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«Solana». Crónica de una lectura providencial

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Conocí a Fernando Trejo hace unos meses, cuando me invitó a participar en su Carruaje de Pájaros, un legendario encuentro anual de poetas que se lleva a cabo en su tierra natal, Chiapas, y que en su edición 2015, abrió sus puertas a algunos  afortunados narradores. Lo recuerdo bien: amable, nervioso, siempre al  pendiente de que todo estuviera en su sitio,  listo para las lecturas, presentaciones de libros y conversatorios que celebrarían sus invitados venidos de varios estados de la República. Y fue, precisamente antes de entrar a alguna de estas charlas,  en San Cristóbal de las Casas, en la quietud de un viejo monasterio convertido hoy en centro cultural, cuando Fernando y yo, para poder escenificar la vieja tragedia griega de Melés y Teleo que, según Juan José Arreola forma parte de la tarea de todo buen escritor, intercambiamos libros. Él me dio su poemario más reciente, Solana, por el que ganara una mención de honor en el certamen “Elías Nandino”, y yo le obsequié mi más reciente cuentario.

Esa tarde, mientras escuchaba a un poeta cuyo nombre no recuerdo,  quien exponía sus razones para practicar una búsqueda quimérica de sí mismo reinventando la intención del poema, lo que sea que esto signifique, tomé asiento en las últimas filas de la sala y abrí Solana. Entonces comenzó. De golpe, en medio de aquel salón donde alguna vez almorzaron monjes silenciosos, los versos de aquel poemario me devolvieron a la infancia y, a la vez, me hallé inmerso en la intimidad de una familia, me convertí en un voyeur de lo que sucedía en el interior de aquellos departamentos, de

la calle con el calor acedo de la tarde, de la vecina con sus tres hijos peinándose las moscas, de las sombras en la casa, los vasos rotos, las llaves encendidas.

      Con cada página que leía, me transformaba en un recipiendario más de la dolorosa ausencia del primo Carlos. Carlos.

Sábado. Diez de la mañana. Mamá traía en su voz los ojos dilatados. Como un hachazo al árbol de mi infancia, su mano entre dientes. Mordida la razón desde sus pechos maduros, caída en su dureza, marcó mi corazón y lo abrazó. Carlos. Dijo Y la ciudad se tambaleó con los estruendos de un mar dentro de una lágrima.

      Y como un hachazo cayeron aquellas páginas esa tarde fría en San Cristóbal. Ya ni siquiera hice el intento de tratar de escuchar al ponente, porque aquellos versos que Fernando Trejo recién me obsequió habían abierto un dique de recuerdos difícil de contener. Allí estaba yo, en mi casa vieja del centro, trepado en la veleta, jugando en el patio con mis hermanos y el pastor alemán, aquel que abandonamos  cuando nos mudamos a la casa nueva, que al cabo moriría de tristeza. Carlos.

Había un nombre en tu billetera, escrito sobre un cartoncillo blanco. Laura, creo, en tinta roja. Trapeamos el pasillo para ganar cincuenta pesos. Querías llevarla al cine y reclamarle por qué soltaba besos en los juegos de botella

    . Y hubo también en mi infancia una Patricia, una niña de largos cabellos castaños, nariz pequeña y sonrisa constante de dientes disparejos, a la que me hubiera encantado tomar de la mano y confesarle cuánto me gustaba ver que se le dibujaran en el rostro sus hoyuelos. Y ya entrado en la lectura, me busqué también, al igual que Carlos,

en la banqueta, la escoba, las tortillas. En la mordida del perro, en la patada del orgasmo, en su cintura. En el instante de los videocasetes, las cartas de Gabriela. En el rizado rumor de la masturbación, en nuestro cuarto, los pasos de azotea.

        Y recordé también una bicicleta amarilla, un flashazo de sol, la mordida feroz de un dóberman, el póster de Elizabeth Aguilar en Playboy y el placer nunca perdido de la primera polución, allá, por la solana de la memoria, donde nunca deja de alumbrar el sol.

Más tarde, mientras el poeta continuaba, conteniendo una extraña opresión en el pecho que pugnaba por escapar, supe de los sueños de Carlos, del significado de la palabra solana, de un pasillo largo donde la oscuridad acostumbraba a tenderse. Supe de la lluvia de sal sobre la palma de la mano, de las borracheras del padre que son todos los padres, del tiro al blanco y Terminator, el regreso, como una evocación de la infancia perdida.

Breve, acaso demasiado fue este viaje de 86 páginas. Casi al unísono terminamos el poeta estridentista y yo. Él, con la falsa sonrisa cosechada por los aplausos de los asistentes. Yo, con el pecho apretujado y la melancolía carcomiéndome. Entonces me acerqué a Fernando Trejo, al poeta autor de una decena de libros de poesía, ganador de varios premios nacionales y, con la voz quebrada lo felicité, lo abracé por esta Solana, por estos fantasmas y estos sueños de infancia de Carlos que son los de todos. Le dije que si alguna vez se presentara su libro en Mérida yo quería estar presente. Y heme aquí, ante ustedes, intentando recomendar un poemario que no necesita recomendaciones y del que estoy convencido cautivará a los lectores que se adentren en él, porque, parafraseando a Proust, cuando ya nada subsiste, cuando todo está perdido, sólo el recuerdo, esa imagen del pasado que se archiva en la memoria, será capaz hacernos sentir que existir bien ha valido la pena.

Texto leído durante la presentación del poemario Solana (Fondo Editorial Tierra Adentro/ México DF 2015/ 86pp), de Fernando Trejo, en Mérida, Yucatán el pasado 26 de Octubre. En la mesa de presentación estuvieron el autor, Carlos Martín Briceño y Will Rodríguez.

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