Para Rosa Beltrán
Otra vez, otra vez ese llanto en la madrugada; debería voltear, abrazarla, acercarme, cumplir el rito del marido amoroso, hacerle creer que comparto su pena, que me duele también el estado de su madre; sin ningún pudor el llanto sube de tono, no va a parar hasta que me levante y la abrace en la oscuridad; y ahí están, además, esos ladridos del doberman del vecino; ya lo habría envenenado si no fuera porque Malena prefiere evitar líos. Ahora se levanta y va al baño; la escucho revolver las gavetas; sé lo que busca, toma lo mismo desde hace meses; no lo acepta, pero lo necesita; y cada vez en dosis mayores; en el reloj de pared, las agujas fosforescentes señalan las tres cuarenta y cinco: mañana seré un autómata en la oficina; ayer estuve a punto de estrellarme al ir al trabajo; cuando abrí los ojos estaba casi encima del coche de adelante; el frenazo debió quedar marcado en el pavimento; siquiera reaccioné a tiempo. Debo dormir, ¡necesito dormir!, pero, ¿cómo con Malena vagando a oscuras por la casa?, de nada serviría ponerse tapones en los oídos, seguiría escuchando ese ladrar de la chingada; y como si no fuera suficiente, el rumrum de la máquina de oxígeno que ayuda a respirar a mi suegra desde que se puso peor, acompañándolos; ella agoniza en mi antiguo estudio, ahora sección de hospital con enfermera e instrumental incluidos; hay que ver lo que cuestan; nada más la enfermera se lleva mes a mes la cuarta parte de mi sueldo; ¿y si pierdo mi trabajo?, a ver quién carga con la vieja; ayer firmé por otro invento costosísimo: un nebulizador ultrasónico; mi mujer me habló desesperada a la oficina, ni siquiera escuchó cuando le dije “estoy con un cliente cerrando un contrato”; su madre estaba teniendo otro más de esos ataques respiratorios que, tarde o temprano, la llevarán a la tumba. “Con un nebulizador ultrasónico dijo el médico que la salvamos”, trató de convencerme. “¿No te das cuenta —por qué no le dije–– que todo esto es inútil?”; mis tarjetas están al tope, sigo atorado con el segundo préstamo y, tras dos años seguidos, vuelvo a cobrar mis vacaciones en lugar de disfrutarlas, ¿cuándo va a terminar?; mi cuñado fue más inteli- gente, desde un principio se zafó; lo criticaron un rato pero se libró de todo este circo. Malena sigue en el baño; de seguro hojea esas revistas que trae cuando viene del súper; que la desestresan, pretexta, que la ayudan a resistir, a olvidar los meses que su madre lleva luchando contra el cáncer cerebral, me dice, cuando le insisto en que comprarlas es tirar los billetes por el inodoro; y ahora este perro se pone a aullar; carajo; pensar que estuvimos a punto de cambiarnos de casa; hasta inicié los trámites del crédito en el banco; había una en las afueras de la ciudad, con un gran terreno y árboles frutales, como para construir en el fondo una parrilla y una piscina para los niños; qué bueno que no le entré al compromiso. El inodoro descarga, oigo los pasos de mi mujer, se acerca, escucho su respirar pausado; la percibo dirigirse al otro cuarto; coño; como si no bastara con la friega del día, insiste en pasar noches enteras allá; llevamos semanas, meses, sin coger, sin dormir como se debe; ayer en la madrugada tuve que ir a traerla, estaba en el suelo sobre un cobertor extendido, a los pies de su madre; el tufo a orines y medicamentos me espantó el sueño. “Vamos”, la tomé de un brazo con firmeza. “Para eso está aquí la enfermera”, aunque la empleada roncaba a gusto en mi reposet. Tosen. ¿La vieja? ¿Los niños? También ellos lo están resintiendo; hace mucho que no salimos; se la pasan frente a la televisión o metidos en los videojuegos; el grande está cada vez peor, irritable, molesto por todo este desmadre; y encima