“…y después de haber dicho: sí juro y amén, juraron de usar y ejercer bien y fielmente el oficio de alcaldes ordinarios, y que por amor, ni desamor, dádivas, ni promesas, no dejarán indefensa la ejecución de la justicia, antes como buenos alcaldes y ejecutores, ejecutarán las blasfemias contra Dios y sus santos, abreviarán pleitos a las viudas y pobres, y a todos demandantes y reindefendientes harán justicia…”
Acta de la fundación de Mérida, 6 de Enero de 1542
No he vivido en otra ciudad sino en ésta. Vi luz aquí, hace medio siglo, cuando el cielo meridano, inalterable en su azul, acogía parvadas de zopilotes que, de cuando en cuando, detenían su vuelo circular para posarse en las veletas y ofrecer sus renegridas alas al sol. Nací en esta ciudad –erigida hace 474 años, como continuación de la antigua ciudad maya de Ichcaanzihó- en los años sesenta del siglo pasado, cuando los nombres de algunos santos y mártires cristianos identificaban todavía barrios vivos, pintorescos, pletóricos de gente, donde se desarrollaba la vida cultural y económica de esta capital. Al sur, San Sebastián; al poniente Santiago y San Juan; al oriente San Cristóbal y al norte Santa Lucía y Santa Ana.
Eran épocas en que la ciudad contaba con menos de doscientos mil habitantes –lo confirmaba el letrero con la cifra largamente inmutable, colocado por las autoridades municipales a la entrada de la Avenida de los Itzáes, muy cerca del “campo de aviación” –, y los meridanos aún no se dejaban fascinar por la modernidad de los fraccionamientos, los supermercados, las plazas comerciales y los vehículos automotores.
Era posible jugar libremente en las calles sin temor a acabar bajo las ruedas de un automóvil, subir a una calesa y visitar el mercado del barrio y deleitarse con aromas, sonidos y sabores que ya solo persisten en la memoria: el olor a marisma de la pesca del día, el crepitar del aceite sobre el suave modelado de la masa de los salbutes, el exquisito dulzor de los flanes de leche fresca.
Era posible, una vez al año, caminar por la feria instalada alrededor de la iglesia, en honor del santo patrono, y avanzar por un parque rebosante de luces y juegos mecánicos, seguir al gremio que iba soltando algarabía en sus voladores, treparse a la rueda de la fortuna para sentir el golpe del viento en el rostro y distinguir, desde las alturas, en medio del paisaje vegetal conformado por los tupidos árboles frutales de los patios, las construcciones más altas: la catedral de San Idelfonso, la primera de nuestro continente en tierra firme; el templo de la Tercera orden, algún hotel sobre el Paseo de Montejo y aquel edificio inconcluso que todos llamaban El Elefante Blanco.
Era aquella una Mérida tranquila, arbolada, de siestas al mediodía, donde el tiempo parecía transcurrir con una lentitud omnipresente, muy parecida a la que dibuja Agustín Monsreal en su cuento Demonios de la misma caldera:
A mí los meses se me iban en asistir a la escuela, ayudar a mi madre en los mandados, meterme en la pileta los días de bochorno, estudiar, perseguir zopilotes, admirar las audacias de los cirqueros ambulantes, encaramarme en la veleta para sentir el viento, ir a retozar al Parque Centenario o a comer sorbetes a la heladería de Polito, pescar ajolotes en los charcos, oír música en el aparato de radio, caminar descalzo cuando había inundación, cosas así.
Pero no faltaba mucho para que esta Mérida provinciana, gozosa, complacida en sus añejas rutinas, afanada en mantenerse inmóvil, comenzara a desaparecer. El cambio se dio a fines de los años sesenta, cuando las familias acomodadas que vivían en lo que nosotros nombramos el primer cuadro, decidieron emigrar hacia otros rumbos, en aras de hallar un sitio menos agitado para vivir, debido a la proliferación de negocios comerciales y al aumento paulatino del tráfico vehicular.
De esta forma surgieron en los años setenta y ochenta, en todos los puntos cardinales de nuestra Ciudad Blanca, múltiples fraccionamientos y colonias que, pese a la desolación silvestre de su entorno, atraían a los emeritenses con la promesa de un nuevo estilo de vida. Eran construcciones aspirantes a la modernidad, dotadas de garaje para resguardar el auto –ese apéndice motriz que comenzaba a volverse indispensable para muchas familias- y un curioso jardín frontal para cultivar rosales y embelesos sobre una alfombra de verdeante césped americano.
Únicamente seguían habitando el centro quienes, por razones sentimentales se negaban a dejar sus casas o, de plano, porque el cambio les resultaba muy oneroso. Y no faltó quien les reprochara:
– ¿Cómo? ¿Sigues allí? ¡Te estás perdiendo la mitad de tu vida!
