmán (1887-1976) hasta terminar con el joven y prolífico narrador regiomontano Luis Panini (1978), algo que el lector agradece, pues es esta una manera didáctica de conocer cómo se ha ido conformando la literatura de una región con el paso del tiempo.
Y aunque el mismo antólogo comente que “como en toda reunión de relatos, florilegio o antología, en ésta no están todos los que son”, echo de menos la presencia de Amparo Dávila, Daniel Herrera, Joel Flores y, sobre todo, del genial narrador duranguense Jaime Muñoz Vargas.
Si algo bueno tienen las antologías es que permiten dar a conocer a escritores que por diversas razones, no obstante la calidad de sus obras, han permanecido navegando en la nave del olvido. Tales serían los casos de César López Cuadras, incluido aquí con su espléndido relato costumbrista El león que fue a misa de siete (basado, seguramente, en un hecho real), y el de Irma Sabina Sepúlveda, quien aparece con El oso, un nostálgico e irónico cuento que lo mismo arranca sonrisas que conmiseraciones.
¿Qué es lo que más me gusta de esta antología? Me gusta su rapidez, su variedad, su abierta clasificación B, su facilidad para seducir al lector incipiente y atrapar al lector joven. Mi hijo Emilio, que recién cumplió los trece, la leyó de cabo a rabo y la disfrutó enormemente.
Y cómo no, si allí están Luis Humberto Crosthwaite, Antonio Ramos Revilla, Federico Campbell, Julián Herbert, Magolo Cárdenas, Miguel Méndez, Gabriela Riveros, Liliana V Blum, Jesús Gardea e Ignacio Solares con relatos chispeantes, redondos que tienen que ver con los temores de la niñez y la adolescencia. Alfonso Reyes, Julio Torri, Rafael F. Muñoz, Nellie Campobello, Ramón Rubín y Abel Quezada con historias del pasado que no pierden vigencia por su frescura. Y luego José Revueltas, Rafael Ramírez Heredia, Edmundo Valadés, Pedro de Isla, David Toscana, Cristina Rascón Castro, Vicente Alfonso, Luis Jorge Boone, Élmer Mendoza y Juan José Rodríguez con textos de aparente solemnidad, pero plagados de ese humor y desenfado norteños que los vuelven dolorosamente divertidos.
Es esta, pues, una antología que reúne a grandes autores de la literatura mexicana y a autores contemporáneos que ya se han ganado un lugar en la República de las letras, un muestrario inteligente de lo más relevante del cuento norteño publicado a lo largo del último siglo. Un libro que vale la pena leer porque los narradores seleccionados demuestran que el cuento en México, independientemente de la región desde la cual se narra, ha alcanzado registros sublimes.
Evoco, para cerrar mi comentario sobre esta antología, de nuevo mi visita al El Fuerte, Sinaloa. Nos alojamos, cómo olvidarlo, en casa de la abuela de mi mujer, una antigua y fría casona del centro, de altísimos techos sostenidos por gruesas vigas de madera desde donde nos observaba una cucaracha solitaria a la que traté, infructuosamente, de matar lanzándole zapatos. Al día siguiente, luego de una noche de sueño inquieto, nos despertó el seductor aroma de los huevos con machaca, los frijoles bayos y las tortillas de harina recién calentadas que la abuela, con todo y sus ochenta y seis años, preparaba diligentemente en la cocina. Fue entonces cuando comprendí, que más allá de la amenaza del narco y de las advertencias de las autoridades, la gente de esta región había aprendido a gozar y a no bajar la guardia, porque en situaciones de riesgo, “soportando pacientemente las pruebas que el destino envía”, tal como decía Chejov, es cuando el ser humano aprende a sacar lo mejor de sí mismo. Entendí que esto era la vida, que esto era, en verdad, lo más admirable de los
habitantes del Norte.
Eduardo Antonio Parra (compilador.), Norte.Una antología, ERA / Fondo Editorial de Nuevo León/ Universidad Autónoma de Sinaloa, México, 2015, 329 p.