debo atenderlos al volver del trabajo; desde que mi suegra está aquí, Malena no tiene cabeza; los niños me esperan para que les prepare de cenar; luego debo ver que terminen sus tareas, se vayan a la cama; los quiero pero no estoy dispuesto a jugar por más tiempo a la mamá; al menor le ha dado por levantarse a medianoche; varias veces lo he encontrado en la cocina; tengo hambre, papá, se justifica al verme; tal vez piensa que lo voy a regañar, y sólo quiero dormir, dormir para estar bien por la mañana, dormir para tener la mente despejada y seguir tan campante por la vida como mis subordinados; sirvo un vaso de leche con chocolate; el chorro rompe el silencio, su aroma dulzón se esparce en la cocina; escucho el líquido que recorre la garganta de Mauricio; lo abrazo y lo llevo de vuelta a su cama. ¡El doberman de nuevo! ¿Por qué no se calla ese animal? ¿Qué chingados tengo que aguantarle sus ladridos? Mañana mismo lo enveneno; si lo otro fuera así de fácil… “¿Y qué podemos hacer?”, me echó en cara la otra noche Malena cuando dije que era hora de tomar medidas, que de lo contrario íbamos a irnos todos antes que su madre. “¿Qué quieres? ¿Quitarle el oxígeno o ponerle una almohada en la cara para acabarla? ¡Escoge!” Se descompuso: la voz quebrada, el rostro desencajado, tensos los músculos del cuello; no le respondí, sólo iba a desatar otra más de esas discusiones interminables; mi único deseo era dormir. Más ladridos: agudos, alterados, insistentes; es como si el perro estuviera dentro de la casa; hay voces en el otro cuarto; me incorporo y alcanzo a oír a mi mujer discutiendo con la enfermera: le reclama que no esté al pendiente de la vieja; por un momento trato de entender; no ha de ser fácil obligarse a permanecer despierto cuidando el oxígeno que aspira alguien prácticamente muerto; Malena regresa después al dormitorio; la espero en la penumbra, apoyado contra la cabecera de la cama.
—¿Qué te pasa? ¿Ya viste la hora que es? ¿Quieres que ésta también se largue? ¿No te acuerdas cuánto trabajo costó conseguirla?
—¡No aguanto, te juro que ya no aguanto! —se sienta a mi lado, indefensa.
—¿Puedes calmarte? ¡Intento dormir!
Levanta la cara; el resplandor de la luz de la calle deja ver que llora; no me atrevo a consolarla, tengo una junta importante mañana y necesito llegar con la mente clara; si la abrazo no va a parar allí, habrá que escucharla largo rato; imposible volver a conciliar el sueño; en la ventana, la luna desborda una sucia luminosidad.
—Ya, tranquilízate. Ven a la cama, también debes descansar.
Ella sigue sentada, sollozante; me reclino en la almohada; cierro los ojos y trato de poner mi mente en blanco; necesito dormir; en un rato comenzará a clarear y habrá que ir a la oficina; para entonces, las píldoras que ha tomado empezarán a hacerle efecto; ahora se inclina hacia mí, me estrecha y vuelve a llorar; no tengo otra opción que abrazarla; su cuerpo se amolda al mío; si espera palabras de aliento, sólo obtiene un tranquilízate repetitivo que me hace sentir ridículo; después de unos minutos cesa, se aparta y se recuesta sobre su costado, dándome la espalda; pronto el sueño la arrebata, como si todo lo anterior lo hubiera hecho nada más por joder; su ronquido rasposo me exaspera; con cuidado me pongo de pie: no tiene caso hacer el tonto tratando de dormirse esta madrugada; el cielo se torna grisáceo en la ventana; ya casi amanece; me llega el sonido del tráfico que se desliza, próximo, sobre el asfalto; una luz se enciende en la cocina de la casa de enfrente, las hojas del ficus del jardín delantero brillan con el rocío; nadie en la calle; por fin el doberman se ha callado; silencio en la casa; ni siquiera el rumor de la máquina de oxígeno, ni siquiera.