Así, sin mayor trámite, las solariegas casonas del centro con sus grandes patios, y muchas del Paseo de Montejo, menguaron su esplendor. Y sus propietarios, con ánimo empresarial, las dejaron languidecer y al cabo, las vendieron a inversionistas que aprovecharon el terreno para construir vanos monumentos al concreto en forma de estacionamientos, almacenes y locales comerciales, con la aquiescencia de las autoridades.
Esta transformación, que ya se venía gestando desde antes, fue notoria para algunos viajeros enamorados de Mérida, tal fue el caso del norteamericano Asael T. Hansen, que con visión antropológica registró estos acontecimientos desde los años cuarenta del siglo XX
Las fuerzas que han logrado romper la tradicional y estable relación de estatus que poseía Mérida durante la segunda mitad del siglo pasado, están dando cabida a un patrón urbano que se aproxima al de las ciudades norteamericanas, y aunque la ciudad no es lo suficientemente grande ni dinámica para lograr cristalizar ese patrón, algunos de sus elementos son ya perceptibles. El centro es más propiamente una zona comercial que el área residencial de la aristocracia. Las plazas de los barrios se han convertido en centros comerciales satélites…La gente vive ahora donde quiere de acuerdo a sus posibilidades económicas y no donde las costumbres tradicionales la sitúan. Los ricos viven en los fraccionamientos elegantes de moda… Algunas de las antiguas y grandes mansiones situadas dentro de la zona comercial han sido subdivididas en múltiples viviendas.
Faltaba mucho para que los meridanos reconocieran el valor cultural y arquitectónico de aquellos predios olvidados y para que, con la efervescencia de las generaciones recientes, se constituyera formalmente un Patronato para la preservación del Centro Histórico. Faltaban años para que los nuevos emeritenses, esas aves migratorias oriundas de países fríos, llegadas a la península en busca de paz y de nuestro invencible sol, descubrieran la veta de oro escondida tras los vetustos muros de mampostería de las casonas relegadas.
Y así, sin darnos cuenta, nos alcanzó el siglo XXI. Y en los umbrales de una nueva era, en medio de los temores generados por el oráculo de la última profecía del calendario maya, esta ciudad construida, con el esfuerzo y la fatiga de nuestros indios…, que esconde en sus piedras la sangre de sus manos y el sudor de sus frentes broncíneas, como escribiera el arquitecto Leopoldo Tommasi López, y cuyo sobrenombre –Ciudad Blanca – proviene, tanto del color del encalado con el que solían pintarse sus muros hasta bien entrado el siglo pasado como por el deseo de su fundador de hacer de Mérida una comunidad libre de indígenas, sobrepasó el medio millón de habitantes.
Brotaron enormes plazas comerciales, sentaron sus reales los malls, los fraccionamientos y las avenidas se multiplicaron, el Paseo de Montejo alargó su glamour hasta fusionarse con la carretera que lleva al mar, surgieron las primeras torres departamentales, altos hoteles, el área conurbana avanzó sobre los municipios aledaños, dio inicio la inmigración originada por la narco violencia que se enquistó en el centro y en el norte del país, la reserva territorial redujo sus fronteras y el parque vehicular rebasó todas las posibilidades de nuestras angostas calles paralelas trazadas por los españoles desde el siglo XV, siguiendo el diseño que impusieron a sus propias ciudades, allende el mar.
Lejos, muy lejos quedaría la imagen de aquella Mérida bucólica, somnolienta, de tibios y tímidos colores descrita, en 1937, por Octavio Paz durante su breve estancia en tierras yucatecas:
Mérida es una ciudad española, señorial y lenta. Las casas, de un solo piso, bajas y amplias, tienen una huerta, un molino de viento y tierra húmeda, traída de otros sitios. Todo es trabajo humano: aquí la fecundidad es una victoria del hombre contra la sequedad y la inclemencia. En las noches, jadea la ciudad, asomadas a los balcones o en las puertas, las muchachas conversan, y sus voces son como un hondo río, como el oscuro presentimiento del agua. A veces gime sordamente una veleta.
Ya no hubo vuelta de hoja: inmersos en la vorágine de la nueva era, los meridanos devinieron ciudadanos del mundo, y ésta muy noble y muy leal ciudad fundada por Francisco de Montejo en la provincia de Que Peche, con apenas setenta familias españolas y trescientos naturales a los seis días del mes de enero del año 1542, se convirtió en una giganta, eje económico y cultural del sureste del país, una urbe que aceleró su crecimiento. Y en la prisa por subirse al carro de la modernidad, sus habitantes olvidaron varias cosas, entre ellas, el respeto que se le debe al árbol. Y la Blanca Mérida comenzó a tornarse grisácea, reflejo de las extensas planchas de concreto de sus nuevos fraccionamientos. Sólo en la poesía de la trova yucateca (Vergeles floridos que me hacen soñar/ perfumes que aroman mi regia ciudad) (Mi tierra es un lindo/ vergel donde crecen/ el nardo y la rosa/ y el rojo clavel), y en la memoria de los viejos quedaría aquella Mérida verde, exuberante, casi tropical, olorosa a jazmines, limonarias y galán de noche, pródiga en patios rebosantes de zapotes, caimitos, mameyes, saramuyos, aguacates, guanábanas, naranjos, mangos, taúches, ciricotes y altísimos cocoyoles que, de vez en cuando, dejaban caer sus frutos sobre las cabezas de los desprevenidos transeúntes.
