Se lo merecían, solitos se lo buscaron, quién les manda a estar secuestrando camiones. Una bola de indios revoltosos, eso es lo que eran. Pero no todos lo entienden así, ahora mismo mi mujer se desespera porque ya no podrá participar en la marcha. Parapetado detrás de las páginas del periódico, mientras bebo mi primer café del día y finjo leer, la miro caminar como felino enjaulado de un lado a otro de la casa. Habla por teléfono en voz baja, seguramente con Frida, ésa amiga suya que me tiene hasta la madre con su defensa de las causas perdidas. Lo que es no tener nada que hacer. Desde que se supo lo de Ayotzinapa cambiaron las tardes de café por las juntas de solidaridad.
“Necesitamos hacer algo, ¿te imaginas el dolor de esas pobres madres?”. Así me lo dijo aquella mañana Eugenia, antes de acercarse a la mesa a beber, con avidez, el licuado de toronja con kiwi que Mary acostumbra prepararle cada día. ¿Dolor?, tuve ganas de decirle. ¿Qué chingados tengo yo que ver con lo que pase en ese pueblo perdido en el culo del mundo? Bastantes dolores de cabeza me provocan ya los trabajadores de la imprenta como para ponerme a pensar en algo que ni siquiera me toca. Pero en lugar de eso, para no enfrascarme en un pleito interminable, preferí paladear mi café y decirle que tenía toda la razón, lo de Ayotzinapa era una verdadera desgracia. Entonces Eugenia, como no lo hacía desde hace mucho, se acercó hasta mí, me abrazó y me dio un largo beso, que yo correspondí. Ese fue mi más grande error, porque con esa actitud ella entendió –así me lo hizo saber después-, que tenía carta libre para apoyar en todo a Frida. Ahora sé que desde un principio debí haberle puesto un alto, pero qué me iba a imaginar, jamás pensé que llegaría tan lejos. Ella, tan egoísta, tan consentida, que ni siquiera cuando nuestra única hija era pequeña se preocupó demasiado, de buenas a primeras quería convertirse en activista. Y con tal de no llevarle la contra, para seguir la fiesta en paz, no dije nada. Incluso me parecía curioso verla tan entusiasmada, juntándose en cafés de la Condesa para organizar mejor a su grupo y asegurar su participación en el movimiento.
Una tarde la reunión fue en casa. Allí fue cuando me empecé a preocupar de verdad. Al llegar de la imprenta me topé con un grupo de pájaras maduras, llamativas, casi todas vestían blusas oaxaqueñas y adornaban sus pescuezos con collares de ámbar y lapislázuli. Discutían y fumaban sin cesar en la sala. Eugenia me presentó con mucha seguridad ante ellas; orgullosa, dijo, de tener un marido que la apoyaba incondicionalmente. No abrí la boca. Saludé con un movimiento de cabeza y fui directo al estudio a servirme un trago.
Pero unos días después, cuando me di cuenta que mi mujer comenzó a tuitear y a postear en el face, a título personal, una invitación a la megamarcha que saldrá esta tarde de Los Pinos hacia el zócalo, me puse en guardia. Como solía decir mi madre: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa.
No pasó ni medio día cuando recibí la llamada de uno de mis socios: “¿Te pido un favor? Controla a tu mujer. Nos va a llevar entre las patas”. Entonces tuve que actuar. Llantos. Gritos. Dramas. Le costó trabajo, pero al final le cayó el veinte. Pobre. Tuvo que reconocer que no podía seguir adelante, que aliarse con los deudos de esa bola de agitadores nos iba costar muy caro. Una bola de cuarenta y tres hijos de puta agitadores. Eso es lo que eran. Celebro que alguien haya tenido güevos suficientes para mandarlos a chingar a su madre.