De pronto, el tren se detiene. Todavía somnoliento miro por la ventanilla: tanta desolación parece advertirme que vengo en balde. En mi reloj, las dos de la tarde. He dormido casi cuatro horas.
Durante el viaje sólo me han acompañado el maquinista y el que recoge boletos. Escogió mala hora, me dicen cuando estoy por bajar. Con este calor no va a encontrar a nadie.
No hago caso, pero apenas pongo pie en el andén, el sol comienza a derretirme. A mis espaldas, el ferrocarril parte de nuevo.
Camino calle abajo tratando de robar a las casas un poco de sombra. En el quicio de una puerta un anciano de ojos lechosos ofrece en venta tepache con hielo.
Hace bien en refrescarse, murmura con voz ronca. Luego, quién sabe si pueda, añade esbozando una sonrisa que deja ver su dentadura carcomida.
Alzo los hombros y doy media vuelta para continuar.
En medio de la calle, un almendro. Boca arriba, con las patas al cielo, dos perros enjutos orean sus barrigas bajo el árbol solitario. No parecen darse cuenta que me detengo junto a ellos a secarme el sudor. Sopla una breve brisa. Por un instante pareciera que el calor amaina; sin embargo, la tierra seca que cubre mis zapatos, la camisa húmeda ceñida a mi dorso y la resequedad que empieza a abrasarme la boca indican lo contrario.
“Es cosa de tomar el tren de la mañana y dirigirse de inmediato a la iglesia. No existe otra forma de llegar al pueblo. Nos deben el dinero hace años…” Quién me mandó a aceptar. La luz del sol hiere. Avanzo lento, me falta el aire; debo sentarme antes de seguir. Desde aquí distingo las torres del templo. Un repentino vaho de calor las oculta por instantes. Cuando me levanto, un charco de sudor se evapora con rapidez.
Ni un alma, ni una ventana abierta y yo empapado, con la garganta cada vez más seca. Un letrero mohoso en la pared de una casa: “se venden refrescos”. Golpeo con desesperación y los ladridos de los perros dentro suenan en mi cabeza como presagio de vida. Espero cinco, diez minutos. En vano: ya ni siquiera los animales responden a mis llamadas. Las calles parecen interminables. La carpeta que cargo es cada vez más pesada; mis ropas parecen lastre: zapatos, camisa, pantalones, no puedo continuar con ellos. Avanzo rápido, pero sudo copiosamente y la sed aumenta junto con la obsesión de llegar cuanto antes. Advierto lo ligero que me vuelvo, como si mi cuerpo quisiera huir de este sitio. Una estela de humedad señala los lugares por donde paso: el yermo que supongo parque, el almacén derruido, la cáscara de la iglesia, todo se confunde como espejismo ante mi vista. No encuentro manos para tocar puertas, tampoco hallo garganta para gritar; alguien me hace señas desde el atrio del templo; jadeando, llego al pórtico, caigo desfallecido a los pies de un arcángel de piedra, su sombra me cubre la cara, se torna más y más oscura, tan fresca. Lentamente me atrapa, me envuelve. Sólo un charco de agua.