Y sin embargo del crecimiento vertiginoso de las últimas décadas y el avance inexorable de la mancha urbana, la capital yucateca sigue siendo una ciudad disfrutable, acogedora, nostálgica, seductora, única, cuyo centro histórico, el segundo más grande del país, núcleo ancestral de la urbe, con todos sus inconvenientes, es el vértice de su engranaje. La Plaza Grande sigue sorprendiéndonos con la verdeante frondosidad de las copas de sus añejos laureles de la India, y nada resulta más placentero al caer la tarde, cuando los rayos del sol poniente golpean y colorean las piedras cobrizas de la fachada de la catedral, que sentarse, igual que hace una centuria, en una de las pequeñas mesas redondas de cubierta de mármol de la antigua dulcería y sorbetería Colón a paladear con lentitud una delicada champola de guanábana –receta original de Don Vicente Rodríguez Peláez–, mientras se observa pasar a la gente que puebla ahora la ciudad: desde los extranjeros de la tercera edad –estadounidenses, italianos o canadienses– que han invertido sus ahorros de retiro en alguna de aquellas casonas olvidadas convertidas hoy en palacetes, pasando por los hipsters de guayaberas estilizadas y mochila de diseñador al hombro que apresuran el paso para llegar primero que nadie al regocijo cervecero de las sempiternas pero renovadas cantinas del centro, hasta los obreros y albañiles de perseverante semblante maya –pequeños, meditabundos, silenciosos- que atraviesan cada tarde la plaza para subirse a la combi que los devolverá a sus hogares ubicados en la periferia, en el sur o en las comisarías cercanas a la zona metropolitana, esas áreas de la Ciudad Blanca siempre olvidadas, luego de haber trabajado en alguno de los desarrollos inmobiliarios de lagos artificiales y jardines infinitos que abundan en las cercanías de la autopista que lleva a Puerto Progreso.
Por eso, en esta noche que celebramos a esta Mérida mestiza y castiza, bicultural y bilingüe que en el año dos mil recibiera el título de Capital Americana de la Cultura, más allá de la nostalgia, de la elegía poética, de la sugestiva evocación de una ciudad anclada en sus tradiciones, conviene recordar que aun cuando la capital yucateca encabece las listas de las urbes del país con mayor calidad de vida, todavía existen asignaturas pendientes que deberemos de atender para transformar en realidades los anhelos de sus habitantes. Como acelerar el desarrollo de infraestructura que iguale las oportunidades para todos los emeritenses sin importar la zona donde vivan y reconocer los derechos de ese diez por ciento de maya hablantes, extranjeros en su propia heredad, que a diario transitan por nuestras calles de nomenclatura numérica y que a veces se nos aparecen en forma de niños mendigando por las noches. Como elaborar desde el cabildo leyes que protejan al árbol y al medio ambiente y exijan a las constructoras incluir en sus proyectos urbanistas pulmones verdes reales que mantengan la calidad del aire que respiramos. Como cumplir las disposiciones de accesibilidad que permitan el disfrute de todos los servicios para todos los habitantes. Como defender la conservación y restauración de edificios, predios históricos, monumentos y esculturas ubicados fuera del radio protector del centro histórico y revivificar los mercados de barrio dándoles un destino, acorde a nuestros días, donde puedan surgir nuevamente con todo el esplendor de sus colores, olores y sabores. Como humanizar y replantear las iniciativas públicas para conjurar la funesta violencia reciente y recuperar esa proverbial calma y tranquilidad que siempre nos ha caracterizado.
Mérida no es una ciudad hecha de volúmenes sino del juego de la luz en el aire, una calculada danza de colores, escribió Octavio Paz. Y de este avistamiento del poeta, quiero imaginar, dimanan su pureza, su misticismo, su embeleso, la luminosidad de sus mediodías, los implacables torrentes de luz de sus amaneceres y el torbellino de pájaros que los saluda, el espectro de sensaciones que atrae y complace a sus moradores. Y de esa misma policromía deben de alimentarse también la honestidad, el respeto, la pluralidad y el compromiso de la generación que la gobierna y de todos los que la habitamos.
En el marco de esta solemne ceremonia, de cara al presente y al tiempo por venir, renovemos los votos y divisas originales del primer cabildo:
Exigir y hacer justicia.
Defender y proteger a los que menos tienen.
Ejercer bien y fielmente el oficio de alcaldes.
Estoy seguro de que esto será posible.